La poesía por la paz
Esta muestra de poemas es una voz tejida por jóvenes poetas colombianos, palabras que reflexionan o se sientan en el conflicto armado y la violencia, y que tienen la intención de perdonar pero nunca olvidar quienes somos y de dónde venimos. A partir de ahora, no podemos ser los mismos, no podremos escribir de la misma forma. También la poesía debe servir como memoria de la historia:
CAMILA CHARRY NORIEGA
(Bogotá, 1977)
SEGOVIA
Los perros también se acercaron
pero el hedor los alejó,
a ellos, que han aprendido a destilar de lo amargo
el amable vapor de la belleza.
El cuerpo ladeado se entregaba al abismo
suspendido de una rama
sus pies se sacudían bellamente
la cabeza inclinada hacia los ojos de sus padres
parecía vieja, aguerrida
en ese cuerpo hinchado y extraordinariamente joven.
Abierto el vientre dejaba ver la sangre seca que retenía
los órganos
como una mueca generosa de la muerte.
Los padres se balanceaban abrazados
tristísimos sobre sus propios pies;
bailaban al ritmo del cuerpo que pendía de la rama.
ALEJANDRO CORTÉS GONZÁLEZ
(Bogotá, 1977)
AYDALA
En memoria de Daladier Arismendi “Dala”, (1975 – 2014)
Fueron ellos quienes trazaron en tu cráneo los caminos del Huila en oleajes de hierro
Fueron ellos quienes ataron tus manos con pedazos de cuero de tu primer tambor
Fueron ellos quienes hicieron que tu cabellera bailara separada del resto del cuerpo
Fueron ellos quienes te abrieron nuevas bocas y allí guardaron la baba de su risa
No fue un robo
Fueron ellos
Firmaron su sevicia con tu sangre en las paredes
y se alejaron en la nocturna fosca del domingo
Degollaron al ruiseñor y tú en tu cántiga
Mutilaron la flor y tú tan espina de crisálidas
Cosieron tu boca para el grito, no para el canto
En el filo que destaja al mundo suena un tambor de manos atadas
Te lloran el Rin y el Magdalena
Tu madre envejeció veinte años de lágrimas
Agua apozada en erizos de cuarzo
Nadie ve ni oye las pisadas de las botas de caucho que apagan la hoguera entre las montañas
Nadie
Pero fueron ellos
Ay Dala
Aydala
Tu nombre se ha unido a la herida
Fueron ellos
Los que se nombran con escupitajos de sierras eléctricas
Los que ya nadie quiere ver ni oír
Porque hoy quieren cantar
Porque hoy todo es canto
Y el recuerdo de la edad febril que nos hermanó entre casetes y polvorines
Ángel de cristo negro Señor de Etiopía cielo que se mira en lo profundo de la tierra para acogerte en un batir de sombras
Hoy todo es canto
Y tambores de manos atadas
Las voces de tus hermanos bordan con hilos de sangre
banderas sobre tu féretro.
HELLMAN PARDO
(Bogotá, 1978)
MAPIRIPÁN (LOS PLIEGUES DEL AGUA)
No es el golpe invernal de árboles dolidos
que tropiezan con la noche
o el rencor de las luciérnagas cuando naufragan por el aire
y llevan a media asta las alas húmedas de abandono.
No es la fatiga del valle
tardío arrepentimiento de cuchillos jubilados.
No es el hambre
o su llanto en el estómago.
Asciende una fiebre imperturbable
en aguas solísimas.
Es el río Guaviare
madre
su aguacero
estanque de cuerpos condenados
donde lavabas y herías la ropa contra las piedras de tus pechos.
SAÚL GÓMEZ MANTILLA
(Cúcuta, 1978)
LA MEMORIA DE MIS MUERTOS
Cada noche me persigue
la memoria de mis muertos,
aquellos abandonados
invaden mis pensamientos
y me invitan a pasear
por la extensión de sus cadáveres,
sus bellos rostros agusanados
sus esbeltos huesos color marfil.
