Revista Latinoemerica de Poesía

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Ida Gramcko



 

Compartimos el poema “Diablos” de la poeta venezolana Ida Gramcko (Puerto Cabello, 1924-1994). Pertenece al libro Poemas de una psicótica (1964). Un poema que nos entrega una particular visión mística de la oscuridad, lleno se símbolos e imágenes y amplios recursos que generan una atmósfera onírica deslumbrante; lo que traduce, de una manera muy original, la experiencia psicótica de la autora.

 

 

 

DIABLOS

El diablo espatarrado apareció. Con tal naturalidad que parecía haber estado siempre. Una greña encarnada le colgaba de la pierna izquierda. De resto, no podía vérsele el color. Era de humo. Quizás siempre estuvo allí, sólo que otras apariencias le velaban los miembros humeantes. Se acercaba. El terror es como el amor: se anuncia por un vértigo. Sólo que el amor —caída clara— asusta como el acantilado o el océano. I el terror sólo cae. Sin abismos redondos. El diablo de pizarra se acercaba. De cerca podían vérsele los omoplatos espectrales cubiertos de pelillos grisáceos y luego, en un relámpago helado, los metálicos cuernos. Resonó contra el muro su aletazo de zinc. I, al acercárseme, se rió. Vi su quebrada dentadura de ónix. Entonces se tendió por los suelos. Corrían por el piso sus cabellos de brumas infernales a los que se adherían ratones y telarañas viejas.

Se pueden abrir las puertas a los hombres. A las mujeres tibias, cargadas de criaturas. A los niños con globos. Pero los diablos aparecen. Estás ensimismado en la rama de boj, en el remiendo de percal, en los huevos que blanquean, como una tiza, la trama amarillenta de los cestos, y algo te hace volver y es el diablo nervudo, espatarrado, que ha entrado sin que abrieras la puerta. I entonces has de recibirlo y acaso darle de tu pan porque ya se ha adueñado de ti misma y tú sientes por él algo más crudo que el silencio: el miedo. Los cuernos de color de marrano los frotó en la lana tejida durante muchos años para protegernos del odio y la intemperie. I se pulió las uñas de un alambre diabólico con el mismo cuchillo con que mondabas la manzana que te sirvió para ahuyentar la fiebre. Crujía todo. Especialmente cuando se movía, desparramando un polvo maloliente. Pero ya era algo tuyo, inexorablemente tuyo. I te iba, poseyendo, mirándote con sus ojos colgantes y plomizos y de pronto te asió por la cintura y tú querías huir pero le pertenecías por entero, porque somos también de lo que huye, de lo que impreca y hiere. De pronto, te soltó. I tú estabas, a la orilla del mar, bajo un cielo con gruesos nubarrones, cubierta de ceniza, temblorosa de pánico y no reconocías ni la forma delgada de tu mano con que solías alisar lo absurdo. Te investía la diabólica niebla.

