Revista Latinoemerica de Poesía

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MARISA MARTINEZ PERSICO, Peces de ojos tristes. Poesía escogida (2023-1998)



Prólogo: “Una poética de verdades inestables”

 

 

Por LAURA SCARANO

Profesora Emérita

Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

 

  

 

Resido en la azotea

de una casa portátil.

 

 

Marisa Martínez Pérsico (1978), nacida a la luz en Argentina, con su primera formación universitaria en Buenos Aires, se desplazó a realizar su posgrado en Salamanca, España, y consolidó su carrera académica en Italia. Esta densidad de tránsitos forjó una lengua versátil, que aún posee el inconfundible acento del español de ambas orillas, fiel a su convicción de un hispanismo transatlántico, que respete sus variantes y cambiantes territorios, pero sobre la base de una lengua mediadora que nos une, una auténtica koiné, que en ella es cuerpo y palabra encarnada.

Esta antología reúne una vida poética de 25 años, con poemas cuidadosamente escogidos por su autora. Sin etiquetas definitorias ni pertenencia a capillas cerradas (ni argentinas ni españolas) la autora navega con libertad por un realismo de indagación meditativa y fuerte tensión lírica, cerca de la poesía del pensamiento, del simbolismo de línea clara, con imágenes y recursos que potencian su voz sin caer en experimentalismos extremos ni seco prosaísmo. Algunos críticos han hablado de su laconismo epigramático, de sus modalidades aforísticas, del gusto por greguerías lúdicas. Pero también observamos una atenta lectura de los clásicos, una mirada hondamente existencialista, una pausada meditación, que se ilumina a veces con una desbordante imaginería, entre onírica y expresionista, para abordar los grandes tópicos, pero también las pequeñas historias de la cotidianeidad.

He aquí uno de los ejes vertebradores de su poética: la mirada doméstica desde una media voz, que bordea el soliloquio y huye de la grandilocuencia; un vuelco a su mundo interior, que a la vez la empuja hacia afuera, alertándonos de modo crítico de los males e infortunios del mundo exterior. Un cruce de intimidad y compromiso, que no admite fronteras y se ensancha. Navega desde las estadías y viajes a países extraños y culturas ajenas, exhibiendo su compasión ante las desdichas de los desamparados de este mundo, para confluir en la sencilla nana a su hija con nombre marino, los juegos de su gata, las alternancias del amor, las flores tras su ventana. Nada minúsculo se escapa a su mirada atenta, pero tampoco ignora la pesada carga de odios y desencuentros de nuestro castigado planeta. Abierta a las floraciones y la pasión, no rehúye la herida y sus cicatrices.

Este libro nos lleva de la mano desde el presente de su escritura, con una sección inédita titulada “Los parques interiores”, para remontarse hacia atrás, escogiendo poemas de Las cosas que compramos en los viajes (2022), Finlandia (2021), Principios y continuaciones (2021), El cielo entre paréntesis (2017), La única puerta era la tuya (2014), Los pliegos obtusos (2004), Poética ambulante (2003) y Las voces de las hojas (1998). Al final recoge poemas inéditos y los titula “Tempranos o incluidos en publicaciones periódicas (1996-2008)”. Es un auténtico viaje invertido, a la semilla de su vocación juvenil. El libro remonta su historia poética desde el hoy al ayer o, como cierra uno de sus poemas titulado “Derrumbamiento”: “Hay que volver a la placenta por un camino lento,/ nacer hacia atrás.” Esta travesía textual de más de dos décadas nos enfrenta a un itinerario de autoanálisis, donde caben el yo y la alteridad, el deseo junto al desasosiego, la pasión frente a la serena lucidez, la familia y la genealogía matrilineal (madres, hijas), anudada a la vorágine del amor y el desamor, sin olvidar el concierto atribulado de la humanidad dolida.