Me visitan los suicidas
risueños
soñadores,
amigos que sucumbieron
intactos en su silencio.
Llega la procesión de familiares
envueltos en su soberbia
ocultando lo que todos saben
jugando al lamento
al encuentro con su olvido.
Los últimos en llegar
son los amigos asesinados,
balas que todavía zumban
impactan en mi pecho
desangran corredores
vastos caminos en mis sueños.
Cada noche me persigue
la memoria de mis muertos
agujas en espera de una cita.
JOHN FREDDY GALINDO
(Bucaramanga, 1978)
2.
Los amantes sueñan con el vivo perfume del trópico. Un río lento, Magdalena silenciosa, lava mi voz y la luz se cuela por entre las tejas de zinc como una música, sí, como la lengua de esta gente que cortó nuestras cabezas, de esta gente que mutiló nuestra esperanza. Emerge entonces la palabra de estos suelos cundidos por la sarna. Ahora solo quiero mirar lejos, lavar la culpa, el sosiego de una madre muerta que cuida su rebaño. Se empoza la piedad, le salen alas a la rabia, alas grandes y extraviadas, hechas del llanto del charco y el caimán, del cuerpo muerto que fue un barco, una tormenta, el musgo y la quimera, la tristeza de los cerros quemándose, mucha lluvia éramos y éramos tan solo otra música lejana.
FREDY YEZZED
(Bogotá, 1979)
CARTA DE LAS MUJERES DE ESTE PAÍS
Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos,
escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna ilumina
los metales y las pompas de jabón. Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles.
Todas nosotras estábamos allí. Nos dejaron vivas para que pudiésemos
decir las manzanas podridas. También para que susurremos
mientras gotean nuestros dedos: “No nos arrebataron el amor”.
Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón.
Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro.
El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”.
Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el dolor,
el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos.
Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina
bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre.
Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras las que cargamos
las carretillas de lodo de un cuarto al otro.
Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando.
No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio.
Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas
para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos.
Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas.
La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer.
Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”.
Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos.
Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el alma.
Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos.
Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma
el amor. Aquí estamos las mujeres de este país
con la luna entre las manos.
ELA CUAVAS
(Montería, Córdoba, 1979)
CARTA I
Para John Carrillo
No des más vueltas a la rueda,
estuvimos mucho tiempo
vagando por el bosque.
No nombrar fue nuestra esencia;
la metáfora es más engañosa que el sueño.
Fuimos sangre, fuimos espada.
Lo destruimos todo.
Ahora nos toca juntar los huesos.
MIYER PINEDA
(Tunja, 1979)
RÉQUIEM
Hay una hora del sueño en la que todos nuestros muertos nos recuerdan, nos ponen bajo el yugo del herrero y nos hacen otro eslabón de su cadena.
Andrajosos, ellos caminan con nosotros, van heridos, enfermos de la noche.
Pero hay una hora de la muerte en la que no se sueña.
En ese momento se acercan a nosotros todos los habitantes de ese reino, nos observan como a esa parte de la brida que salpica a veces por fuera del camino.
Esa es la hora de la fúnebre música. El momento en el que todas las larvas dormidas en nosotros (ya la noche las despierta) salen heridas, enfermas de la noche; son la plaga que azota como un jinete del Apocalipsis, son el río que sirve de tumba a Emil y Lady Marion (recorren su cuerpo, lo acribillan).
Esa es la hora del ángel, el que desaparece todo con solo un parpadeo.
ANGYE GAONA
(Bucaramanga, 1980)
BÚCAROS, CUMBIA
Como solías dedicarte
al dibujo de letras
te expulsaron del colegio
ahora nos quedan las paredes
para garabatear
Los muros hablan
dan consejos
los muros responden firmes
Porque solías holgazanear junto al estadio
te dispararon
ahora nos quedan los bombos
para protestar
los bombos y las trompetas intimidan
abren heridas
los bombos no dejan descanso
Nos queda la cumbia para entendernos
ANDREA COTE
(Barrancabermeja, Santander, 1981)
SIEMBRA TRISTE
No salgas al campo vacío
todo sembrado por debajo
del dolor todo.
