36. Juan Carlos Acevedo Ramos
Nota y selección por Jorge Valbuena
Las palabras también se asoman al tiempo con diferente rostro, como fantasmas que divagan en nuestro silencio. A diario las alimentamos con las sombras del pasado, y adquieren su humanidad de canto sumergido. Así es la poesía de Juan Carlos Acevedo Ramos (Manizales, 1973), un lenguaje que ronda sus propias huellas, espectros de sus huellas, que reúne para trocarlas por reflejos. Escribe con una voz intimista, prestando la voz a los ecos que ha dejado su camino, no es el absoluto protagonista de sus versos, se desplaza por sí mismo como por una silueta de otro ahogo, hasta crear una orilla donde encallen sus apariciones.
Juan Manuel Roca afirma sobre su poesía: ¨Es la lucha porque esas palabras que lo habitan, como lo hacen sus ¨huéspedes secretos¨, salgan de sí y traduzcan su adentro, como si el poema fuera el estímulo, la ganzúa, el señuelo, el anzuelo o la llave que extrae del silencio esas voces, esos vocablos que guarda como preciados amuletos.¨
Aquí una selección de poemas de su libro: Los huéspedes secretos (2014).
FANTASMA DEL VIENTO
Bajo la sombra tutelar de la nostalgia
veo una mano, un cuerpo arqueado, otra sombra.
Me reconozco en medio de la sala
y pienso entonces en días más felices.
Me descubro siendo el mismo hombre
que nunca ha volado y jamás cruzará el mar.
Soy un aprendiz de la luz y el movimiento,
apenas un hombre de provincia
que no puede hablar de altos edificios,
de luces de ciudad,
y elegantes prostíbulos con olor a menta.
Se muy bien que las autopistas
y los vendedores de marihuana me son ajenos
y el ruido ensordecedor de la guerra me es propio
porque mis huesos hacen parte de este país de ausentes.
No conozco las montañas
ni puedo distinguir los nombres de los árboles.
Soy de pueblo,
apenas salgo al traspatio de la casa
a ver en las cuerdas de la ropa
una gota sujetarse a la vida.
Mi viaje más largo ha sido a la Plaza de los Negros
donde gentes pobres venden cuerpos y maíz.
Conozco, a ojo cerrado, los callejones de la Plaza de Mercado
sé a qué huelen pisos y paredes
y puedo entrar de espaldas en la vieja biblioteca.
Soy un hombre encerrado en sus palabras.
Prisionero justo de mis miedos.
Emperador del polvo, del silencio, del ayuno.
Tomo aguardiente en cantinas
donde mi padre sentiría vergüenza
y juego el juego ruin de los reproches.
He dejado el alma en un camastro
y he besado a la belleza en los tobillos.
Soy un hombre simple
que amenaza al odio con palabras,
que sale cada día a quitar las vendas a los muertos,
a curar heridas en los brazos de mis hijos,
a limpiar cuchillos que manchan las calles
de este triste barrio de provincia.
Estoy aquí
bajo el dintel de mi puerta -sin cerrojo-
sin más amuletos que estos versos,
ofendiendo los recuerdos,
escuchando un coro de ángeles que desconozco.
Estoy aquí -Fantasma del viento-
observando en los alambres del patio
una gota temblar mientras se sujeta a la vida.
EL ÚLTIMO SHOGÚN
Haber sido otro
el hacedor de espadas
que templó el acero en la catana
para que cada hombre escribiera su historia
El viejo calígrafo
quien enseñó:
en la palabra espada
ya está hecha la espada
O
el arquero del Emperador
quien sentenció:
antes de disparar
en la punta de la flecha
ya está el corazón del tigre
Ese guerrero que de un tajo
dividió las almas de los hombres libres
que nacen a orillas del Shinano
El Kamikaze, un viento antiguo,
que nos salvó de una invasión
al hundir los barcos del bárbaro Gengis Khan.
Quizá
el viajero que llevó consigo
los secretos de una extinta dinastía
y esparció sus cenizas en el Mar Oriental
El humilde artesano de Tokio
que en su pecho apretó la cabeza de su hijo
antes de enviarlo a morir
en la Guerra del Silencio
Mi destino era otro
fui llamado Kimitake o Príncipe Guerrero
y no conocí el olor de la muerte
ni su rostro en el campo de batalla
Mi discreta labor
construir una revolución de mentiras
defender a mi país a través de la palabra
y escribir por ejemplo:
La vida es un baile
en el cráter de un volcán
que en algún momento
hará erupción.
Ser el héroe en el seppuku
dejar correr mi sangre
envilecer la historia
fue mi tarea.
A Yukio Mishima,
Como una reverencia a su valor
SOLILOQUIO EN EL ZAGUÁN
Escuchas tocar la puerta. Afuera no hay luz.
Has estropeado en blanco tantos azules.
Tu sonrisa es un febrero de viento y sol
son tus lágrimas un puerto seguro para tu voz.
Respiras temblores
mientras bocanadas de palabras
te hinchan los pulmones.
De nuevo la puerta, tras ella la oscuridad.
Conoces la sed de un lunes arenoso
igual el café frío de los martes.
Te preguntas: ¿quién golpea?
Repites cada sonido en la memoria,
piensas en la oscuridad,
y quieres suponer
que si existiera luz alguna
tocaría tu puerta.
