En la cumbre del oxígeno hermoso
Por Marco Antonio Murillo*
Me gusta escuchar las velocidades de un poema
Quisiera iniciar esta serie de reflexiones a partir de un verso de la poeta Blanca Varela, con él pretendo cifrar una parte de mis ideas en lo que se refiere a la poesía, pero solo la que me interesa y pretendo acercarme. Este verso, que es de hecho el inicio de su poema “A media voz”, dice así: La lentitud es belleza. El concepto lentitud, el cual tomo prestado del poeta Antonio Deltoro, no sólo pondera algo referente a determinada velocidad de movimiento dentro del poema, ella también remite a la postura que el poeta puede tener ante la imagen y el cuidado a la hora de pensar, ejecutar y corregir el trabajo de su oficio. El verso bien logrado lo es todo en el poema, es de hecho la huella digital del artista, revela en su profundidad todos sus demonios. Luego, la forma y el ritmo del poema, son el sustento de ese verso.
Mamá, soy Paquito; / no haré travesuras. Escribe Salvador Díaz Mirón. Este estribillo, que a mi parecer es uno de los mejores del siglo XIX mexicano, es capaz de contener todo lo Oliver Twist que disfrutaron los lectores ingleses por esa misma época. El timbre y el tono parecieran ser el ancla de un buen novelista. El abandono, la ternura, la ingenuidad y un terrible suspenso que de hecho invade el poema, son los sentidos que se esconden tras estos dos hexasílabos.
Volviendo al verso de Varela, los dos elementos abstractos que contiene, lentitud y belleza, son fuerzas reveladoras. Por un lado, hablan de cierta poesía que creo que puede ser útil para entendernos en la velocidad del siglo XXI, esto es: una poesía de imagen fluya lenta en boca del lector, sin premura, que lo obligue a detenerse y pensar en el asombro de las cosas diarias, no con una mirada de quien observa por última o primera vez el mundo, sino con la mirada de quien ve en ellas su profunda paciencia. Belleza apunta a la materia cognoscitiva de la que están hechas las cosas, esa materia que debe ser cuerpo y herramienta en la voz del artista.
Hacia las primeras décadas del siglo XX, en medio del asombro de las nuevas ciudades de metal, del cine, el aeroplano, el teléfono, y otros artefactos que imprimieron velocidad a la vida cotidiana, Vicente Huidobro publica su poema largo “Altazor”. Dicho poema, que habría sido trabajado con suma paciencia a lo largo de casi 20 años, fue una verdadera vanguardia, un parteaguas en el qué hacer poético latinoamericano. Cada uno de sus siete cantos llevaba el espíritu de una época en gestación: la aceleración con que las cosas del mundo se comenzaban a redefinir.
El subtítulo que acompañó a la obra fue “Un viaje en paracaídas”. Después de todo, eso fue la vida en el siglo veinte: como el que cae de un avión y lo mira todo dando someros vistazos. En pocas décadas la tecnología humana creció más que en los mil años anteriores de historia. Huidobro no se olvida de la lentitud de las cosas, escribe al final del canto primero (que es la parte más álgida de la caída): Silencio / Se oye el pulso del mundo como nunca / pálido / La tierra acaba de alumbrar un árbol.
El hombre cae en paracaídas, da vistazos con suma rapidez, pero cada cosa que mira la vuelve en lentitud: el vértigo como un mundo vasto y autónomo para su lector. Hay rapidez en el fluir del poema, lentitud en la fuerza de sus imágenes. El incesante discurrir de la voz poética acompasa el ritmo del poema, pero la fuerza está contenida en la construcción de las imágenes. El lector ha de detenerse en algunas de ellas y mirar el paisaje que está inventando el prodigio de su caída.
Poemas que pertenecen a este rublo de lentitudes en cuanto a su construcción, no a la velocidad del poema, son bastantes. Podemos encontrar ejemplos en toda índole de poetas que tengan por objetivo el cuidadoso trabajo del verso. Personalmente, me gusta escuchar y paladear las lentitudes que hay en algunos poemas de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Gonzalo Rojas, Lezama Lima. Sobre todo Lezama, en ese enorme inicio de “San Juan de Patmos ante la puerta latina” que nos quema el alma y nos reconcilia con ella:
Su salvación es marina, su verdad de tierra, de agua y de fuego.
