19. Conversación con Joaquín Giannuzzi
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.Por Guillermo Saavedra
SENTADO en un sillón del amplio y austero living de su departamento céntrico, Joaquín Giannuzzi (Buenos Aires, 1924) se parece a lo que él opina de sí mismo: un hombre común. Pero esa apariencia, como la de sus versos, es engañosa. El hombre de 78 años sentado en el living de su casa, tiene la misma serena eficacia de su poesía: ambos carecen de encantos superfluos, no buscan seducir por el camino de la complacencia fácil ni del alarde de ingenio; ambos miran el mundo con una mezcla de perplejidad y desencanto pero con la secreta fe de que algo ocurrirá en él para justificar tanta desdicha. Y, mientras tanto, el resultado de esa contemplación que es la poesía de Giannuzzi ofrece el tributo de su belleza, a veces nerviosa como un pájaro encerrado en una habitación, otras veces plácida, como el aire que rodea a las cosas que hacen la intermitente armonía del mundo, pero siempre conmovedora como una descarga eléctrica. Con menos estridencia que otras voces, la de este hijo de un inmigrante italiano viene diciendo lo suyo desde hace más de cuarenta años: Nuestros días mortales (1958), Contemporáneo del mundo (1962), Las condiciones de la época (1967), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980), Violín obligado (1984), Cabeza final (1991), textos reunidos en 2002 en su Obra poética, con el valioso agregado de un nuevo libro hasta entonces inédito: Apuestas en lo oscuro, que Giannuzzi terminó de escribir dos años antes. El conjunto permite apreciar la consistencia y la singularidad de la obra de uno de los más grandes poetas argentinos, alguien que dice haber "reemplazado a Dios por Bach en su corazón"; que ama las paradojas no como un tributo al ingenio sino a la verdad, que suele ser, tantas veces, contradictoria; y que está abierto, con generosa sensibilidad, a las nuevas voces que la poesía no deja de producir en una Argentina lastimada por la crisis pero más viva que nunca. ¿Cómo fueron sus orígenes familiares y cuáles fueron sus primeras lecturas? Mi padre era obrero de la construcción, de modo que mi hogar era muy humilde. Allí no había libros. Ni siquiera papel para escribir o dibujar, que fue una de mis primeras pasiones. Él fue uno de esos tantos inmigrantes italianos que quería ver a su hijo progresar en la sociedad, en un país en que esto era posible. Yo lo complací a medias, porque llegué a iniciar la carrera de ingeniería pero no la terminé: descubrí muy pronto que no era para mí, causándole a mi padre una decepción. Lo único que lamento es que él haya muerto sin ver siquiera mi primer libro publicado. Pero, en fin, la vida tiene esas cosas, ¿verdad? Lo cierto es que en esa casa no había libros aunque, claro, sí un gran respeto por la cultura letrada. Creo que la poesía me llegó primero como una emoción y a través de fragmentos, de astillas, como un par de versos de La divina comedia que mi abuelo solía repetir como una letanía. Pero el gusto por la escritura lo descubrí en la escuela: el maestro de sexto grado nos pidió que escribiéramos un resumen de un capítulo de Facundo de Sarmiento y para mí fue una revelación. Descubrí que la prosa de Sarmiento estaba impregnada de materia poética y descubrí también el placer de la lectura y de la escritura poéticas. ¿Cuáles fueron los poetas argentinos que hoy consideraría cruciales para su formación como lector y como poeta? Sin lugar a dudas, José Hernández, Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni. ¿Qué encontró en sus obras de decisivo? Primero, el espíritu nacional: creo que no hay gran arte sin un espíritu nacional, algo que se ve en todas las grandes obras y también en estos escritores. En la obra de Lugones en particular, el esplendor verbal, casi milagroso. En Hernández, también el espíritu del hombre de pueblo, su sabiduría y su modo particular de expresar el drama social de ese