Revista Latinoemerica de Poesía

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Poemas de Julio Flórez. A cien años de su fallecimiento.



Hace cien años, el 7 de febrero de 1923, falleció en Usiacurí, Atlántico, el poeta Julio Flórez, sigue vigente como uno de los poetas más cercanos al fervor popular, tatuado en la oralidad de varias generaciones, con un gran acervo de historias, leyendas, alrededor de su figura de trashumante y poeta. Nació en Chiquinquirá, Boyacá, en 1867, y aunque estuvo marcado por una época de fuertes divisiones políticas, de dictaduras, conflictos y activo entorno conservador, hizo parte de las iniciativas y transformaciones que se tejieron entre algunos intelectuales de su época, ya que en plena guerra civil fundó La Gruta Simbólica que duró entre 1900 y diciembre de 1903, alcanzando hasta setenta miembros. Pasó algún tiempo en Caracas, fue declarado "ciudadano de honor" en México y estuvo en Madrid como agregado a la Legación de Colombia en España. Publicó nueve títulos, dos de ellos en España: Fronda lírica (Madrid, 1908) y Gotas de ajenjo (Barcelona, 1909). Fue coronado poeta nacional poco antes de morir, en su retiro de Usiacurí. Lo recordamos aquí con una selección de sus poemas más insignes:

 

 

 

 

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares...

 

 

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares,

en lo mucho que sufro pienses a solas,

si exhalas un suspiro por mis pesares,

mándame ese suspiro sobre las olas.

 

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente

rasgue las blondas gasas de las neblinas,

si una oración murmuras por el ausente,

deja que me la traigan las golondrinas.

 

Cuando la tarde pierda sus tristes galas,

y en cenizas se tornen las nubes rojas,

mándame un beso ardiente sobre las alas

de las brisas que juegan entre las hojas.

 

Que yo, cuando la noche tienda su manto,

yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,

te enviaré, con mis quejas, un dulce canto

en la luz temblorosa de las estrellas!

 

 

 

 

Flores negras

 

 

Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,

y en el fondo de esta alma que ya no alegras,

entre polvos de ensueños y de ilusiones

yacen entumecidas mis flores negras.

 

Ellas son el recuerdo de aquellas horas

en que presa en mis brazos te adormecías,

mientras yo suspiraba por las auroras

de tus ojos, auroras que no eran mías.

 

Ellas son mis dolores, capullos hechos;

los intensos dolores que en mis entrañas

sepultan sus raíces, cual los helechos

en las húmedas grietas de las montañas.

 

Ellas son tus desdenes y tus reproches

ocultos en esta alma que ya no alegras;

son, por eso, tan negras como las noches

de los gélidos polos, mis flores negras.

 

Guarda, pues, este triste, débil manojo,

que te ofrezco de aquellas flores sombrías;

guárdalo, nada temas, es un despojo

del jardín de mis hondas melancolías.

 

 

 

 

Idilio eterno

 

 

Ruge el mar, se encrespa y se agiganta;

la luna, ave de luz, prepara el vuelo

y en el momento en que la faz levanta,

da un beso al mar, y se remonta al cielo.

 

Y aquel monstruo indomable, que respira

tempestades, y sube y baja y crece,

al sentir aquel ósculo, suspira...

y en su cárcel de rocas... se estremece!

 

Hace siglos de siglos que, de lejos,

tiemblan de amor en noches estivales;

ella le da sus límpidos reflejos,

él le ofrece sus perlas y corales.

 

Con orgullo se expresan sus amores

estos viejos amantes afligidos;

Ella le dice «¡te amo!» en sus fulgores,

y él responde «¡te adoro!» en sus rugidos.

 

Ella lo aduerme con su lumbre pura,

y el mar la arrulla con su eterno grito

y le cuenta su afán y su amargura

con una voz que truena en lo infinito.

 

Ella, pálida y triste, lo oye y sube

le habla de amor en su celeste idioma,

y, velando la faz tras de la nube,

le oculta el duelo que a su frente asoma.

 

Comprende que su amor es imposible,

que el mar la acopia en su convulso seno,

y se contempla en el cristal movible

del monstruo azul, en que retumba el trueno.

 

Y, al descender tras de la sierra fría,

le grita el mar: «¡en tu fulgor me abraso!»

¡no desciendas tan pronto, estrella mía!

¡estrella de mi amor, detén el paso!

 

¡Un instante mitiga mi amargura,

ya que en tu lumbre sideral me bañas!

¡no te alejes!... ¿no ves tu imagen pura,

brillar en el azul de mis entrañas?"

 

Y ella exclama, en su loco desvarío:

«¡Por doquiera la muerte me circunda!

¡Detenerme no puedo monstruo mío!

¡Compadece a tu pobre moribunda!

 

¡Mi último beso de pasión te envío;

mi postrer lampo a tu semblante junto!...»

Y en las hondas tinieblas del vacío,

hecha cadáver se desploma al punto.

 

Entonces, el mar, de un polo al otro polo,

al encrespar sus olas plañideras,

inmenso, triste, desvalido y solo,

cubre con sus sollozos las riberas.

 

Y al contemplar los luminosos rastros

del alba luna en el oscuro velo,

tiemblan, de envidia y de dolor, los astros

en la profunda soledad del cielo.

 

¡Todo calla!... El mar duerme, y no importuna

con sus gritos salvajes de reproche;

¡y sueña que se besa con la luna

en el tálamo negro de la noche!

 

 

 

 

Resurrecciones

 

 

Algo se muere en mi todos los días;

la hora que se aleja me arrebata,

del tiempo en insonora catarata,

salud, amor, ensueños y alegrías.

 

Al evocar las ilusiones mías, Pienso:

«¡yo, no soy yo!» ¿por qué, insensata,

la misma vida con su soplo mata

mi antiguo ser, tras lentas agonías?