Bejucos pantanosos, mogotes verdinegros, gramíneas enlutadas… Todo ello parecía el cuerpo mientras el cabello le caía hacia atrás, ondulado, verdoso, pestilente, como de coles rancias. Tenía la mano vegetal y las diez uñas le colgaban de los dedos fibrosos como diez sucios jades. Las vigilaba como joyas. Andaba a tientas con sus manos verdes como si fueran de berilo. Se observaba los dedos herbosos con regocijo íntimo pues la alegría no cabe en los demonios. Tienen sexo excesivo. Todo es afán de posesión y orgasmo. El sexo de este diablo colgaba como planta de parásita. Se reía, con su risilla ajena de todo cierto goce, agitando uno de los índices verdes donde relumbraba una esmeralda. Pero su risa fustigaba. Pues la verdadera alegría es para los que dicen: yo dejo esto, lo abandono, pues será más hermoso sin mí. O para los que expresan: hoy he mirado el sol pero no tengo nada. Tenía las orejas cual orugas enormes. I el frío perfil se le movía, saltarín, lo mismo que una rana. Apareció después del gris y acaso lo tupió con su grotesca enredadera. No era, pues, la primera vez que un ser así entraba en la cálida vivienda. Por una sola vez no aparece la angustia. Sólo por una vez aparece el amor. O la amistad, con las manos tendidas. O la ternura, que no sabe muy bien a lo que aspira: si a la eternidad o a la dádiva. Una sola oportunidad tiene lo dulce para no ser perecedero: ser interior, doloroso, recóndito, solitario. Lo diabólico abunda, se extiende, se propaga. El gran cuerpo de musgo cochambroso se tendía como una enorme yedra manchada de pantano y alimañas. Sin embargo, no tenía nada que ver con la inmensidad. Lo inmenso cabe en el ala de los pájaros. I esta yedra parecía querer tupirlo todo. Se podía comprender entonces que en el amor no cabe la abundancia. Cabe sólo la plenitud. La entrega de la amante a su amante es una luna llena. El roce de las manos de los que se aman es como un capullo entreabierto. No hay mayor redondez, ni la del mundo, que pueda compararse a la de una caricia. Esta vez el diablo desechó los manjares. Cogió la uva verde, la masticó con un sonido avaro y se quedó mirando los restos de la rosa. Esta no llegaba hasta él. Sólo quizás el tallo pero la corola encendida le impedía tocarla. Una rosa, cuando abre es como un ser que dice: fluyo para que aquel ojo elegido pueda mirarme y admirarme. Cuando se admira, es como si temblaran las estrellas por dentro. Mas los diablos no saben admirar. Admirar es cubrir con la delgada túnica lo que está desnudo y decir: sólo existen los senos cubiertos por el sueño. Pero este diablo tenía sexo. I murmuraba frases incoherentes, como hablando de un seno que siempre permaneció sin veladuras y del que manaba un jugo agrio. Porque no hablo de un seno del que brotó la leche como el día del nudo blanquecino del alba. Ni siquiera del  seno que se deja oprimir por la mano que ama. Sino del seno siempre sin el velo, surcado por las venas verdosas, expuesto entre las copas de ajenjo y el vaho torrencial de la hojarasca. Gamelote imantado la cabeza del diablo. Zarzas magnéticas sus brazos. Helecho amarillento su sexo. Me retuvo en la cama. Parecía querer cubrirlo todo. Hasta el hombro pequeño de pureza que me quedó para eludirlo y del que aún pendía una tara diabólica. El diablo tenía antenas en lugar de los cuernos. Sólo una lagartija reluciente —porque apenas podía ver lo verde— me devolvió la vida. Me levanté del lecho. Pero ya no seré capaz de ver el pasto sin acordarme de lo sucedido. Ni siquiera otra vez seré yo misma para rememorar que la ternura, el amor, la amistad, verdes plenos, fueron mi primavera. He convivido con un verde diablo.