pueblo. Y en Alfonsina, la intensidad. En su obra se ve el drama de la intensidad que parece ser producto de su visión de la condición de la mujer como aquella que soporta el peso de la Historia. Ya eso se ve en Michelet, se ve en Rimbaud. Esa postergación que tan bien describió Virginia Woolf con su ejemplo de las hermanas imaginarias de Shakespeare: de haber existido y aún con el mismo talento de Shakespeare, habrían terminado en un prostíbulo de Londres. ¿Cómo llegó a la publicación de su primer libro, Nuestros días mortales y por qué esperó a los 34 años para hacerlo? He sido un poeta muy poco precoz en lo que hace a la publicación. Eso se debió en parte a las dificultades materiales para hacerlo y, sobre todo, a una gran exigencia: me pasé mucho tiempo tirando poemas inútiles y corrigiendo otros, que parecían menos descartables. Finalmente, llegué a la publicación gracias a la intervención de Héctor A. Murena, quien hizo que lo editaran en Sur, nada menos. Ese primer libro, publicado 17 años después de la aparición de su primer poema, también en la revista de Sur, es ya un libro maduro. ¿Cómo fue encontrando su propia voz, cómo se fue liberando de la angustia de las influencias? Toda literatura siempre es hija de otra literatura, salvo la primera, que no se sabe quién la hizo. No creo haber perdido la influencia de los autores que me han marcado. Después, lo que pasó es que mis lecturas aumentaron tanto que ya se vuelve más difícil encontrar las pistas. Siempre he seguido, me parece, los faros de la época. En mis primeros años de lector adulto, fueron Rilke, Molinari, González Tuñón, Lorca, Neruda, Vallejo; y, más tarde, los grandes poetas norteamericanos. Creo que he hecho el mismo itinerario de los poetas de mi generación, aunque, en mi caso, esa ubicación no está muy clara: algunos me incluyen en la generación del 40; otros, en la del 50... Lo que no creo es haber encontrado mi "propia voz", no sé si es propia o una mezcla de las voces de todos los mencionados. Me parece que sí. Que hay una voz suya propia, que es consecuencia de una mirada propia: sus poemas, muchas veces, parecen surgir de la precisa captación de una escena. Sí, es posible, aunque eso supone una visión del mundo previa. Y estar marcado por el drama de mi época. Todos los poetas expresan esa realidad, aunque no siempre de forma explícita. Creo, eso sí, que ese rasgo que vos mencionás, la capacidad de apresar una escena, me viene del trabajo durante años en el periodismo: allí, todo se juega en velocidad, y de lo que se trata precisamente es de captar de manera directa y lo más objetiva posible, lo esencial de una situación. La idea del poeta fatalmente inmerso en su tiempo es otra de sus ideas recurrentes, incluso desde los títulos de algunos de sus libros: Contemporáneo del mundo, Las condiciones de la época... Es que no hay modo de escapar a la realidad. Incluso en La divina comedia, la época trabaja activamente. La obligación del poeta no es servir a una causa desde una ideología determinada sino ser consciente de qué sueños y pesadillas están hablando en él, en nombre de sus contemporáneos. En el caso de mi generación, nuestro drama ha sido la pérdida de la utopía. Aunque debo aclarar que, en mi caso, no la considero perdida sino en suspenso. Esto, claro, hoy no puedo decirlo desde la esperanza sino desde la desesperación. ¿Cree que la parábola que traza su obra desde el primer libro al más reciente permite vislumbrar cambios en su visión del mundo o en su relación con el quehacer poético? Si veo ahora el conjunto de lo que he escrito, debo admitir que hay cambios, una suerte de evolución, aunque no sé si para bien o para mal. Por lo pronto, la simplificación de las formas, el cuidado creciente de la estructura del poema, el cuidado escrupuloso -casi como si estuviera cuidando mi alma- en relación a la adjetivación, y la preocupación de evitar los cabos sueltos, una búsqueda de coherencia en el poema. Ahora