No bebas el agua de los ríos
porque debajo
duermen
las ciudades extraviadas.
No mires de frente a los árboles
porque ellos están humillados
y ocultan sus rojas raíces en los hoyos del aire.
No salgas al campo
y las piedras no hablarán de su sed
y la selva no será odio
y la aurora no será horror.
No salgas y no habrá otro espanto
que el de este
redondo fondo sembrado de lo muerto
donde aún
ahíto
y diezmado,
te amenaza el amor.
JUAN CAMILO LEE
(Bogotá, 1982)
XI (EL NIETO)
Alcancé a hurgar en los secretos
del destino. Metí el dedo en la compota
de la muerte, y maté, y probé
su denso sabor, su oscura reticencia,
para asegurar los negocios del abuelo
allá por las montañas.
La muerte es apenas
un chico recipiente, un cauce
impreciso, un borde
innecesario.
Lloré mi primera víctima, y desde ese día
me hice adicto
a la perica:
dos líneas blancas lo silenciaban
todo
cada vez que sonaba el suplicarme
por la vida
entre los oscuros
matorrales de la memoria,
-como sonaba el cerdo los domingos
ultimado por el puñal de la familia-.
Ya, aquí, entre
todos los que fuimos, sabemos que no hay nada
más valioso
que aquello que negamos
al atravesarnos frente a la víctima
-como vidrios transparentes-
en el tierno vuelo de su destino.
Nada más turbio que la duda -erosionada
por la honestidad de la tumba-
de haber sido
héroes o ángeles.
CAROLINA DÁVILA
(Bogotá, Colombia, 1982)
HOMBRE QUE AMENAZA RUINA
Mira por la ventana
El sol podría morir esta tarde - piensa
Olvidó
que remendaba sus medias
las de sus hermanos, medio hermanos y hermanastros
que escuchaba el canto de los pájaros
mientras recorría los caminos
con destino a la plaza, a la iglesia y al mercado
(Ocupaciones más dignas nunca tuvo)
por lo que pasó después,
por lo que si recuerda
el hombre se levanta
firmo a ruego – dice
y se da por notificado
HENRY ALEXANDER GÓMEZ
(Bogotá, 1982)
MEMORIAL DEL ÁRBOL
Nos susurra el viento su nostalgia de nieves
y el copetón tañe su silabario de alas.
Qué silencio es mi corteza,
y mis raíces
tejiendo la sangre de un sueño.
Hay en las rocas una sed de tormenta.
De mis brazos cayó la hoja
con la que un hombre descalzo
cubrió su sombra.
Se ha roto las muñecas golpeando mi silencio.
Mi inconmovible reposo le ha dejado
una herida imposible abierta al crepúsculo.
Ráfagas de orquídeas a las orillas del lago
expanden la soledad del abejorro.
Dos niños olfatean una bolsa de huesos.
Un bramido,
es una piedra que expira en el agua.
LUIS ARTURO RESTREPO
(Medellín, 1983)
HERENCIA
Grítales a los niños que junten la ceniza
y la siembren.
Giorgos Seferis
Nos fue devuelta la tierra que antes era de nuestros padres. Nos fue devuelta pedazo a pedazo. Toda sobre la frente que carga con el aullido de la muerte.
Madre yace, suponemos, bajo la hierba que se seca entre el sol y la ira.
Padre, según nos han dicho, padece aún la repartición de sus miembros y en las noches sin luna implora por encontrarse.
Nos fue devuelta la tierra que antes era de nuestros padres. Intentaremos remover cada raíz que se ata al pasado. Después de recoger la nueva siembra, dejaremos los surcos abiertos. Nuestros pasos en los suyos, se encontrarán codiciando la sangre.
