Escribir en la niebla
El 19 de Agosto, en el Gimnasio Moderno, la Editorial Valparaíso de España presenta Escribir en la niebla, libro de ensayos sobre 14 poetas colombianos escrito por el poeta y ensayista Santiago Espinosa. Presentamos esta antología que nos prepara su autor.
Antología mínima
Muchas razones me movieron a escribir este libro de ensayos, Escribir en la niebla. Esta antología mínima sólo pretende llamar la atención sobre la poesía de estos 14 autores, algo desconocidos dentro y fuera de Colombia. Antes que revelar las huellas de aventura con el lenguaje -lo que trato de hacer en los ensayos del libro-, el primer criterio de esta selección apunta a los poemas que podrían iluminar mejor una primera lectura. No necesariamente los mejores pero sí los que podrían ser más representativos o entrañables. El segundo criterio es su brevedad.
A estos poetas los hermana la confianza de que las palabras, poéticas o no, son mucho más que eso. Desde sus distintas orillas nos hablan con voluntad de comunicar o expresar, restituir una conversación. La Raíz invertida, un animador de este diálogo entre el pasado y los jóvenes, los poetas y los lectores, siempre ha entendido este trabajo cómplice entre la poesía y el ensayo, la reflexión y la alegría. Todo esto es, para decirlo brevemente, un acto de justicia con las voces.
Santiago Espinosa
LA MÚSICA
En el rincón
oscuro del café
la orquesta
es un extraño surtidor.
La música se riega
sobre las cabelleras.
Pasa largamente
por la nuca
de los borrachos dormidos.
Recorre las aristas de los cuadros
ambula por las patas
de los asientos
y de las mesas
y gesticulante
y quebrada
va pasando a rachas
por el aire turbio.
En mi plato
sube por el pastel desamparado
y lo recorre
como lo recorrería
una mosca.
Intonsamente
da vueltas en un botón
de mi d’orsey.
Luego –desbordada-
se expande en el ambiente.
Entonces todo es más amplio
y como sin orillas...
Por fin
desciende la marea
y quedan
cada vez más lejanas
más lejanas
unas islas de temblor
en el aire.
Luis Vidales (Calarcá, 1904 - Bogotá, 1990)
CANCIÓN DEL AYER
Un largo, un oscuro salón rumoroso
cuyos confines parecían perderse en otra edad balsámica.
Recuerdo como tres antorchas áureas nuestras cabezas inclinadas
sobre aquel libro viejo que rumoraba profundamente en la noche.
Y la noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble.
Y en los rincones tantas imágenes bellas, tanto camino
soleado, bajo una leve capa de sombra luciente como terciopelo.
La voz de Saúl me era una barca melodiosa.
Pero yo prefería el silencio, el silencio de rosas y plumas,
de Vicente, el menor, que era como un ángel
que hubiese escondido su par de alas en un profundo armario.
Mas, ¿quién era esa alta, trémula mujer en el salón profundo?
¿Quién la bella criatura en nuestros sueños profusos?
¿Quizá la esbelta beldad por quien cantaba nuestra sangre?
¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre?
O acaso, acaso esa mujer era la misma música,
la desnuda música avanzando desde el piano,
avanzando por el largo, por el oscuro salón como en un sueño.
(A ti lejano Esteban, que bebiste mi vino,
te lo quiero contar, te lo cuento en humanas, míseras palabras:
Cuando estás en la sombra. Cuando tus sueños bajan
de una estrella a otra hasta tu lecho,
y entre tus propios sueños eres humo de incienso,
quizá entonces comprendas, quizá sientas,
por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla).
Un largo, un oscuro salón, tal vez la infancia.
Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida,
en la noche tibia, destrenzada, en la noche
con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano,
llenaba de ángeles de música toda la vieja casa.
Aurelio Arturo (La Unión, 1906 – Bogotá, 1974)
EL OTRO
Se desprendía la tarde de la tierra.
Me despedí de mí. Me di la mano.
Me quedé en la ventana
mirándome partir.
Volví a mirar de pronto:
estaba en la ventana
abierta hacia el Poniente
en dónde ya no estás.
Me fui. Me dejé solo en la ventana.
Y suspiré por mí: sólo. Perdido. Lejos.
Y seguí andando sin saber-a-dónde.
Y no volví a de nuevo la cabeza
pues no está bien que así no más un hombre
se eche a llorar.
Me fui pensando que quedaba solo
en la ventana: triste,
sin mí, sin ti, sin nadie.
Abandonado.
Ya para siempre estoy lejos de mí.
Eduardo Carranza (Apiay, 1913 – Bogotá, 1985)
LLANURA DE TULUÁ
Al borde del camino, los dos cuerpos
Uno junto del otro,
Desde lejos parecen amarse.
Un hombre y una muchacha, delgadas
Formas cálidas
Tendidas en la hierba, devorándose.
Estrechamente enlazando sus cinturas
Aquellos brazos jóvenes,
Se piensa:
Soñarán entregadas sus dos bocas,
Sus silencios, sus manos sus miradas.