se habla mucho de ruptura, pero esa actitud ante la escritura no va conmigo. No la censuro en otros, me parece perfecto que la practiquen, pero no puedo hacerla propia. He tenido siempre una mentalidad cartesiana, racional a ultranza, acentuada quizá por mis estudios científicos de ingeniería, que no parecen estar presentes en mi obra pero la marcan sutilmente. Por supuesto, esa actitud suele ser sobrepasada por la predisposición poética, que incursiona en lo mágico y lo emocional. He tratado de evitar siempre que el poema sea el desarrollo de una teoría, por más atractiva o ingeniosa que ésta sea. El poema no debe ser un teorema, debe estar encarnado en una imagen y evitar el pensamiento demasiado abstracto. La huella científica es visible, incluso, en el título de uno de sus libros: Principios de incertidumbre, una alusión a la célebre postulación de Heisenberg. Y también a algunos temas más personales. Pero esos son siempre postulados de una visión del mundo. He tratado siempre de tender a la concisión. Aunque el poema sea largo, la tendencia tiene que ser a simplificar. Hay que matar una palabra por día. Pero, claro, el talento no tiene recetas. Y lo que sirve para un poema no nos ayuda en el poema siguiente. El secreto de la creación es insondable, como suele decirse. Si cada uno encuentra algo parecido a una "fórmula" para el poema, esa resolución no nace de la meditación sino de algo que le dicta a uno el poema. Antes yo creía que el poema debía decir algo, una suerte de mensaje. No sabía muy bien qué quería significar con eso, pero me parecía que la poesía conceptual era más valiosa. Sin embargo, terminé por descubrir que esa pretensión no tiene sentido. La riqueza de los contenidos es algo bastante discutible, al menos en poesía. Cuando Marianne Moore, por ejemplo, dice algo tan simple comoNo swann so fine para referirse a un inodoro, está creando un momento de belleza poética más grande que muchas ideas supuestamente grandiosas. Claro. La belleza la determina la forma. Incluso en los poemas aparentemente muy especulativos, siempre es la forma la que decide su suerte como poemas. Tomemos el caso de Francis Ponge y su poema "Un vaso de agua", por ejemplo. Esas polémicas, por suerte, ya han sido superadas, como aquel viejo asunto del arte comprometido. Hoy sabemos que el único compromiso de un poeta es el que asume con su propia lengua. La poesía misma es una garantía del lenguaje, lo hace posible. Esas postulaciones teóricas e ideológicas fueron un error, pero tal vez fueron necesarias. También se avanza a partir de los errores, ¿verdad? De modo que, a su manera, fueron un aporte. Ahora, hay tantas definiciones de la poesía como poetas. ¿Cuál es la suya? Creo que la poesía es una fiesta del sentido, y también una eterna juventud. Debo decir, también, que yo tengo un sentimiento dramático de la poesía. Y digo dramático en su sentido religioso. Creo que todo arte debe ser encarado, sentido así. Yo escucho ciertos pasajes de Bach, por ejemplo, que me abren una puerta a lo desconocido. Ese misterio de la vida, de todo lo que es y existe es lo que el arte debe cantar, celebrar, decir. Creo que el arte es un modo de instalar una fe en lo desconocido, la presunción de que tanta belleza no pudo haber sido creada en vano. En fin, esos son mis planteos estéticos de hoy, a esta hora de la tarde. Mañana, no sé cuáles serán. ¿Cómo surge el poema? ¿Cómo es el trabajo hasta llegar a la versión definitiva? Todo empieza con un cosquilleo, con una mezcla de inquietud y placer, de zozobra y felicidad. Creo que existe aquello que antes se llamaba inspiración y hoy parece haber pasado de moda. Uno entra en un estado de gracia, si se me perdona la petulancia, un sentimiento intenso que sólo puede ser sobrellevado con la escritura. El poema, en todo caso, no es el resultado de una meditación sino un impulso que se me presenta de pronto, inesperadamente, supongo que como fruto de la actividad