(Como si la luz tuviera la manía
de llamar en cada casa).
Regresas al silencio de la almohada
y aceptas los años acumulados bajo la cama
… esos golpes los conoces:
La soledad vuelve.
Tú nunca partiste.
TRÍPTICO
I
Uno se encuentra en medio del bosque
o dentro del metro
y piensa que afuera –en el sendero- está oscuro,
o que en la calle llueve
y nadie llega a cortar la alta hierba del bosque.
Desesperado un huye y se niega la posibilidad de hallar
árboles con frutas o techos altos donde guarecerse.
Acorralado, con un grito que silencia el silbido
de las aves
o los motores de los autos,
uno se deja desvanecer y cae.
II
No hay tiempo para contemplar un cuerpo dormido
en medio de los oscuros pinos o a la salida
de una estación
que se llama La Candelaria.
Uno se levanta, camina y abandona la estación
mientras los vagones, como vientres de hojalata,
se dirigen al suburbio o a las ramas de los árboles,
Por donde fluye la desesperanza.
No hay tiempo para alabar, tampoco para maldecir.
La lluvia, en la calle o en la oscuridad del sendero,
nos aguarda.
Acorralado gritas y el sonido despierta las calles.
III
El óxido del día se transforma en azafrán violento,
se anuncia la noche con los colores del infierno.
Aturdido no sabes si abandonaste el bosque
u sueñas con estar saliendo de una estación.
Recuerdas las primeras horas del alba:
tu rostro rasurado,
el aroma del perfume
y unos versos que leíste al iniciar la rutina:
La amarga soledad de los vencidos.
LOS HUÉSPEDES SECRETOS
Es agosto y llueve sobre la ciudad.
Camino solo por el viejo estadio y observo
(bajo los puentes o en los parques)
enamoradas parejas que se olvidan del mundo
y eso no logra estremecerme.
Veo pasar una alegre muchacha
y su presencia no logra intimidarme.
Bebo el vino de los días
en un solitario bar del centro
donde la ausencia de los amigos es presencia.
La delgada voz de Edith,
no logra remover tanto acero de mis días.
Llego a casa
el correo trae noticias de un libro,
de la muerte de un amigo
y siento la presencia de los huéspedes secretos.
Hace meses invaden mi cuerpo, la casa,
los inservibles utensilios de la cocina.
Me niego a alimentarlos
a dejarles una hendija,
a abrirles una puerta.
Ellos ganan terreno
se albergan en las camisas,
los encuentro bajo el sombrero,
tras los cuadros desteñidos de la sala,
en las volutas del cigarro,
en rincones donde una vieja pelota
me despierta melancolías en desuso.
Cambiarlo todo:
el beso de Andrea en una plazoleta de pueblo,
el cortejo de una muchacha en la exposición de Jorge,
la triste voz de Edith,
o las alegres páginas de un amigo.
Cambiarlo todo
por patear una pelota
y sentir correr la vida
en una cancha de barrio.
Pero los huéspedes secretos
se han tomado por asalto este cuerpo
y nada puedo hacer.
AUTORRETRATO A LA MANERA DE JORGE TEILLIER
Yo también bebí oceánicamente
y busqué calor en el cuerpo de una puta.
Desperté mil veces en escalinatas y en parques
cuando el aire de la ciudad es más malsano.
Hubo noches de sexo duro,
de puños ciegos en las esquinas.
Hubo otras de fuego y agua
y de tiempo roto en los cuchillos.
Siempre estuvieron los amigos:
los de ocasión y los de hierro,
los de intereses cómodos
y los que traicionan a las ocho de la noche.
El acero de los días ya no pesa,
las noches las malgasto con mi perro.
Pocos amigos arden en las manos
cuando hoy los días son silencio.
Son más altos los árboles,
los besos de las mujeres que amé,
los ojos de los hijos
y también es alta la luz del amanecer
que rompe los huesos.
Bajo los libros veo oculta la vejez,
sobre el asfalto se hace tenue la sombra de los amigos.
Sin tropiezos veo cómo la noche devora estas montañas
y se atraganta de frío y de negrura.
Crece la ciudad mientras mi mano
dibuja sonrisas perdidas en barcos
que partieron antes de asegurar amarras en mi puerto.
TESTIMONIO DEL ABANDONADO
A mi refugio,
potestad de los años que tengo,
desciende la limpia luz de mayo,
con ella el silencio de la tarde,
las gotas de lluvia de un invierno mejor
y la memoria de las plantas
que son mi fortuna.
***
JUAN CARLOS ACEVEDO RAMOS - Manizales Colombia 1973. Poeta, ensayista, cronista y periodista cultural. Dirigió por doce años la revista literaria del Centro de Escritores de Manizales Colaborador permanente del dominical Papel Salmón del diario La Patria (Manizales) y de los periódicos Quehacer Cultural, Diario del Otún (Pereira) y La Crónica (Armenia). Es codirector de la colección de poesía colombiana Tulio Bayer y de la Colección de Narrativa Cumanday. Ha publicado los libros Palabras en el purgatorio (1999); Palabras de la tribu (2001); Los amigos arden en las manos (2010); Noticias del tercer mundo (2010); Todos sabemos que el poeta es un fantasma (2012); Los huéspedes secretos (2014); Bitácora de ciudad. Cróncias (2014)