El fuego en la última prueba total,
pero antes la paz: los engendros de agua y de tierra.
Al escribir estas páginas estoy consciente de la lentitud de la que hablo y siempre busco mantenerla como parte primordial de mis escritos, no es aplicable a toda la poesía que hoy en día se escribe, afortunadamente es numerosa e inabarcable. Y qué bueno, porque si esto fuera así, estaríamos limitados, como lectores, a unas cuantas formas de concebir el poema. Junto a la lentitud, existe otro tipo de poesía que llama mi atención. Es vasta y hecha con el ímpetu de los poemas ríos, grandes cuerpos de agua que dispersan sus mareas e invaden nuestra voz y vista. Algunos ejemplos de este tipo de poesía son: “Canto cósmico” de Ernesto Cardenal, “Splendor” de Enrique Verástegui, “Zurita” de Raúl Zurita, “Cuerpos” de Max Rojas “El divino vuelo” de Ciprián Cabrera Jasso. Estos libros tienen en común la monumentalidad, una escritura de larguísimo aliento, y una necesidad de ser leídos como si de un libro oráculo se tratase.
Más que parientes del poema largo, son buenos vecinos de la tradición norteamericana. Quien haya visitado “Patterson” de Williams, “Los Cantos” de Ezra Pound, o “El libro de la muerte” de Muriel Rukeyser me dará la razón. Pienso que no están diseñados para ser leídos de punta a punta, sino para contener toda una experiencia poética que otorga la libertad al lector de abrir el libro a gusto y hallarse a sí mismo. Estos poemas libro, pueden llegar a ser fácilmente criticables: Hiérboles del hiperbólico neobarroso, arduas maquinarias sin corazón, hechas en serie. Por mi parte no me intriga tanto el contenido, sino esa fuente aparentemente inagotable de vigilia que lo produjo. Siempre que tengo uno de esos pesados bloques delante de mi mesa, como si fuese la primera piedra de un Empire State, me pregunto: ¿Es esta la manifestación más auténtica que halló la poesía contra la hipervelocidad y la simultaneidad de nuestra época, o es un mero contagio de estas? ¿Es la nueva poesía del siglo XXI, o se trata de la misma poesía del siglo pasado, pero con más páginas?
En la cumbre del oxígeno hermoso. Cantó Gonzalo Rojas en su poema “Por Vallejo”. Esta idea, pienso yo, unifica a los dos tipos de poesía que he presentado, pues las dos son alturas en que la voz del poeta logra atrapar el oxígeno de la poesía. Los de lentitud, exigen una respiración profunda que, verso a verso, va siendo exhalada en el poema; los otros, inmensos, requieren que inhalemos en varias ocasiones para no ahogarnos en su río incesante.
Todo poema es anterior a su ejecución
Otro punto que me interesa discutir es la intertextualidad, tan recurrida en nuestra época como evitada y confundida con el plagio. Soy de la idea de que un poema es potencialmente un puente al pasado, en otras palabras, no importa lo vanguardista que intente ser el poema, siempre existe un diálogo con otros textos que el autor ha leído o escuchado. Y eso, a mi parecer, es la grandeza de la poesía: en cada poema late, tenue o intensa, una chispa de todo lo que antes se ha escrito.
Existen dos tipos de intertextos a los que el lector puede acceder: uno deliberado y el otro inconsciente. La intertextualidad no es única de la posmodernidad, ya que fue practicada desde hace siglos. Son evidentes los paralelismos que podemos hallar entre la estructura del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz y “El cantar de los cantares” del rey Salomón, “La divina comedia” de Dante y su discusión con toda la tradición literaria medieval de Occidente, los asuntos de la “Eneida” de Virgilio que se parecen mucho a los de la “Ilíada” y la “Odisea”.