Hay el rojo del arco-iris, el de los astros, el de las guindas, también el de los labios. Las manzanas se encienden en el cesto, en el árbol, igual que un círculo de llamas. Hay el rojo del pez, del cardenal y del geranio. Son los rojos que asombran pero que nunca atemorizan. El rojo del rubí, del fósforo encendido, el rojo del amor que ya no trae el sueño sino el hambre. Todo eso es la rojez para el hombre. I el hombre puede ser siendo rojo contando con el azul del cielo, la escarcha de palomas y el día soledoso y diminuto del canario. Porque lo rojo nunca se mantiene en nosotros. El fuego lento que consume a un cuerpo es casi como un humo de amapolas. Se metamorfosea en gestos y palabras. La voz y el ademán conducen lo encendido hacia un color de pata de paloma. Lo que se dice es arrebol. Lo que se actúa, como soltar la rama cargada de begonias. Cuando anhelas un cuerpo, el tuyo se estremece y no es amanecer sino sólo un ocaso sencillo. Si se miran los ojos que se aman, es como ver un vidrio rosa o sentirse invadido por una pulpa de granada. Mas ¿cómo lo encarnado puede también poblarnos e invadirnos? Es cuando ya no tenemos ni un recodo sonrosado en la carne, algo que atenúe la calentura, los deseos o la rabia. O cuando todo está ceroso, amarillento, deslucido, como una esperma en busca de las ascuas. La silueta se dibujó primero en el umbral. Pensé que se trataba de un incendio. I busqué, me pregunté a mí misma, semejante a los muros de cal, fríos y pálidos. La diabólica encía carcajeó. I entonces fue que vi los pesados carbunclos asidos a los cuernos y las manos ardientes, extendidas, punzantes como absurdas guanasnas. El mentón, como teja increíble, le sobresalía del rostro rojo. Como una fresa enorme, rugosa, tenía la piel que extendió por mis suelos con ruido muy áspero. Era un pesado cuerpo de ladrillo diabólico. Porque era un diablo. Tampoco esta vez le abrí la puerta. Tenía miedo de todo llamamiento desde que estuve con el verde diablo. Pero éste recalcaba su presunta hermosura. Extendía en el piso sus cabellos como chorreantes llamaradas. De su boca salía una oscura saliva vinosa. Sus dedos se agitaban cual cerrados y satánicos rábanos. Nunca puede saberse cómo un diablo penetra en la casa. Cometes un error y ya tienes el nudo en la garganta. El nudo, que es el miedo, como un ovillo rojo que de pronto te atenaza en el cuello. I si sollozas, es inútil. Los sollozos se pierden como el odio. Una cosa he sabido desde hace mucho tiempo: que no hay un paliativo en el sollozo, que nadie florece tras las lágrimas.

El diablo frotaba contra el muro el muslo guarnecido de cayenas extrañas. De pronto, se sentó. Yo miraba su espalda, de un mareante escarlata profuso. Exhalaba un calor de fogata. Yo conocía las piras. Si ves, de lejos, en un bosque, una hoguera prendida por un ser que te ignora, dices que es el amor y que la rojiza humareda es un nuevo rubor que alivia tu cansancio. Pero tiene que ser un desconocido quien la encienda y que el humo rosáceo te traspase la piel. Eso es todo. Pero lo llameante del diablo no daba ya lugar para ningún recuerdo. Yo los atesoraba, como a corolas malvas, con manchas de aposentos austeros, con señales de pálidos semblantes, y me los consumió. Me quemaba dentro de una fiebre demoníaca. Sentía sus cabellos rozándome en el pecho como bugambilias satánicas. Quise huir… Pero me quedaba sólo un hombro y el diablo me arrebató la huída y se bebió después mi sangre.

Aún desangrada, reviví. I levanté mi cuerpo, lleno de llagas refulgentes lo mismo que de antiguos granates. Tenía un coágulo en el pecho y me ardía como brasa. Quizás sobreviví porque otro diablo me aguardaba igual que si estuviera estructurado en mis rotas y azules arterias. Ignoro cómo pude hacinarme con tantos demonios. Aún no sé cómo pude resistir la convivencia con criaturas que ignoran que la tórtola en el musgo es como una mano amorosa colocada sobre la cabeza. Pero ¿he dicho criaturas? Ni siquiera son bestias. Son simplemente angustia. Este era azulenco, y quizás, algo bello. No lo podía ver bien. La sanguaza corría por mis párpados. Estaba situado en el alféizar y distinguía sus cabellos rizados, apelmazados como viejas hortensias. Era delgado, con sus agudos codos de cobalto. Podía ver sus uñas. I llamaban con tal inquietud que se tropezaban con el muro como destartaladas turquesas.

Cerré los ojos. Sabía que clavaba en mis llagas los cambiantes zafiros de sus ojos y yo me debatía y no encontraba razones para sus zarpas rechinantes, fúlgidas y celestes. Porque el cielo es lo que se puede ver con alegría, lo que hace que el cuello se levante y aspire. El cielo nos permite la frente liberada y gallarda. Durante el día, lo vemos como a un regazo limpio donde cabe la libertad y también el amparo. I durante la noche, aunque pareciera negarnos el paso y el umbral, ha renacido en sombras, porque eso es nada más para que el cuerpo brille y tiemble. El cielo diurno nunca está perdido. Es un camino claro que se halla en todas partes. Rodea por todos los recodos como un pecho cerúleo que nunca nos negó protección. Una puede albergarse en el dolor, reprimirse en la dádiva incluso hacer el puño, pero hay algo que se ensancha y se libra cuando se dice: cielo.