FADIR DELGADO ACOSTA
(Barranquilla, 1984)
PROCESIÓN DE GOTAS
Llueve
y es una lluvia que cae en silencio
sin palabras
Sólo cae en su soledad
En su terrible y sonámbula soledad.
Ni siquiera logra despertar a los techos dormidos
Ni siquiera logra el ladrido del perro
Ni siquiera logra pronunciar un nombre.
Es una lluvia que cae muerta
Sus gotas son espíritus
sombras de otras sombras
sombras de otras gotas
Ve y levanta sus muertos
Ve y levanta los muertos de la lluvia
que saltan y se le pegan como ácaros
a la calle
a la adolorida y farsante calle
y
la calle no es más que un sepulcro
que le toca tragar muertos y más muertos
muertos que no pidió
muertos que no le importan
que no necesita
que la buscan como el último lugar para quemarse muertos
Hay una lluvia que se vuelven sortijas en los dedos o peces
sobre el tejado
que se estacionan en los ojos para espantar la lágrima para curar los cristales
los ebrios y
filosos cristales.
Pero eso que cae afuera
Eso que cae es sólo una procesión de gotas
Hilos fúnebres de gotas
que nos arrojan a la cara
que nos echan en cara
todos nuestros muertos.
FERNANDO VARGAS VALENCIA
(Bogotá, 1984)
EL SALADO I
"Los paramilitares que hace nueve años participaron en la masacre ocurrida en El Salado (Bolívar) obligaron a varias mujeres a desnudarse y bailar delante de sus esposos o padres, que después fueron asesinados". (Periódico El Tiempo)
La vergüenza de bailar
ante tantas miradas.
La vergüenza de mi piel desnuda
cuarteada por las sombras
de las aves tuertas.
El miedo que eriza mis senos
y que me hace temblar.
No puedo bailar así,
no con este olor a pólvora
y a muerte pospuesta.
Sé que voy a morir
y no quiero hacerlo bailando.
Mi madre me enseñó la danza
como juego de cortejos.
Nunca me habló de esta preñez fúnebre,
de esta sensación de terrible soledad sin música.
Este ejército de hombres
va a arrojar la rabia en cualquier momento.
No puedo, no quiero bailar
si la música es un golpe de luz
en la boca abierta de la noche.
Las ráfagas prometen venir pronto
y me parece demasiado impuro
recibirlas danzando.
No, no quiero bailar desnuda
si mi padre me observa.
SANTIAGO ESPINOSA
(Bogotá, 1985)
MARCHA DE LAS AUSENTES
Las madres de mi país
cargan la foto de su ausente.
El que escondía los libros y ahora se esconde,
empaña los retratos;
la que esperaba caballitos del diablo en la ventana
y una sombra;
el que siguió bailando hasta el final del tiroteo.
Rostros sin nombre. Las huellas olvidadas de una marcha.
Cargan las madres sus ausentes,
atravesando el silencio de plazas y desfiles,
pero quién carga estas ausencias con su marcha,
la que limpia el retrato en las mañanas sin término;
la que apagó todos los radios para siempre;
la que sigue observando caballitos del diablo
pero no espera amigos ni retornos al final de la jornada.
Las madres de mi país,
nombres sin retrato,
doblemente solas.
