Revista Latinoemerica de Poesía

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Kim Addonizio



Kim Addonizio




En esta ocasión nos complace compartir algunos textos del libro Dímelo, de la poeta Kim Addonizio, traducido por Andrea Muriel, un libro donde lo ordinario tiene trascendencia en la intimidad de las personas y relata ciertos aspectos desde el dolor, el hartazgo y los sentimientos.  



Los números

 

¿Cuántas noches me he recostado aquí de esta manera,

          febril y con planes,

con miedos, pensando en la última frase que alguien

          dijo, tratando aun de finalizar 

una conversación ya terminada? Cuántas noches

          han sido desperdiciadas

en no dormir, cuántas en hacerlo – yo no sé

cuántas hambres existen, cuánto resplandor o cuánta sal, 

          cuántas veces

el mundo se separa, se desintegra hasta el vacío 

          y comienza de nuevo 

el curso de una hora como cualquier otra. 

          Yo no sé cómo Dios puede soportar 

ver todo al mismo tiempo: los cuerpos cayendo,

          los monumentos y los incendios,

los amantes caminando sobre los suelos de quién sabe 

          cuántos corazones cerrados bajo llave. Quiero cerrar

mis ojos y encontrar un pequeño campo en la niebla, 

          algunas ovejas caminando hacia la valla. 

Quiero contarlas, quiero que se acaben.

          No quiero preguntarme

cuántas personas hay sentadas en restaurantes 

          que están a punto de cerrar; 

cuántos de ellos deambularán por las aceras

          durante toda la noche

mientras las tartas dan vueltas en la oscuridad refrigerada.

          ¿Cuántos días

quedan de mi vida, cuánto tiempo importa si logro decir 

una cosa verdadera —cuántas veces lo he intentado,

          cuántas veces

he fallado y caído en depresión? El campo está húmedo,

          cada tira de césped

resplandece con su particularidad propia, aun aquí, 

          así que no puedo evitar 

preguntarme de nuevo, el cielo blanco se llena 

          de huellas de pisadas, de ladrillos

y murmullos sobre los rosarios, con manos que pasan

          sobre las flamas

antes de cubrirse los ojos. Estoy cansada,

          quiero descansar ahora.

Quiero besar el cuerpo de mi amante,

          aquella única boca, el simple nombre

sin la sombra. Déjame ir. ¿Cuántas personas rezan 

esta noche, cuántos de nosotros debemos permanecer

          despiertos y escuchar?




El vaso

 

En todos los bares una persona se sienta sola 

           y se abstrae completamente 

por lo que sea que encuentra en el vaso frente a ella, 

un vaso que parece ordinario, con algo claro u oscuro

en su interior, algo parcialmente ebrio

           pero nunca completamente extraviado.

Todo está ahí: los planes que fracasaron,

los amores estúpidos y los terribles, 

           aquellos donde la felicidad actual

se abrió como un agujero debajo de sus pies

           y esta persona cayó, y permaneció ahí indefensa,

mientras la tierra caía poco a poco para enterrarla.

Y sus amigos están ahí, abriendo una cerveza tras otra,

           levantando las botellas,

el sonido de su reunión como el de un taco de billar

golpeando una bola, la bola incorrecta,

           que ahora se dirige, negra y brillante,

hasta el cesto que lo espera. Pero se queda corta,

           y la solitaria persona que bebe en el bar 

se decide por golpear la siguiente. Ahora los miembros

           de la familia flotan por el aire

con sus fracasos, con cáncer, con vajillas de culpa

           que deben lavar,

con un poco de risa también, incluso de belleza

          —alguna tarde de la infancia,

un lago, un juego de pelota, un libro de cuentos,

           algunos copos de nieve

que se hacen gruesos y gradualmente cubren la tierra 

           hasta que el mundo

entero se vuelve blanco y callado, hasta que difícilmente

           puede decirse que sigue

existiendo un mundo, no hay tráfico, no hay dinero

           ni carnicerías ni sexo,

sólo una bendita paz que parece ser el fin pero no lo es.

           Y finalmente, 

el vaso que contiene y derrama estas cosas

           de modo continuo, 

mientras quien bebe se inclina hacia él,

           mientras el cantinero junta

los vasos sucios, refleja la cara del bebedor.

           ¿Qué importa cómo se ve?;

¿a quien le importa si fue o no joven alguna vez,

           o alguna vez encantador?

¿a quién le importa un carajo un borracho

           que se levanta tambaleándose 

hacia el baño, sea hombre o mujer,

           o incluso un ángel perdido

que lo tiró todo —el paraíso, el éter,

los trabajos celestiales—

           y dijo: a la mierda, quiero ser humano?

¿Quién cree en los ángeles, de todos modos?