inconsciente. Ese estado de ánimo ¿cómo se manifiesta, en su caso? ¿En una idea, en una imagen, en una emoción? Puede encarnarse en una imagen, en la visión de un objeto, en una situación humana, en un accidente, en una palabra... Hace poco, por ejemplo, quedé fascinado por la aparición de una palabra extraña para mí: hipálage. La emoción surgió de poder contemplarla sin conocer su significado, guardándola durante días en mi memoria para saborearla, para tocarla como una joya, preservándola de la servidumbre del sentido, hasta que finalmente surgió un poema. Y también están las obsesiones personales. En mi caso, la obsesión por las maniobras del azar, o por la muerte. Pero, claro, los grandes temas no hay que abordarlos en forma explícita porque se vuelven intratables. Para eso, está la filosofía. Sin embargo, su poesía aborda con particular felicidad y recurrencia el tema de la caducidad, de la muerte, de la precariedad del mundo y de los seres que lo habitan. Sí, en mis poemas aparecen con frecuencia la muerte y la degradación de las cosas. Creo que en final de las cosas siempre hay una especie de aura poética, una suerte de fracaso del universo en su conjunto, si pensamos, por ejemplo, en la entropía, ese gran fracaso cósmico. Y después, claro, el caso particular de nuestra existencia: la tragedia humana es la conciencia de su propia degradación. Pero yo soy un pesimista jovial. Y esa aparente paradoja se justifica porque, al espectáculo nada edificante de la Historia, tiendo a oponer mi entusiasmo de vivir. ¿Qué otras obsesiones lo llevan a escribir? El drama de mi tiempo, al que tuve que enfrentarme más de una vez por mi trabajo en el periodismo, los años terribles que nos han tocado vivir ha sido otra de mis obsesiones, como también lo ha sido la historia argentina, a través de algunos personajes como Alberdi, víctima de un destino patético, o Sarmiento, poseedor de una energía y una imaginación arrolladoras. También me ha obsesionado la oposición entre la Naturaleza y la condición humana, cierta nostalgia por lo que llamamos paraíso perdido y cierta asunción, también, de lo humano como nuestro ámbito irrenunciable. Como dijo Pascal: desde que la Naturaleza se ha perdido, todo puede ser Naturaleza. Y, ya que hablamos de obsesiones, Pascal ha sido una de ellas, como también Kafka. Usted se ha empeñado en rescatar los aspectos poéticos de esos escritores. Parece haber extraído sus grandes metáforas para alimentar con ellas su poesía. Sí, los leo de ese modo. Para mí, Kafka es un poeta y conozco de memoria largos párrafos de El proceso, de El castillo e incluso de sus Diarios y de su correspondencia, como si fueran poemas. Hay tal concentración, tal capacidad metafórica y tal variedad de sentidos posibles en su obra que podemos, por eso, considerarla esencialmente poética. Usted cultiva la tradición, hoy en desuso, de recitar de memoria poemas de todo tiempo y lugar a sus amigos. ¿Qué rescata de esa costumbre? Ante todo, no entiendo cómo a uno puede gustarle un gran poeta y no recordar de él ni una sola línea. Es una necesidad personal, el shock emocional que me ha producido un poema lo que me hace recordarlo. Por otro lado, siento un gran placer, una gran felicidad en comunicar, en compartir con los amigos, en una reunión, la evocación de un poema particularmente hermoso. Me parece que la comunión que se logra de ese modo es incomparable. Desde luego, hay que tener cierto sentido de la oportunidad y cierta dosis de histrionismo. Supongo que, en mi caso, ese hábito también suple en parte mi incapacidad para formular grandes cuestiones teóricas: a veces, me basta con evocar el poema justo en el momento justo para dar a entender una idea o una emoción que me aparece en el transcurso de una charla. ¿Cómo sigue, en su caso, el proceso de escritura del poema luego de esa primera inquietud que logra plasmarse en imagen? Cuando eso que llamo estado de gracia aparece, trato de conservarlo todo lo