Este demonio parecía pegajoso. Se adhería a la ventana. Pero yo defendí mis petunias. Una vez me caí en un macizo y el pelo se quedó lleno de flores minúsculas y azules y desde entonces supe que hasta los campos acarician. Lo que ocurre es que nadie lo piensa. Si ves un ramillete de miosotis, alzado en el sembrado, hay tal estallido de pulcritud hasta en lo diminuto que debieras renegar de la angustia, pero el demonio estaba allí. Hacía olas. Yo sólo negué el mar cuando un día pensé que me podía cubrir toda y envolverme en sudario de espuma. Ahora no niego el mar. La calma existe como el riesgo. ¡Ah, pero el mar no es como el cielo! En el cielo no puedes hundirte. Es lo que está por encima de todas tus caídas. I este diablo parecía un oleaje. Pensé súbitamente que debía ser el ángel de la rebelión. Relampagueaba con tal destello azul de fósforo. I me levanté con toda mi abertura. Yo soy lo que soy. Admito hasta mis greñas de avellana. I cuando amo, aunque halle un gran obstáculo a mi lado, me veo nítida y acepto. Este diablo estaba así por no aceptar. Rozaba contra el muro su oscura ala ultramarina. Yo seguía pensando que el amor no estaba hecho de rebeldía sino de sumisión. Incluso si uno ama y es rechazado por lo que ama, ni blasfema ni ruge ni protesta . Queda siempre el amor, como un milagro, aunque lo amado ya no esté. ¿I qué es estar para el amor? Sólo una carne o una anécdota. Los cuernos relumbraban con un brillo de alcohol. Yo lo evadía. Cuando se ama, ya no se reconocen los rebeldes. I pensé que tan sólo por un resto de paz, por un dejo de antigua sumisión, conservaba destellos celestiales y hermosos. Pero Luzbel no era para mí. Me repugnaba su acuoso lastre angélico. Sólo que Luzbel podía más que yo y se lanzó sobre mi cuerpo como un perico gigantesco y azul y yo caía, y recuerdo su plumaJe azuloso puesto sobre mis miembros.

Era de noche y yo esperaba el cielo como ese otro azul nocturno que iba a librarme de la terrible posesión luzbélica. De noche siempre me sentía mejor. Quizás porque lo mismo que mis manos, como límpidas manos fraternales, se ponían a temblar las estrellas. Mas, de pronto la tiniebla invadió. Siempre he odiado lo oscuro porque me designa un sol inválido. Yo quería los rayos solares como quien pide brazos que protegen. Pero la oscuridad me invadía. Era como el luto repentino de toda flor y todo fruto muerto. La angustia retornaba. Yo ya no le temía. Era tan natural como el aire o el pan. I en un sentido, lo mismo que el amor que, al cabo de unos días de su imposibilidad, una ha sentido tanto que ya solo lo sufre y no le teme.