En este rol de prologuista me han precedido voces prestigiosas como Joan Margarit, Luis García Montero, Hugo Mujica, Fernando Valverde, Jorge Sousa Braga, Sergio de Matteo, entre otros, que supieron desentrañar en pocos folios la hondura de su escritura. Imposible condensar entonces, en este breve prefacio, una reflexión crítica adecuada y justa para esta poesía, así que recogeré algunas citas elocuentes que dan testimonio de núcleos relevantes y preocupaciones recurrentes.

¿Por qué esta imagen de “Peces de ojos tristes” para titular este recorrido? La “normalísima hija, cuidadora de peces” nos lleva al primer poema del libro Finlandia, que se abre con un diálogo con su madre: “«Nunca compres pescado de ojos tristes»/ me decía mi madre, al volver del mercado./«La mirada sin brillo te advierte que son viejos»/ «Que se han muerto hace mucho»”. Pero la niña los prefiere y toma partido por esa mirada desolada. Se trata de una tristeza encarnada en una voz que no logra escaparse de la melancolía de la vida: “Así el recuerdo./ La endeble eternidad de la memoria” sentencia en “Invitación”. Ojos tristes de peces muertos: una metáfora de la herida existencial que marca la poesía de Marisa. Con justicia afirma Hugo Mujica en su prólogo a Finlandia: “Contrariando los consejos de su madre, en pescaderías y bares elige «los ojos tristes». Ya desde esta imagen asume la vereda de los débiles, la que «el poder desconoce». Lejos del nihilismo de la queja, la poeta sabe que la condición humana es la del «gozo en que sangramos».” De eso se trata el exilio interior, ya patente en un poema de La única puerta era la tuya: “estoy en un exilio sin paredes,/ vegeto en los rincones oblicuos del deseo/ haciendo agua en todas sus esquinas”.

Pero, ¿qué figuras y qué mínimas historias dibujan este relato de la herida? Ese “exilio interior” (como titula este poema) significa “ir herida por el mundo/ buscando tus vestigios”, porque se trata de un “habitar irreversible/ como una golondrina/ sobre el eje del aire”. La errancia de la sobreviviente, la trashumancia del desarraigado con la libertad de flâneur, marca a fuego la figura de esta hablante, sin por eso recaer en la lamentación o en la desolación. La finura de esta voz elegíaca reside en el justo medio entre esa herida y el asombro de lo que florece. Elegía por lo que fue y se desvanece, asombro por lo que es y la plenifica. Poética de la celebración de la vida, pese al reconocimiento de sus cicatrices, porque como sintetiza en “Tango triste finnicum”: “Yo le hubiera explicado que la vida/ es una obra de rescate. Que aparece/ la fórmula después de conocer el repertorio./ Que debajo del caos/ la estamos construyendo”.

Esta veta reflexiva está siempre presente en esa tonalidad melancólica, que no ahoga el gozo ante el estallido de la vida: “Ahora sabemos/ que la vida/ se define en su punto de fractura/ y la construimos/ en el hueco que se forma”. Se trata de una tarea de arquitectura (el sabio poeta y arquitecto Joan Margarit, que Marisa leyó de manera ejemplar, hubiera coincidido seguramente). Una arquitectura verbal, donde los pasos van modelando la figura; el habitar es errar, pero también hacer nido alternativamente. Herida, exilio, vacío, hueco, son palabras que la poesía exorciza y repara. En su reconocimiento comienza la aceptación serena de lo que fluye en nosotros, la vida y también la certeza de la muerte: “Como a un comensal inesperado,/ hay que aprender a dar/ el sitio exacto/ también al vacío”, afirma en el poema homónimo de El cielo entre paréntesis. Precisamente poner en duda los dogmas y certezas, construir ese paréntesis en un cielo prometido, la rescata de la intolerancia y la omnipotente seguridad de los creyentes.