Mas no hay beso, sino el viento,
Sino el aire
Seco del verano sin movimiento.
Uno junto del otro están caídos,
Muertos,
Al borde del camino, los dos cuerpos.
Debieron ser esbeltas sus dos sombras
De languidez
Adorándose en la tarde.
Y debieron ser terribles sus dos rostros,
Frente a las
amenazas y relámpagos.
Son cuerpos que son piedra, que son nada,
Son cuerpos de mentira, mutilados,
De su suerte ignorantes, de su muerte,
Y ahora, ya de cerca contemplados,
Ocasión de voraces negras aves.
Fernando Charry Lara (Bogotá, 1920 – Washington D.C., 2004)
NOCTURNO
Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el cinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
Álvaro Mutis (Bogotá, 1923 – México D.F., 2014)
SI MAÑANA DESPIERTO
De súbito respira uno mejor y el aire de la primavera
llega al fondo. Mas sólo ha sido un plazo
que el sufrimiento concede para que digamos la palabra.
He ganado un día, he tenido el tiempo
en mi boca como un vino.
Suelo buscarme
en la ciudad que pasa como un barco de locos por la noche.
Sólo encuentro un rostro: hombre viejo y sin dientes
a quien la dinastía, el poder, la riqueza, el genio,
todo le han dado al cabo, salvo la muerte.
Es un enemigo más temible que Dios,
el sueño que puedo ser si mañana despierto
y sé que vivo.
Mas de súbito el alba
me cae entre las manos como una naranja roja.
Jorge Gaitán Durán (Cúcuta, 1924 – Pointe-à-Pitre, 1962)
LA CASA ENTRE LOS ROBLES
A un ruido vago, a una sorpresa en los armarios,
la casa era más nuestra, buscaba nuestro aliento
como el susto de un niño.
Por sobre los objetos era un tibio rumor,
una espina, una mano,
cruzando las alcobas y encendiendo su lumbre
furtiva en los rincones.
El sonido de un hombre, el retrato,
el reflejo del aire sobre el pozo
y el día con su firme venablo sobre el patio.
Más allá las campanas, el humo de los cerros
y en un dulce y liviano confín, entre la brisa,
el pájaro y el agua levemente cantando.
Todos allí presentes, hermano con hermana,
mi padre y la cosecha,
el vaho de las bestias y el rumor de los frutos.
Adentro, el sacrificio filial de la madera
sostenía la techumbre.
Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos
de tiempo rumoroso, de fuerza,
de autoridad y límite.
Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras,
voces que derramar,
respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros
su ceniza dorada.
Era entonces el día de hojas, de potente zumbido,
el día para el cántaro, la miel y la faena.
Como un don de reposo llegaba a nuestro cuerpo
la noche con su carga de remotas espigas.
Nuestro pan de anhelado resplandor,
nuestro asombro
y las lámparas derramando sus ángeles
sin prisa en los espejos.
Como un hombre que anhelara su parte,
su sitio en nuestra mesa,
el viento dulcemente flotaba en los manteles.
La quietud de los muebles, las voces, los caminos,
eran todo el silencio de la noche en el mundo.
Llenando de inaudible presencia las paredes,
habitando las venas de pie frente a las cosas.
Buscaban nuestras manos un calor circundante
e indagaban los ojos otra piel impalpable.
Algo de Dios, entonces, llegaba a las ventanas
algo que hacía más honda la casa entre los robles.
Héctor Rojas Herazo (Tolú, 1922 – Bogotá, 2002)
LA PATRIA EN LA PUERTA
Golpean la puerta
como para que no se oiga,
con aquel sonido que tiene
la pobreza que va de sitio a sitio.
Van a dejar tamales?
El chico no es más que un envoltorio
de miseria y una frase
para todas las horas.
Lo miro allí, en la puerta,
ocupando esa raya de luz
que deja el ala abierta
y se oscurece la palabra patria
porque ella es la que ha tocado
en los nudillos de tanto abandonado.
Son de arroz...
los hacen en la casa.
Adentro huele la sopa
de los míos.
Unos segundos más y la patria,
esa patria andrajosa,
está sentada en el pasillo
con sus tamales a un lado
y un plato lleno de alegría y de humo.
Los hacen en la casa...
Óscar Hernández (Medellín, 1925 - )
Lo que no veo es muy sencillo.
Pero lo que veo
es aún más sencillo.
Desde tu hondura veo
contra la noche
un ciprés y una rosa.
Y lo que no veo
solamente es tu hondura
Me hiciste monje
para cerrar los ojos.