posible. Tomo notas que, en general, son provisorias pero sirven para que no se escape el impulso inicial. A veces, en medio de una situación baladí, puedo encontrar un elemento capaz de transformarse en material de un poema, y lo rescato, lo fijo en el papel. Hay días en que uno se siente rico y otros días en que uno se siente estéril. Yo no he intentado nunca forzar eso, no he tratado de ser un empleado de la poesía, con horario fijo de lunes a sábado. Luego, el poema se escribe imponiendo sus propios medios y sus propios tiempos: puede surgir de una sentada o demorar años. Cuando veo que la cosa marcha, insisto; cuando, al tercer o cuarto intento, no funciona, desisto porque sé que ese poema ha pasado de largo y, si intento escribirlo, será un fracaso. ¿Cuáles son los criterios a partir de los cuales corrige las sucesivas versiones de un poema? . Me dedico a eliminar, ante todo, lugares comunes, imágenes convencionales o cristalizadas del lenguaje. Lo que me guía a la hora de revisar lo que escribo es la idea de que cada palabra debe ser ubicada en el lugar que la estaba esperando. Tengo la intuición de que hay un lugar del poema que está esperando una palabra determinada, y entonces la busco. Por otra parte, intento que el verso, sea corto o largo, nunca pierda fluidez, así es que estoy atento a todo aquello que pueda entorpecer esa condición. De todos modos, no querría abundar en esta dirección porque podría dar la sensación de que estamos hablando de una gran obra y se trata sólo de mis poemas. En general, soy perfectamente consciente de mis errores, lo que nunca lograré del todo es saber cómo evitarlos. Usted ha manifestado más de una vez su alegría ante la existencia de muchos y buenos poetas, en la Argentina y en el mundo. ¿Qué cree que le agrega la poesía al mundo? Más allá de los resultados alcanzados por los poetas, hay una voluntad de belleza y una espiritualización del mundo en el hecho de escribir poesía. Y eso, en un momento en que el mundo está cada vez menos en contacto con lo espiritual, me parece muy rescatable. ¿Escribir es un modo de intentar salvar lo sagrado en un mundo profano? Sí. Me parece que la fe en el lenguaje implícita en todo poeta -si uno no toma el lenguaje como un mero juego de artificio y deslumbramiento, ni como un ejercicio de habilidad intelectual- implica siempre la fe en lo sagrado. Una fe que no es excusa para un dogma sino una búsqueda incesante, cargada de dudas y de temores y por eso mismo es más valiosa.
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(Entrevista al poeta y periodista argentino, fallecido en 2004, publicada en el número 2 de la edición impresa de La Estafeta del Viento, otoño-invierno de 2002.) *** JOAQUIN GIANNUZZI - (Argentina 1924- 2004). Poeta, crítico literario y periodista argentino. En palabras de Jorge Fondebrider, Gianuzzi llevó a cabo, con inusual rigor, una de las más atípicas obras de la poesía argentina contemporánea. Recibió el Premio Fondo Nacional de las Artes, el Premio Municipal y el Premio Nacional de Poesía, entre otros. En una nota en N escrita por Fabian Casas a próposito de la edición de Un arte callado, libro que recopila los poemas inéditos de Joaquín Giannuzzi, dice: "Recordé que los grandes poetas, si realmente lo son, cuando llegan al final de su vida logran el milagro alquímico de construir un doble. Cuya finalidad es recordarnos que ellos están ahí, dando vueltas en un universo paralelo que, cuando menos lo esperamos, puede irrumpir en nuestro mundo. Libros publicados: Nuestros días mortales (1958), Contemporáneos del mundo(1962), Las condicones de la época (1967), Señales de un causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980), Violín obligado (1984), Cabeza final (1991), textos reunidos en su Obra poética (2000), con el valioso agregado de un nuevo libro hasta entonces inédito: Apuestas en lo oscuro y, el libro póstumo editado por Ediciones del Dock Un arte callado (2008).