Su errancia existencial es también y literalmente geográfica. No sólo viajó desde Buenos Aires a Salamanca y Roma; infinitos topónimos juguetean en sus versos, especialmente en sus últimos libros. La viajera curiosa e inquisitiva que llega tarde a Finlandia por la peste no por eso evita crear una imaginaria. La corresponsal de guerras y catástrofes se suma a la aventurera ávida de conocer la otra Europa, Bosnia, los Balcanes, las cruces marcadas a fuego por las guerras y los territorios de los refugiados. Uno de los tantos poemas que exhiben su sino de viajera se titula “Una casa portátil”, resumen de un cuerpo que lleva dentro su equipaje, dispuesto al nomadismo de la “vagamunda”: “En el mar sucesivo,/ bebí el corazón de las camelias”, “y bailé entre caracolas clandestinas/ para entender el alma de los peces.// Seguí la travesía por el cuerpo del mundo./ En bicicleta, en sueños, con todas las verdades inestables”, para definirse en esa imagen gráfica del título del poema: “Resido en la azotea/ de una casa portátil”.

¿Es posible construir una casa en el aire? ¿O habitar una poesía que se reconozca en la inevitable fragilidad de quien la escribe, tanteando apenas unas verdades inestables? Sin duda, estos versos representan como pocos el sentido final de su vocación, que rechaza las hegemonías y totalitarismos del poder (de cualquier signo) y reivindica lo mínimo y efímero: “El poder desconoce el corazón de lo frágil,/ la ilusión laboriosa/ que anida en lo que siempre/ se está a punto de romper” (en “El corazón de lo frágil”) o “Qué fácil desmontar el equipaje de una vida/ pero cuánto dura armar/ los baúles para el viaje” (“Donde haya todavía.II”). Un viaje con muchas estaciones y una única piel para asimilar el desarraigo y los puertos ocasionales donde desembarcar su deseo. Como tan bien lo expresa con este título, esta es una “Poética ambulante”: “I- Volver/ siempre venir de alguna parte/ invocar el ritual/ de la mudanza”.

En todas las lenguas que habla, esta poeta indaga siempre sobre el origen y sentido de los nombres. Comenzando por ella misma, en “Nomen omen”: Mi nombre es sinónimo de brisa”, “Empieza con el mar”, “Pero también mi nombre/ es criatura de tiempo./ Y en amores prefiere eternidad”. Surcan las páginas incesantes intentos de autoanálisis, que bordean casi siempre lo incognoscible del yo: “Esa tarde supiste que soy como Finlandia./ Sólo puedo existir/ si me imaginas”. Una relectura actual de aquellos versos de Garcilaso: “Mi alma os ha cortado a su medida”. El amor nos crea y recrea. Somos cuerpos y almas imaginarias, dibujadas por el pincel de aquellos que nos aman. Por eso el amor recorre su escritura con intensidad y en todas sus formas. Los amores fugaces, breves o inalcanzables: “Ese beso negado/ amore mio/ alimentó los besos que vendrían/ con la fuerza que irradia/ lo imposible” (“El beso negado”). El amor concertado por Tinder y desplegado durante el encierro de la pandemia no teme desaparecer cuando se abren las puertas: “Volvió la libertad./ Y aquel amor sin condiciones/ ya no fue necesario” (“Esto no era Finlandia”). La mujer reconoce su permanente afán de enamorada de un único hombre, que va variando de cuerpos y de rostros: “Hay hombres/ que usurpan mi aliento/ cuando pasan” (“Boletín blanco”). No obstante, valora como una conquista la bienamada libertad del corazón, que no se encadena a ningún contrato de por vida, y le permite abrirse a todas las incitaciones: “Por eso voy sola/ […] Como quien lleva el amor/ pegado a las costillas/ o cosido al dobladillo de la falda” (“Inválida en el desierto de mi deseo de vos”).