Hacía horas que la angustia no tomaba figura. Era sólo mi llanto, inútil como todo lo que corre del ojo irracional hacia fuera. Como la vista ebria que nubla los paisajes y los mira lo mismo que polícromos monstruos. El llanto nunca fue redentor. Eso yo también lo sabía. Pero lo dejaba correr, no fluir, que el que fluye es como un río que espera barcos, paseantes, flores que se reflejen… Estas lágrimas eran tan sólo mías, mas la absoluta posesión oprime, sin que por ello nazca ni siquiera el orgullo, la individualidad o el silencio. Todo era intemperie cavernosa, húmeda por mi llanto. I de pronto surgió el diablo negro. Golpeaban contra el muro sus cuernos de azabache. Contra el muro hacía resonar su trasero de ébano. Su torso de acerina relumbraba en la sombra y extendió sus dos manos hirsutas como gruesas tarántulas. Atravesé la alcoba, quería irme… Abrí también la puerta. Pero era un diablo astuto. Me envolvió las espaldas con un pesado lamparón de brea. Yo me debatía y sentía que el fango de sus brazos ondulaba, tranquilo, frente a mí. Sus ojos de lechuza me observaban sin vida, pero seguros de su presa. Entonces fue que pude mirar el gato negro, enmarañado de su vientre. Las alas de zamuro, abiertas como sucias amenazas. Los cuernos le brillaban como brilla el petróleo. Sus cejas eran hechas de moscas. Una mano, de asqueroso carbón, se acercaba a mi hombro. I entonces le vi el sexo, colgante y aleteante como un viejo murciélago. Yo no sé si grité y maldecí. No se me ocurrió una oración. Cuando el terror te envuelve, hay esa luz contra el vampiro, pero es como si nunca hubieras visto el sol. Se me acercó aún más. Tenía el pecho recubierto de hormigas. I cuando me estrechó, su brazo en torno a mi cintura fue flexible cual pata de pantera. Los grumos de pocilga saltaban sobre el piso. Yo le escupí en el rostro tenebroso. Se rió y sus dientes renegridos y fofos se movieron cual bamboleantes trozos de pantano. Toda su cabeza luctuosa compoma un horrible aguafuerte. Estaba a punto de hundir el aludo ratón en mi carne, pero en ese instante aparecieron las estrellas. Entonces, yo recordé la luz. I mis manos temblaron lo mismo que los astros. El diablo, como foca de lodo, se perdió en lo sombrío. Pero aún quedan sus huellas, indelebles, como podridas golondrinas echadas sobre el piso. I a pesar de que oro, no he podido limpiar todo su estiércol.

La rama de araguaney entró por la ventana. Fue como si el amanecer me entregara un tesoro. I rocé lentamente, después de tanto horror, la subita y serena riqueza. I comencé a pensar que todo había concluido. No se nos da un filon tan generoso, tan puro y tan ajeno a la codicia, si ya no estamos libres del espantoso buitre negro. I la flor aleteaba como un gesto solar que limpiaba el oscuro calofrío. La rama de araguaney era como un brazo extendido que se volvía luz a fuerza de ser dádiva y ofrenda. Pero, de pronto, todo se volvió amarillo. Amarillo estridente. I pareció escurrirse mi mano entre la rama porque el demonio gualda estaba allí. Tenía senos. Uno como un jobo y el otro como un mango cubierto de lunares. Yo ya no tenía fuerzas. I ni siquiera huí. Los ojos se acostumbran a mirar los estragos. Las manos se habitúan a ser asidas por pezuñas. O debe ser que se pierde el coraje, la rabia de ser dulces, cuando los espantos son el huésped. 

