En la bahía
EN LA BAHÍA
«He conocido el silencio de las estrellas y del mar,
Y el silencio de la ciudad cuando calla»
Edgar Lee Masters, Antología de Spoon River.
Para Catalina.
En la bahía vivía antes una tribu de seres amarillos procedentes del cielo, pero se fueron extinguiendo.
Ahora, sus habitantes son otros:
Un judío que duerme en la playa custodiado por los cangrejos.
Una mujer acosada por los años que le pone doble cerrojo a sus recuerdos.
La sombra de James Joyce atrapada en una estatua.
Un anacoreta, que si le preguntan, durante horas habla de sus hijas que viven en París y que según él todo el mundo conoce.
Oscar Matzerath que juega a las escondidas con los turistas.
Una familia de freaks, náufragos de circo que cultivan hortalizas en el vientre de una canoa.
Ahora, el lecho coralino es un desierto blanco.
Los peces se han ido.
Un caballito de mar atrapado en un anillo de plástico, grita: «No los perdones, porque saben lo que hacen y no les importa».
Nadie responde a su grito.
Al amparo de estas aguas germinan niños de chocolate. Todos se llaman John Steinbeck y se crían en el fondo del mar, buceando.
La noche de la bahía se ilumina con las perlas que ellos llevan a sus casas, esferas brillantes que tienen el tamaño de una pelota de béisbol.
En la escuela estos niños ocultan sus branquias bajo la camiseta, pero no pueden evitar el ahogo.
La profesora de español tiene los ojos verdes. Viste polleras estampadas de girasoles y se pasa las clases leyendo novelas de Julio Verne. Sus alumnos, acosados por el calor, se quitan los zapatos y dejan a la intemperie sus aletas, pero ella no se da cuenta.
El mar se fatiga con la basura.
Una mancha de aceite se apodera de la superficie.
Un vacacionista se lanza desde un avión, cae en medio del aceite, y nada como pez en el agua.
En el faro abandonado vive un hombre viejo. Una mesa de cocina y el póster de una película protagonizada por Jessica Lange, son el único mobiliario.
En las noches se le escucha cantar una tonada que habla de cuando Nueva Orleans no era una ciudad submarina.
El agua sufre.
El caballito de mar flota entre los sargazos.
Llega el verano y el lomo del Nautilus se confunde con el canto de las ballenas jorobadas.
El capitán Nemo bebe daiquiris con las muchachas del malecón. Ellas mueven los brazos y en los aros de plata de sus muñecas suena una música de otro mundo.
La profesora de español es una de estas muchachas. El capitán Nemo ha quedado atrapado en sus labios, y ella lo luce como si fuera un piercing.
El cartero va hasta el faro, llama, pero nadie le abre. Aprisiona una oreja contra la puerta y escucha una voz que dice: «Yo aporreé a Jack McGuire, antes de que sacara la pistola con la que me mató». Llama otra vez, y nadie le abre.
El agua se estrella contra los acantilados.
Gime, y se estrella otra vez.
Una mujer holandesa recostada en una hamaca de algodón acaricia la cabeza de su hijo, una y otra vez, hipnotizada por la sensación que esos crespos dejan en sus dedos.
Al otro lado de la colina, desde el patio de una casa que ya no existe, un hombre negro los mira con amor.
Y mientras tanto llega la última luz de la tarde, y el océano se traga un inmenso sol rojo.
Carlos Castillo Quintero
De: “Noches con cerrojo”
La Castellana, diciembre 30/2016