Revista Latinoemerica de Poesía

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Tres poemas y un cuento de Alexander Castillo Morales



 

 

 Soy Licenciado en Lingüística y literatura de la Universidad Distrital (2002), Maestro en Artes Plásticas, Universidad Nacional de Colombia (2005), Magíster en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo (2011), gracias a esta formación me he desempeñado como profesor, aunque prefiero pensar que lo he hecho como promotor de lectura literaria y en alguna medida de la escritura.  Por ello, he procurado conjugar esos aprendizajes con mis experiencias vitales  y una fuerte necesidad por  expresarme para llevar a cabo diferentes proyectos escriturales, entre los que se destaca el libro de cuentos Las Monedas de la traición, publicado en 2014 por el Instituto Caro y Cuervo. En suma, en mi ejercicio de escritura se halla la preocupación estética por abordar el alma humana: conflictiva y paradójica. 

 

 

 

11-02-03

 

Bebo tus palabras en cada sílaba

Siento tus labios palpitar.

Electricidad comunicativa...

Resortes en los pies...

 

Tras el auricular imagino tu piel sedosa

Descuelgo la luna y la pongo en tu pecho

Trozo de frío que estremece tu cuerpo...

 

Entonces te beso con todo mi sol y

... exhalas algunas estrellas

 

 

SIN TÍTULO

 

Él se muere de celos porque no llegas

Yo muero de angustia porque te vas

 

Él me odia a pedazos

y eructa púas cuando está contigo

 

lo envidio solo un poco

de noche escucho tus pasos en mis sueños.

 

 

17-02-03

 

la habitación se ha llenado de hojas

los árboles del techo cambian de piel

la luna en el centro, tiembla

los monstruos en las paredes rugen

gritan feroces, gruñen terribles

 

en el espejo lunar tu rostro tibio

las olas lunares envuelven los monstruos

mi cama-velero zozobra

en tus ojos se ahogan algunos navíos

 

monstruos, hojas, árboles naufragan

la luna se desliza bajo la puerta

tú, musa de fuego

abrasas el timón de esta zozobra

 

Las manos del asesino se deslizan

 

Por entre las rendijas de la mala hora

El brillo de la guadaña crece en sus ojos,

y como un rayo atraviesa el corredor

luz mortecina que ha dejado al descubierto

el filo de sus manos torpes para la vida y el amor.

 

-Que alguien despierte-

las manos se afianzan del silencio y avanzan

suben peldaño a peldaño

-palpitan-

el segundero expectante se deja llevar

quiere gritar,

tic -tac, tic-tac

 

-Que alguien lo escuche-

la presencia gélida del asesino

hace retroceder lentamente la puerta,

el olor a vida lo embriaga

siente el sabor de la sangre caliente

hasta que último instante de vida

se abre de par en par.

 

 ***

 

Mi novio es un idiota

 

Hacer el amor se convirtió en un ejercicio tan emocionante como cepillarse los dientes. Como él decía cuando hablaba de fútbol, se había convertido en un cotejo amistoso, desprovisto de interés. No es que sea amante de la violencia o del salvajismo. No. Es que tú no necesitas de la seducción para lavarte los dientes, simplemente colocas la crema sobre las cerdas del cepillo y los friegas hasta que crees que han quedado limpios. A veces ni siquiera te miras en el espejo. Qué importa el cepillo, no miras qué tiene de nuevo, o acaso te detienes con el aroma de la crema. Todo se convierte en una mecánica amistosa y necesaria.

 

La noche de ese lunes, en la que mi novio saltó de la malla de la cancha de fútbol para suicidarse porque le abandonaba, lo conocí. Son muchos elementos en una oración, pero esa es la subordinación de un solo instante en que las cosas cambian. Él, amante del fútbol, de las películas de acción, de la juerga y de sus amigos, perdió el control cuando le dije que ya no lo amaba, que las cosas se habían ido por un camino que ya no tiene retorno. Se extrañó un poco. En el fondo sospechaba que algo o alguien me habían hecho cambiar. No creo que haya sido así; sin embargo, había dejado de ser el hombre al que ansiaba. Quizá nunca lo ansié, pero hice mi mejor esfuerzo. No quise hacerlo, pero me obligó a decirle que ahora podría ser mi hermano, que no le deseaba como hombre, que le deseaba lo mejor.

 

Cómo me encantó cuando lo conocí, su voz que rozaba mis cabellos y se colaba por el pabellón de mi oído. Casi podía sentirla lamiendo mi tímpano. Mi novio en el piso con la cara lastimada y algunas fracturas, y él diciéndome que no me preocupara, que todo iba a salir bien, que él se recuperaría, cuando no estaba pensando en mi novio. Le miraba su boca, mientras su voz me recorría. Fueron instantes mínimos pero maravillosos. La voz más sensual decía que no moriría. Eso me alivió la culpa. Pues en el fondo él se había arrojado al piso por demostrarme su amor. Un acto estúpido, dijeron los policías. Un acto que para mí fue maravilloso, al tiempo que cruel, pues si no lo hubiese hecho, yo no le hubiese conocido. Él, que recelaba en que yo tuviese otra persona, se había encargado de configurar los hechos que me harían conocerla.