JORGE VALBUENA
(Facatativá, Cundinamarca, 1985)
PLEGARIA SIN DEUDO
Don Arturo no existe ni su piel ni su soledad ni sus temblores opacos
Don Arturo mira la gente llegar y se resigna a lanzar las mismas monedas al abismo
Vino de la tempestad
Lejos de hoy hubo un cielo mezclado de olvido y llovía olvido y las sombras se marchaban se negaban a cuidar los ciegos andamios del tiempo
Se trataba allí con aguaceros indomables
Cuando llegó pensaba que era como retornar Viajar en condición de noche desierta eclipse moscardón tras la rendija
Huía con su traje oscuro por los bosques talados Urdía cifras inhóspitas entre el pavimento y el lodo Su huella era un cincel entre el sendero Viajaba de sílaba a aparición a estaño
Sendero todo era un lugar equivocado
Miraba por la cornisa del viento Humo florecía por las orillas de su ayer Humo pesado
Tranquilo vigiló las cuatro paredes de su hoguera El corazón sin cardos que oponer a un viejo abrazo de resina
¿Y el miedo y el foso y el ruido y el ojo y el trigo y el rezo y el rumor?
Ordenó uno a uno los escaparates de su ira y sembró allí agujas hilos sorbetes de limón sombrillas libras de sal y panderos compotas palillos miel de calma miel de alivio juramentos a seiscientos el color
Alta es la ventura de su soga Entre un temblor y otro acumula monedas como alpiste Y se deja inventar por los trazos del día Empaca coliflores al rezago
La tarde lo descubre en su vigilia
Miran todos los viejos habitantes su demora Ha aprendido a tardarse un poco más y lo hace con minucia
Toma su pedido mira a los ojos pesa los sacos mira los labios suma recibe el pago mira las manos los brazos se despide mira la voz
Cada uno se va con su pasado ebrio de urgencia a su hogar nadie sabe del lugar dónde guarda Arturo los retratos
La tierra en la que brotan sus manos astilladas
Casi nunca amanece Casi nunca
Las cuentas encandilan
De noche la sal es solo un canto estacionado
YENNY LEÓN
(Medellín, 1987)
NACE la noche bajo el agua
su incendio
—perlado por la muerte—
devora las fisuras del río
se entreabre la mañana
cabe el mundo en un instante de hierro:
la realidad es el temor
a la perfección de la luz entre los escombros.
JUNIOR ADILSON PANTOJA
(Palmira, Valle, 1989)
AMOR FATI
No quiero hacer la guerra a la fealdad
Friedrich Nietzsche
Además de apartar la mirada
como gesto de apacible negación,
hundo mi pecho en un latido
que me escarba y se desplaza
más allá de la violencia.
Todo cuanto hemos sido
se descubre en otros nombres
y otras razas parientes de los astros.
Deviene del afecto
este dolor ajeno
que me presta una razón
para decir que en mí
también el carpintero picotea
el árbol del ahorcado.
Leve acercamiento
al tiempo que madura
para dividir a la manzana
en dos mitades:
En la primera mitad
mi voz encuentra el eco;
en la segunda mitad
mi patria encuentra al hombre.
OMAR GARZÓN PINTO
(Bogotá, 1990)
UNA VEZ LLOVIERON FLORES EN EL ARO
Varios hombres pasaron por mi lado caminando.
Yo los saludaba con mis manos infantiles.
Hombres altos de mirada fiera gritaban en el pueblo.
Yo les saludaba con mis manos infantiles.
Gritos y destellos asaltaban las casonas.
Yo tiraba flores que el viento se llevaba
mientras la tormenta terminaba y los chulos emprendían su vuelo de partida.
Varios hombres pasaron por mi lado para abandonar el pueblo muy despacio.
Yo los miraba mientras llevaba mis manos a mis codos contra el frío.
Uno de ellos me empujó. Caí, pero me levanté
y le arrojé una rosa, un clavel y un crisantemo.
Él, a cambio, me sembró una bala en la mitad del pecho.
Pero aquí estoy.
Y si ese hombre fuerte de mirada roja volviera a empujarme un día
una vez más yo le arrojaría una rosa, un clavel y un crisantemo
sin importar que una vez más me siembre la muerte en un pulmón
porque una vez más la vencería y le arrojaría otra y otra y otra flor
a ese y a otros cientos de señores que de cuando en cuando arrasan con los pueblos.