 

Soy un extraño ante mis propios ojos,

un nuevo soñador, un peregrino

que ayer pisaba flores y hoy... abrojos.

 

Y en todo instante, es tal mi desconcierto,

que, ante mi muerte próxima, imagino

que muchas veces en la vida... he muerto.

 

 

 

 

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

 

 

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

Nunca se satisface ni alcanza

la dulce posesión de una esperanza

cuando el deseo acósanos más fuerte.

 

Todo puede llegar: pero se advierte

que todo llega tarde: la bonanza,

después de la tragedia: la alabanza

cuando ya está la inspiración inerte.

 

La justicia nos muestra su balanza

cuando su siglos en la Historia vierte

el Tiempo mudo que en el orbe avanza;

 

Y la gloria, esa ninfa de la suerte,

solo en las sepulturas danza.

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

 

 

 

 

 

Y no temblé al mirarla! El tiempo había...

 

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había

su tez apenas marchitado; hacía

tanto... que ni de lejos la veía...

 

Vago tinte de aurora su semblante

inundó de repente, en el instante

en que me vio tan cerca... y tan distante!...

 

Las luchas interiores, no los años,

revelaban también sus desengaños,

que absortos tuvo a todos los extraños.

 

Llevaba en el regazo un pobre niño,

trémulo y silencioso y sin aliño,

pero bello, y más blanco que un armiño.

 

¡Todo lo adiviné!... y aquella hermosa

que fue hasta ayer inmaculada rosa,

única a quien llamado hubiera esposa...

 

pero que nunca a mi reclamo vino,

que me odió y en mi lóbrego camino

del desprecio glacial sembró el espino;

 

aquella esquiva flor que en una grieta

de mis ruinas nació, cual la violeta,

y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,

 

en el momento en que los rayos rojos

del triste sol de ocaso, los despojos

de la tarde alumbraban, de sus ojos

 

vertió al bajar del tren, como rocío,

un diluvio de lágrimas... ¡Dios mío!

Pero yo estaba como el mármol... ¡frío!

 

 

 

 

La araña

 

 

Entre las hojas de laurel, marchitas,

de la corona vieja,

que en lo alto de mi lecho suspendida,

un triunfo no alcanzado me recuerda,

una araña ha formado

su lóbrega vivienda

con hilos tembladores

más blancos que la seda,

donde aguarda a las moscas

haciendo centinela

a las moscas incautas

que allí prisión encuentran,

y que la araña chupa

con ansiedad suprema.

 

He querido matarla:

Mas... ¡imposible! Al verla

con sus patas peludas

y su cabeza negra,

la compasión invade

mi corazón, y aquella

criatura vil, entonces,

como si comprendiera

mi pensamiento, avanza

sin temor, se me acerca

como queriendo darme

las gracias, y se aleja .

después, a su escondite

desde el cual me contempla.

 

Bien sabe que la odio

por lo horrible y perversa;

y que me alegraría

si la encontrara muerta;

mas ya de mí no huye,

ni ante mis ojos tiembla;

un leal enemigo

quizás me juzga, y piensa

al ver que la ventaja

es mía, por la fuerza,

¡que no extinguiré nunca

su mísera existencia!

En los días amargos

en que gimo, y las quejas

de mis labios se escapan

en forma de blasfemias,

alzo los tristes ojos .

a mi corona Vieja,

y encuentro allí la araña,

la misma araña fea

con sus patas peludas

Y su cabeza negra,

¡como oyendo las frases

que en mi boca aletean!

 

En las noches sombrías

cuando todas mis penas

como negros vampiros

sobre mi lecho vuelan,

cuando el insomnio pinta

las moradas ojeras,

y las rojizas manchas

en mi faz macilenta,

me parece que baja

la araña de su celda,

y camina y camina...

y camina sin tregua

por mi semblante mustio

hasta que el alba llega.

¿Es compasiva? ¿Es mala?

¿Indiferente? Vela

mi sueño, y, cuando escribo,

silenciosa me observa.

¿Me compadece acaso?

¿De mi dolor se alegra?

¡Dime quién eres, monstruo!

¿En tu cuerpo se alberga

un espíritu? Dime:

¿Es el alma de aquella

mujer que me persigue,

todavía, aunque muerta?

¿La que mató mi dicha

y me inundó en tristeza?

 

Dime: ¿Acaso dejaste

la vibradora selva,

donde enredar solías,

tus plateadas hebras,

en las obscuras ramas

de las frondosas ceibas,

por venir a mi alcoba,

en el misterio envuelta,

como una envidia muda,

como una viva mueca?

¡Te hablo y tú nada dices,

te hablo y no me contestas!

¡Aparta, monstruo, huye

otra vez, a tu celda!

 

Quizás mañana mismo,

cuando en mi lecho muera,

cuando la ardiente sangre

se cuaje entre mis venas

y mis ojos se enturbien,

tú, alimaña siniestra,

bajarás silenciosa

y en mi obscura melena

formarás otro asilo,

formarás otra tela,

sólo por perseguirme

¡hasta en la misma huesa!

 

¡Qué importa!... nos odiamos,

pero escucha: no temas,

no temas por tu vida,

¡es toda tuya, entera!

¡Jamás romperé el hilo

de tu muda existencia!

Sigue viviendo, sigue,

pero... ¡oculta en tu cueva!

¡No salgas! ¡No me mires!

No escuches más mis quejas,

ni me muestres tus patas,

¡ni tu cabeza negra!...

Sigue viviendo sigue,

inmunda compañera,

entre las hojas de laurel marchitas

de la corona vieja,

que en lo alto de mi lecho suspendida

¡un triunfo, no alcanzado, me recuerda!



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