Carlos Obregón (Bogotá, 1929 – Mallorca, 1963)
LOS AMIGOS
A veces me pregunto qué fue de los amigos
después de que los días
han dejado caer su ceniza
Los que vivían en las barracas
sobre el río
un río sucio que parte la ciudad
en dos tajadas de hierba
Donde mujeres lentas de grandes pies
llevan fardos de trapos sobre la cabeza
El de la cachucha azul y raída
que limpiaba telares
Su padre era mecánico
Estoy seguro de que ambos
continúan comiendo su emparedado cotidiano
y su único amor son los tornillos
El flaco de la bicicleta
que todos envidiaban
porque tenía muchas revistas de Charles Atlas
y decía que era capaz de levantar cien kilos
Tenía novia y no le gustaban las nubes
Después muchas ciudades
torres de acero bulevares
mujeres pintarrajeadas en las esquinas
restaurantes etc.
donde todos están un poco solos
no se conocen pero se miran
apuestan a las carreras frente al televisor
los fines de semana
y desean ir al mar
Yo sigo buscando desde mis papeles
a la muchacha que se paraba
contra el poste de la luz.
Mario Rivero (Envigado, 1935 – Bogotá, 2009)
MAMÁ NEGRA
Cuando mamá negra hablaba del Chocó
le brillaba la cadena de oro en el pescuezo,
su largo pescuezo para beber agua en las totumas,
para husmear el cielo,
para chuparles la leche a los cocos.
Su pescuezo largo para dar gritos de colores con las guacamayas,
para hablar alto entre las vecinas,
para ahogar la pena,
y para besar a su negro, que era alto hasta el techo.
Su pescuezo flexible para mover la cabeza en los bailes,
para reír en las bodas.
Y para lucir la sombrilla y para lucir el habla.
Mamá negra tenía collares de gargantilla en los baúles,
prendas blancas colgadas detrás del biombo de bambú,
pendientes que se bamboleaban en sus orejas,
y un abanico de plumas de ángel para revolver el aire.
Su negro le traía mucho lujo del puerto cada que venían los barcos,
y la casa estaba llena de tintineantes cortinas de conchas y de abalorios,
y de caracoles para tener las puertas y para tener las ventanas.
Mamá negra consultaba el curandero a propósito del tabardillo,
les prendía velas a los santos porque le gustaba la candela,
tenía una abuela africana de la que nunca nos hablaba,
y tenía una cosa envuelta en un pañuelo,
un muñequito de madera con el que nunca nos dejaba jugar.
Mamá negra se subía la falda hasta más arriba de la rodilla
para pisar el agua,
tenía una cola de sirena dividida en dos pies,
y tenía también un secreto en el corazón,
porque se ponía a bailar cuando oía el tambor del mapalé.
Mamá negra se movía como el mar entre una botella,
de ella no se puede hablar sin conservar el ritmo,
y el taita le miraba los senos como si se los hubiera encontrado en la playa.
Senos como dos caracoles que le rompían la blusa,
como si el sol saliera de ellos,
unos senos más hermosos que las olas del mar.
Mamá negra tenía una falda estrecha para cruzar las piernas,
tenía un canto triste, como alarido de la tierra,
no le picaba el aguardiente en el gaznate,
y, si quería, se podía beber el cielo a pico de estrella.
Mamá negra era un trozo de cosa dura, esmaltada de risa por fuera.
Mi taita dijo que cuando muriera
iba a hacer una canoa con ella.
Jaime Jaramillo Escobar (Pueblorrico, 1932 - )
PÁJARO
En el aire
hay un pájaro
muerto;
quién sabe
adónde iba
ni de dónde ha venido.
¿Qué bosques traía,
qué músicas deja,
qué dolores
envuelven
su cuerpo?
¿En cuál memoria
quedará
como diamante,
como pequeña hoja
de una selva
desconocida?
Pero en el aire
hay un patio
y una pradera,
hay una torre
y una ventana
que no quieren morir
y están prendidos
de su cola
larga de norte a sur.
En el aire
hay un pájaro muerto.
No sabrá de la tierra
ni de esta mancha
que todos llevamos,
de las máscaras
que lapidan,
de los bufones
que hacen del Rey
un arlequín perdido.
¿Quién lo guarda,
quién lo protege
como si fuera
la mariposa angélica?
Pájaro muerto
entre el cielo y la tierra.
Giovanni Quessep (San Onofre, 1939)
LA PATRIA
Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.
A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.
Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.
María Mercedes Carranza (Bogotá, 1945 – 2003)
los hombres se echan a las calles
para celebrar la llegada de la noche
un son de flauta entra delgado en el oído
y otra vez son las plazas lugares de fiesta
donde las niñas que cruzan con la espalda desnuda
las miradas de los cajeros adolecentes
repiten los movimientos de un antiguo baile
sagrado
y en la algarabía
de los vendedores de fruta
olvidados dioses hablan.
José Manuel Arango (Carmen de Viboral, 1937 – Medellín, 2002)
SANTIAGO ESPINOSA (Bogotá, 1985) Crítico y poeta. Estudió Literatura y Filosofía en la Universidad de los Andes. Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas publicaciones de su país y del exterior. Fue jefe de redacción del periódico La Hoja de Bogotá hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para La Opera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En 2010 publicó Los ecos, su primer libro de poemas. Lo lejano, su segundo libro, fe publicado en Ecuador por El Ángel Editor en Junio de 2015. En mayo la editorial Valparaíso de Granada, España, publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.