Dejó ver su dentadura de topacio. No sé si se reía. Ni siquiera me lo pregunté. Quizás porque, en verdad, sólo sonríen los humildes, los amigos, los enamorados, los maestros… Tenía el ombligo como una luna cruel y fulgurante. Más abajo, el sexo le colgaba como un mudo canario grotesco. Desparramaba un lujo de palacio maligno. Quiso cubrirme con su rayo hediondo. Yo, nada podía hacer frente al heno diabólico. Es triste hallarse solos ante la dorada inmundicia lo mismo que ante los luminosos sentimientos. Porque tenía el pecho de oro resquebrajado, los hombros como una cornucopia recargada de adornos infrahumanos y los pezones le brillaban como trozos de cochano siniestro. Sentí náuseas. Como enorme banano podrido, también cubierto por nocturnas pecas, su gigante perfil me olfateó. I dejó que cayera en mis hombros —yo, que había contado con mis hombros— la dalia enmarañada y amarilla de su torvo cabello. No protesté. Acaso porque el odio más denso se nos calla. Cuando se odia, nada se dice pero se degüella. Pero el cuchillo se encontraba muy lejos de mí. Una rosa amarilla podía aún salvarme. Pero hacía tiempo que no florecían en mi huerto. Mi huerto estaba cabizbajo bajo el polícromo aletazo de tan asiduos y ávidos demonios. Aunque a veces aún yo podía sonreír y la sonrisa aparecía en mi mejilla como una hoja amarillenta. Pero esta vez yo estaba rígida. Posaba en mí los fríos girasoles de sus ojos. I su abrazo de azufre me estrechó… Pero la rama, cargada con su don resplandeciente, giraba bajo el peso de mariposas amarillas. Era como si el sol, y lo que estaba más allá del sol, la mazorca del pelo de los ángeles, el trigo del cabello de los ángeles, surgiera y envolviera. El diablo gualda desapareció. Pero aún permanece en mis índices una línea brillante como anillo de cobre que me produce repulsión. La froto con los pétalos de alguna flor de araguaney. Mas sigue cintilando, como si yo estuviera desposada con un demonio rubio. Cuando se recogen objetos frente al ser que se ama, es como si recogiéramos espigas. Todo parece erguido y luminoso. O como si amontonáramos la paja cuando el amor no puede recibir expansión y se resguarda solo, hacinado y muy dentro. Siempre el labio que le habla al oído alerta que venera, se vuelve luego denso, duro y frutal como el durazno. I cuando no rozas la mano que tú amas, y percibes resplandor en el rostro y algo de oscuridad henchida, es que muchas astillas se te queman. Las astillas bien pueden ser los ojos. Cuando el fuego amoroso se propaga, el crocante espesor de los ojos fulge y desaparece. Mas no importa estar ciego cuando se ama. Sólo importaría perder la voz. Porque el amante debe encontrar la oscuridad. O, sobre todo, la penumbra. Aquello que nos dice que hubo sol mas que no puede seguir habiendo sol porque lo puro y fiel perecería. El atardecer, para los que aman. Algo que brilló, que fulge levemente todavía pero que también, por excesivamente grande para el hombre, se apaga lentamente y oscurece.

Yo quería lo oscurecido y buscaba en una semisombra la grandeza pasada. Algo como el pesado maderamen de una barca que sintió lo solar. Algo como la palidez del rostro que fulgura, enamorado. Había olvidado los demonios. Pues la rosa amarilla había vuelto a florecer en mi huerto. I, de pronto, lo vi. Balanceaba sobre el diván las piernas semejantes a cuero. No le temí esta vez. Pensé que mi amor era tan grande que resistiría la absurda cornamenta leñosa, aunque el amor no fuera más que una certidumbre fugitiva. Además, me había acostumbrado a ver lo oscuro como quien mira tierra de la que surgirá maíz nuevo. Pero el diablo no hacía ruidos como todos. Permanecía callado y cuando me llamó, su voz tuvo un sonido recóndito. Pensé que era imposible. Porque sólo los hombres, que descienden de un desconocido paraíso, protegen y guarecen. Sólo quien tuvo nido, puede hacer su cobijo moruno y hablar en lo atezado caliente. Veía sus patas pardas. Su tronco como el de un árbol carcomido. Era un diablejo bajo, yodado y gordezuelo. Su relumbre cobriza se regaba como aceite dorado. I no extendió hacia mí los dos brazos marrones y fuertes. Quizás porque yo estaba cargada de madera de amor, madera singular para la llama, comenzó a seducirme. Vi su rostro cetrino y macilento. Era un rostro pajizo, leonado. Pero ni un índice de herrumbre levantó para hacerme una señal. Comenzó a hojear libracos. I me parecía descubrir que se veían hermosas sus manos de diabólica corteza. Asimismo su cuello en el que relumbraban los destellos satánicos como una fina arena. I los ojillos negros acechaban como restos de búho. Pero me seducía. Tal vez yo estaba demasiado cansada de demonios y, apta para el amor, no podía dejar de amar alguno. Sin embargo, ya no me llamó más. Entonces yo comencé a decir todo aquello que cruzaba mi mente y llegué a confesarle mi angustia. Pero no respondía. Estaba tan tranquilo como si hubiera sido el responsable de haber traído a mi vivienda los otros seis demonios. Parecía un soporte mohoso, pero me seducía. I comencé a llorar entonces. Estuvo observando mi llanto como quien mira un río sin ansias de enjugarlo. Desde mis ojos húmedos contemplaba su pecho como quien mira un barro para reposar y proseguir. Pero no me hacía caso. I entonces transcurrió aquella noche y otra noche y muchas noches más. Me atraía su ceño, erguido como una seca rama. Sus uñas, como de alpiste demoníaco.