 

En la ambulancia lo estabilizaron. La contusión craneana y las fracturas no eran algo sencillo. Mira, ya estoy hablando con propiedad médica. Él me tomó la mano. Al comienzo pensé que era mi novio que se estaba despidiendo o algo así. Pero pronto su voz llegó a mí, me arrullaba para que estuviese tranquila, decía que no era tan grave como se veía. Luego me dijo que se llamaba Erick, un nombre poco común que termina de golpe. Cuando lo pronunció, esa ere intermedia con esas vocales vibró en su voz y me hizo poner la piel arrozuda. ¡Mira lo cursi! Quise besarlo. Eso hubiese sido criminal con mi novio que apenas parpadeaba y me miraba con cara de idiota, y a esto sumado la nariz destrozada y una fuerte contusión en la frente. No perdió el conocimiento, aunque eso hubiese sido mejor. Sus lágrimas, su mirada vacía, su voz seca y áspera, apenas eran un eco lejano. ¡Estaba vivo, que era lo importante!

 

En realidad yo lo acompañé al hospital por ir junto a Erick. Allí le dejaron en la sala de cirugía. Entre tanto, fuimos a tomar un café. Y con la complicidad de un lunes, día más apacible en términos de rumba, violencia y heridos, hicimos el amor en la habitación adonde horas más tarde traerían a mi novio. Esas ironías del destino tienen un guiño bastante cruel. Erick desnudó mi alma con su voz, sus historias y sus bromas. Sin darnos cuenta nuestras manos se fueron entrelazando lentamente, mientras nuestros ojos se devoraban. Cuando volvimos a abrir los ojos, nuestros cuerpos estaban trenzados en una mueca de placer. Yo tenía el cuerpo cubierto de sudor. Él también. Estábamos enjugados el uno del otro, en un largo abrazo. Quise pensar que nuestro sudor era la sangre que se mezclaba y se fundía en un pacto de nunca jamás. No tenía culpa, ansiedad, afán, estaba en el punto más alto del mundo, desde donde todo se ve ajeno y tranquilo. Era feliz. ¡Y sí, soy cursi, y qué!

 

Las visitas al hospital se convirtieron en un lugar común. Entraba radiante de alegría a la habitación. Allí, disimuladamente en la mesa de noche encontraba alguna nota. En realidad, aquello era romántico y atrevido. Un pensamiento, una canción, un poema, siempre algo mágico para volar. Y él, allí, pidiéndome perdón y yo rogando para que no se recuperara tan rápido. Me hablaba de los viejos tiempos, que ya ni recuerdo. O si lo hago, no me importan. Sin embargo, le miraba y sonreía. No con crueldad o algo de maldad. Pues él había sido el gestor de nuestra magia; gracias a su locura suicida lo conocí. Lo escuchaba decir y decir como si no supiera su siguiente argumento. Bueno, sus disculpas, sus sueños, nosotros, todo lo sabía y no me interesaba. Creo que no lo veía. Me hubiese contrariado reconocerle.

 

Mi novio, un muñeco herido al que visitaba con abnegación. ¡Ja, vaya ingenuidad! ¿De verdad pensaba que estaba loca de tristeza? Como quiera que sea, sirvió de excusa para ir cada día al hospital. Y para hacer soportable su presencia le hablaba como lo hacía cada noche con Erick, cuando estaba desnudo sobre las sabanas y me miraba sonriente y atento. Esa tarde tomé la palabra y le conté una de las historias que me contaba mi padre cuando era niña. Así, cada día frente a mi novio borroso, relaté una historia al Erick ausente, que de vez en cuando se asomaba tras la ventanita de la puerta y seguramente sonreía. No podía darme cuenta, debía disimular pero sabía que iba a la habitación porque mi piel se encendía; eso es algo como un sexto sentido.

 

Y cuando él se recuperó las cosas ya no fueron iguales. Erick se fue haciendo también borroso. Ya no nos veíamos en el hospital, sino en su apartamento, en mi casa o en algún hotel, con el consabido resultado: nada era lo mismo. Me hacían falta las camillas, el olor a alcohol, el blanco de las paredes y de los tendidos, el palpitar mecánico que dice que aún estás vivo y las sirenas angustiadas. Cómo me encantaba hacer el amor mientras recorría la habitación con la mirada extasiada en cada cosa médica. También me encantaba hacerlo en una que otra ambulancia. Pero lo que más me hacía falta era la cercanía idiota de mi novio, su lloradera, sus promesas que yo rememoraba al hacer el amor con Erick. En realidad, no me excitaba su dolor, si no sentir cómo se derruía en ruegos, lamentos y sollozos. La combinación entre la flaqueza estúpida y la aventura furtiva me hacían hacer el amor con amor y con hambre voraz. Ahora con tristeza he de admitir que Erick se ha venido convirtiendo en una copia de mi novio, acaso como si nuestros cuerpos se hubiesen vuelto de tela.

Ahora solo quiero saber cuándo tomará la decisión de saltar. ¡Tarde o temprano lo hará!

 

(Este cuento apareció publicado en el libro Las monedas de la traición, en 2014, Bogotá: Instituto Caro y Cuervo. Imprenta Patriótica. Pp.41 – 46)

 

 

 

 



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