 Enamorarse del amor es una forma más de errancia por los cuerpos, una sabiduría de la piel que celebra el gozo de los encuentros y admite la fatalidad de las rupturas: “Te amo empapada de un efímero/ infinito. Sin medida de tiempo y aguardando/ los detalles banales/ del adiós” (“Viejo poema II”). Lo sabe bien quien ha sostenido esa ambivalencia de amor y desamor: “Hemos sido dos cuerpos tendidos a deshoras/ maquillando las ruinas del dolor” (“Despedida de un puerto”); “Tengo un arca/ de huesos averiados/ por amar/ hasta el borde de la noche” (“Ruta a la crisálida”), “De todos los rincones del planeta elijo tu hombro,/ sin más norte que el sur de mis recuerdos” (“Desarraigo”). Este racconto de amores tiene su mejor corolario en el poema titulado “Cuántos hombres se necesitan para escribir un poema”, donde una voz lúdica acumula candidatos fallidos: “Uno le rompe el crisma, corazón,/ la deja semimuerta al borde de la página”, “Otro le manda por WhastApp la tapa de un poemario”, “Al tercero lo llaman su marido./ El cuarto insiste en saludarla a medianoche”, “Al último lo ha visto en un concierto”. Hasta que remata y “Se dice a sí misma suficiente.// Enhorabuena. // B  a  s  t  a.”, “a tono con la época” de amores fluidos y relaciones tan intensas como efímeras.

Desde esos primeros textos del hoy camino al pasado, la figura de la mujer (su hija María del Mar, su madre, su hermana, ella misma) representan un núcleo irradiador que no la encierra en el fácil tópico del feminismo. La experiencia del cuerpo, los paisajes de la piel enamorada, los destellos de la maternidad, la melancolía de la niña con su madre, son fotogramas de una película que recorre su escritura sin estridencias, con la meditada pausa que le exige cada estación vital. La silueta de la hija sintetiza un espectro de figuras y emociones, desde la maternidad propia y la heredada de su madre, desde el amor que nace de las entrañas a los temores y acechanzas del afuera, en ese ser nacido y maternado con pasión. Dice en el poema “Oración”: “Duérmete, María,/ por todos esos niños que se acuestan/ escuchando la pólvora en los ojos.” Un rezo íntimo que vela por la hija propia pero representa el temor por tantos otros hijos ajenos y desamparados. Uno de los mejores poemas titulado “Tutorial del peinado” concreta ese ritual entre madre e hija, una sororidad necesaria y defendida, pero que no ignora la paternidad que la hizo posible: “Pienso: «para que este amor suceda/ debió existir un hombre»”, “la estampa familiar de dos mujeres/ consagradas al rito del peinado/ es masculina, también.” Y esta postura la aleja de ciertos fundamentalismos feministas que, por reivindicar con justicia una marginación histórica, anulan con dogmas extremos la deseada integración de todos los géneros en busca de armonía: “Ya lo dijo Platón en su Banquete./ Hemos perdido, María, el instinto de unidad”.

Cabe destacar que esta poesía evita la excesiva autorreferencia, sin desdeñar la mínima autoficción, que leemos entre líneas sobre la vida de su autora. Ni narcisismo ni ensimismamiento, la palabra es un instrumento eficaz para remontar la fragilidad efímera del cuerpo: “La piel cuenta la historia mejor que las palabras./ Pero no permanece” (“En un vestuario de Naantali”).  Una definición de sí misma anclada en su ser de poeta y mujer: “Qué mujer ingobernable, la Poesía” (“Las voces de las hojas”).  La reivindicación de la fragilidad redunda en una autopoética, donde el yo se asume en su incertidumbre; y aun por medio de la poesía admite su naturaleza de interrogación: “Si no fueras mi madre, ¿qué serías?”, y ella responde: “Quisiera ser,/ María,/ una pregunta.// Una duda sin bordes más allá de mi voz” (“La pregunta”).

Como coda, dejo de antesala a la lectura de esta luminosa antología de Marisa, una de sus mejores poéticas, denominada “Arte didáctica”, con un matiz pedagógico en el título que se acerca más a la ironía que al mandato propio del género:

 

Quien ha sido pupilo del relámpago
aprende que el sentido
se aloja
en un fulgor.



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