Una rosa, un clavel y un crisantemo cuantas veces sean necesarias
hasta que el peso de las flores en sus botas no les deje seguir andando
no les deje seguir gritando, no les deje seguir matando.
DANNY YESID LEÓN
(Bucaramanga, 1990)
MONÓLOGO DE UN VETERANO
He vuelto de la guerra
con tres costillas rotas,
con las cicatrices de la pólvora,
con ojos extraviados por el miedo
y manos temblorosas.
No sabría decir qué me queda ahora
de lo que antes fui.
Sé que la sangre no es la misma
ni la vida que pende de mi aliento.
Sé que las pesadillas me rondan
y son mis muertos en busca de venganza.
Ellos tienen la carne incorrupta,
los huesos hinchados
y un aliento de insepultos,
de cuerpos ateridos a las vestiduras,
manchados por el sol
y picoteados por los carroñeros.
Ellos buscan beber el agua turbia
de mi cantimplora,
buscan extraviar las municiones,
atascar mi fusil.
Quieren verme perder la esperanza,
rendirme a su muerte,
a su muerte que es tan mía
ahora que he vuelto
y veo el mundo con ojos de mortal.
Pero yo no decaigo con sus voces.
En las noches despierto preso de las fiebre,
enciendo la lámpara,
busco las cartas de mi madre
y curo mis heridas con sus palabras.
Mi madre sabía que lo único que volvería
de la guerra conmigo, intacto,
serían sus palabras, ese silencio
que ahonda la boca de mis muertos
cuando más los escucho.
LAURA CASTILLO
(Bogotá, 1990)
DESPLAZAMIENTO
A las tejedoras de Mampujan
Tras el golpe de omisión
en el vientre de la tarde
Mampuján anochece
con un terco afán de dormir.
No hay tiempo,
susurran doce cuerpos en los labios,
hay que cargar hamacas y vasijas,
hay que dejar que la hierba seca
sea el huésped que habite en casa,
hay que silenciar.
Lejos,
en lo profundo de una habitación,
aguarda una mujer peregrina
entre los hilos y retazos que convergen en sus manos.
Tejer es su forma de nombrar
la ausencia de arraigo
en las punta de los dedos.
JUAN AFANADOR
(Bogotá, 1992)
DESDE LEJOS SOLO PUEDES PREGUNTAR
¿Es lo mismo contar cuerpos
que contar piedras en la noche?
¿Ese gesto concentrado del conteo
—pieza por pieza —
es igual?
¿Es la misma luz
de la linterna
la que alumbra al cuerpo y a la piedra?
Y si se lanzan al agua,
¿se hunden igual?
Y si uno de los cuerpos no aparece,
¿es la misma ausencia que causa una piedra
cuando no está en su lugar?
SANTIAGO OSPINA CELIS
(Bogotá, 1993)
EL FANTASMA
Ese hombre que ves ahí, agazapado
sobre una piedra blanca y enorme,
mirándose en las aguas del río,
es un fantasma.
Por ahora
le corta la barba al otro,
al hombre que lo mira
desde el fondo del río.
Pronto
el fantasma caminará la selva
y la hierba no se doblará bajo su paso
y en su voz
bailarán las luciérnagas.
Escuchará a los árboles
y se sorprenderá
de que digan: “Hemos devuelto nuestras hojas”
y no: “Las hemos perdido”.
Algún día encontrará la casa de su madre
y pasará las hojas
de la biblia abierta en la habitación de cortinas cerradas
y dejará su ojos
en los retratos ennegrecidos.
Ese hombre que ves ahí
es un fantasma.
Podrán dormir a salvo los asesinos,
sin temor a que el fantasma los busque en la penumbra
porque él
no conocerá sus nombres
ni el peso terrible de su sombra.
El fantasma y la luna.
Ambos manchan con su rostro las aguas del río.
El otro hombre
mira al fantasma desde el lecho del río
con la parquedad de quien sabe
que cada mirada
a los que amamos
siempre es una despedida.