Lo que para mí diferencia al intertexto posmoderno de este otro es el uso consciente y deliberado que se le da. Es decisión del autor si lo hace evidente en su poema, o bien, lo oculta; de todos modos, ello ahí estará como huella de la tradición literaria a la que el autor se suscribe. Si el autor decide evidenciar el intertexto dentro de su discurso, éste tendrá que tener una justificación; es decir, que las citas del texto final respondan a un porqué cuyo razonamiento sirva para enriquecer el contenido del poema. Ofrezco como ejemplo el poema “Transformaciones” de Gabriel Zaíd, el autor no se conforma con hacer una versión propia del epigrama inicial, sino que incluye en su texto todo el proceso intertextual que se tuvo qué gestar previamente. Amén del diálogo con la tradición epigramática grecorromana.
Transformaciones
1
Me contaron que estabas enamorada de otro
y entonces me fui a mi cuarto
y escribí ese artículo contra el gobierno
por el que estoy preso.
(Ernesto Cardenal, Epigramas)
2
Me dijiste que amabas a Licinio
y escribí ese epigrama contra Cesar
por el que voy camino del destierro.
(José Emilio Pacheco, Irás y no volverás)
3
Me dijiste que ya no me querías.
Intenté suicidarme gritando ¡muera el PRI!
Y recibí una ráfaga de invitaciones. (Gabriel Zaid)
No estoy en contra de la poesía política
Es destacable que los fragmentos 1 y 3 hablan directamente de un punto que ha sido controversial, el poema y su relación con la política, esto es, la llamada poesía social. En primera instancia, pienso que toda poesía, en cuanto a acto comunicativo que tiene que tener necesariamente un emisor y un receptor, es social; lo otro es una temática que puede ser abarcable dentro de ella. No estoy en contra de la poesía que habla de política, pero tengo problemas con esa intencionalidad que le viene directamente de la modernidad: el creer que la poesía redimirá al pueblo, lo educará a través de las ideas. Dicha intencionalidad, en muchos casos, termina convirtiendo al poema en panfleto, lo despoja de su posibilidad de tener un carácter de comunicación activo (cada quien logra mirar el poema que necesita).
La obra de Pedro Mir es ejemplo de cómo se puede llevar a cabo una buena poesía política, sin caer en los errores antes mencionados. El poeta dominicano trabaja con el tema de la dictadura de Leónidas Trujillo. Canta en el exilio:
Hay un país en el mundo
colocado
en el mismo trayecto del sol.
Oriundo de la noche.
Colocado
en un inverosímil archipiélago
de azúcar y de alcohol.
Sencillamente
liviano,
como un ala de murciélago
apoyado en la brisa.
Sencillamente
claro,
como el rastro del beso en las solteronas antiguas
o el día en los tejados.
Sencillamente
frutal. Fluvial. Y material. Y sin embargo
sencillamente tórrido y pateado
como una adolescente en las caderas.
Sencillamente triste y oprimido.
Mir no pone a la poesía al entero servicio de una voz que sólo busca retratar u opinar de una tragedia humana, sino que sus experiencias son el recurso perfecto para satisfacer las necesidades de sus ideas del deber ser de la poesía, apelando a una conciencia humana y universal. La crudeza que narro en este poema pudo haber ocurrido en otro tiempo, me dice la relectura de sus poemas.
Para mí la poesía sirve al pueblo, pero no en lo que concierne al concepto de utilitarismo; vaya, no produce algo tangible (un zapato, una maleta) sus frutos son de una índole cognoscitiva, sólo disfrutable por aquellos que se acercan a ella con humildad. Soy de los que piensan que la poesía es como cualquier otro oficio. Entonces, no se crea que el poeta es voz del pueblo, el poeta es sólo una de tantas perspectivas de esa voz numerosa; es más, el poeta no escribe lo que quiere, sino lo que puede, influenciado por el contexto que le tocó vivir. Su misión en el siglo XXI es como la de cualquier persona que disfrute de la realización de un oficio bien intencionado: hacerlo bien.
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* Marco Antonio Murillo
MFA en Creative Writing por la Universidad de Texas en El Paso. Lic. en Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán. Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos, en 2009. Premio Estatal de la Juventud 2014 en artes. Asimismo, ha obtenido la beca de Jóvenes Creadores del PECDA (2009) y la University Grant de la Universidad de Texas en El Paso (2013-2016). Es Autor de los poemarios Muerte de Catulo (La Catarsis Literaria, 2011; Rojo Siena, 2013) y La luz que no se cumple (Artepoética Press, 2014).