           ¿Quién tiene tiempo sino para 

sus propios placeres y penas, para la poca buena gente

que han logrado reunir alrededor de ellos

           frente a la incertidumbre,

frente a tardes en las que se sientan solas en un bar 

con un hombre como Embers o Ninth Inning

           o Wishing Well?

Olvida a ese perdedor. Sólo dime quién invita, 

           quien paga:

¡Dios! Pero qué sedienta estoy y quiero decirte una cosa,

acércate, quiero susurrártela, verter

las palabras ardiendo dentro de ti, las mismas palabras

           para cada uno de ustedes,

escucha, es simple, lo estoy diciendo ahora, 

           mientras sigo sobria,

antes de estar a punto de llorar amargamente 

           en mi propio vaso, 

mientras estás aun aquí —no te vayas, quédate, quédate,

dame tu hombro para que me apoye, tranquilízame, 

           no me dejes caer, 

estoy tan enamorada de ti que no me puedo levantar.




Salmón  

 

En este arroyo superficial se dejan 

caer y se retuercen hacia delante mientras los muertos 

flotan de regreso hasta ellos. Oh, sé

 

lo que debería decir: qué valeroso arder en su cuerpo

mientras sus huevos estallan libres 

           para ser fecundados por una

lechosa nube de esperma. Yo debería permanecer

 

en el puente con mi cámara 

y enmarcar la espuma blanca de los rápidos 

           en donde uno 

se arquea por un instante en su gracia final. 

 

Pero tengo que bajar entre

las rocas que el glaciar dejó

y ponerme en cuclillas a la orilla del agua

 

en donde un apestoso montón de ellos yace, 

en donde un cuervo se balancea y hunde

su pico en un ojo congelado.

 

Yo tengo que estudiar los pequeños agujeros

que excavaron en su piel, sus branquias inútiles,

sus trajes de moscas negras. No puedo 

 

hacerlos cantar. Quiero lograrlo 

pero todo lo que ellos hacen es abrir

sus bocas un poco más

 

para dejar verter el agua 

en ellas hasta que siento que estoy ahogando.

En el puente, el autobús turístico espera

 

y alguien me llama con la mano diciendo 

Es hora, mientras la corriente sigue levantando tierra 

desde abajo para cubrir los huevos. 




Dímelo

 

Voy a dejar de pensar en mis perdidas para escuchar

ahora las tuyas. Estoy harta de arrastrarlas conmigo

 

a donde quiera que vaya, como niños despiertos

          hasta muy tarde 

que deberían estar recostados en sus propias camas 

 

debajo de la única manta que los calienta.

Voy a mandarlos a casa mientras permanezco 

 

en esta fiesta toda la noche con la música fuerte bombeando 

y la gente bailando sin gracia debajo de las luces

 

y los bebedores derramando su whisky en las mangas.

Voy a unírmelas. Voy a beber hasta que esté

 

tan inconsciente que olvide que tengo hijos, bailaré

hasta que me duela, hasta que haga un espectáculo

         de mí misma.

 

Así que dímelo. Dime cómo te duele 

aun cuando no puedo ayudarte. Dime

 

sus edades, cómo no te dejan dormir en la noche, 

cómo a veces quisieras que estuvieran muertos

 

pero te encuentras a ti mismo contemplándolos 

tiernamente mientras duermen. Después, por favor, 

         baila conmigo,

 

abrázame mientras nos engañamos que ellos

no están ahí, presionando sus húmedas

 

y vacías caras contra la ventana. Dime 

que si nos besamos una nueva pérdida no comenzará

         a resbalarse

 

de cada uno de nosotros, dime que no sientes ya 

la pequeña ausencia ardiendo a tu costado

 

o que aún no escuchas a las otras moviéndose

         para hacer espacio, 

chillando y aplaudiendo con alegría. 



Kim Addonizio (Washington D.C., 1954). Es poeta, ensayista y narradora. Escribió los poemarios The Philosopher’s Club (1994), Jimmy & Rita (1997), Tell Me (2000), What is this thing called love (2004), Lucifer at the Starlite (2009) y Black Angel. Blues Poems and Portraits (2015). Addonizio también ha escrito libros sobre creación poética; The Poet’s Companion: A Guide to the Pleasures of Writing Poetry (1997) junto a la poeta norteamericana Dorianne Laux, y posteriormente Ordinary Genius: A Guide for the Poet Within (2009). Como narradora ha publicado las novelas Little Beauties (2005), My Dreams Out in the Street (2007) continuación del poemario Jimmy & Rita, y su reciente libro de cuentos The Palace of Illusions (2014). Entre los reconocimientos que ha obtenido, destacan la Guggenheim Fellowship, dos NEA Fellowships, y el Pushcart Prize tanto para poesía como para ensayo. Su poemario Tell Me (Dímelo), publicado por Valparaíso Ediciones en su versión al español, fue finalista del National Book Award.



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