Un día le llevé un manojo de lirios. Oí otra vez su voz, que pareció recóndita, y que ahora resultaba egoísta. Contemplando las níveas corolas, exclamó : son sexo. Yo le creí, pero volví a llorar entre las flores blancas.

Los otros diablos estuvieron acaso un instante, cuando más una hora. Este se quedó siete meses. Puesto que él mismo los había traído, permaneció en la casa como si fuera suya y él de hierro. Siete meses en que, ante cada capullo, cada fruta, cada piedrecilla colocada con gracia ante sus patas, él murmuraba: sexo.

Es increíble pero, en un comienzo, yo quise ponerme de rodillas ante el pajizo diablo. I se lo confesé, como quien espera que le arrojen la alfombra o un césped para amarlo. Pero sólo me manifestó que las rodillas se encontraban muy cercanas al sexo.

Desde que dijo sexo ante cada corola de acacia, tendida ante sus patas, como un pequeño fuego virginal, y también ante el higo que se entreabría, henchido, dejando ver sus tintes de obsidiana, sólo pensé en la piel. Me crecía. Era una vestimenta que yo no conocía pues, para amar de veras, la piel es como el muro que nos turba impidiendo que lo más verdadero, lo más reservado, lo más hondo y secreto del amor se extienda como aroma o como hálito. El amor es más olor que pétalos. I si uno mueve las hojillas es para ver si envuelve más y entonces existe plenitud pero rellena y húmeda de piel. I el auténtico amor queda flotando en torno como el aire.

Sexo dijo cuando le llevé la cinta y alguna copa llena de agua. Sexo dijo cuando le llevé una gota de lluvia transparente. Sexo dijo cuando le ofrecí medallas y retablos. Entonces, yo se lo creí. Pero un día resplandeció ante nuestros ojos una franja de cielo. —Eso, ¿también es sexo?— pregunté. —Disimulado— respondió. —Además, es un sexo muy viejo, porque eso que han llamado las nubes, son nada más que hebras de canas—. Me estremecí, pero seguí creyéndole. I una vez que cayó una llovizna, delgada ya como mi antiguo amor, me comentó: —Es el sémen del cielo—. Permanecí callada. I la piel me creció como una enredadera enlodada y me seguía creciendo como un monte reseco mientras lo veía en su asiento, ya seguro y contento de mi carne. A veces se tendía en el diván. Con un tono de níspero, veía su semblante blanduzco y se desperezaba como un fauno.

Si alguna vez he amado a alguien, éste me puede maldecir. Lo que llevé por dentro —llamárase ansiedad, calor, ternura— sea para toda blasfemia. No merezco que el guijarro se humille ante mis pies. Porque el diablo avanzó con sus piernas peludas y morenas hacia mí y entonces fue que vi su semblante de bóñiga. Debí haberlo visto antes. Avanzaba hacia mí, como un mono. Tenía una inmensa panza. Las dos alas de avispa batieron lentamente en mis hombros. Le corría de los labios una miel pestilente. Ahora se reía. Los dientes cual pequeños fragmentos de esperma y las pestañas y las cejas como pelos de gordas y lustrosas cucarachas. Entonces fue que volví en mí. Yo imaginé, yo fantasié que iba a clavarme entre los muslos el reverenciado, exaltado y rayado ciempiés de su sexo cuando me defendí como una poseída agresiva. I concebí que ya él estaba a punto de echarme en el diván, que había conocido mis sollozos, para hundirme bajo su obesa hombría de requemado infierno, cuando intervino el Ángel.

 

 

 

Ida Gramcko (Puerto Cabello, 11 de octubre de 1924 – Caracas, 2 de mayo de 1994) fue una poeta, dramaturga, ensayista, narradora, cuentista y periodista venezolana. Se inició en las letras desde muy joven con el poemario Umbral (1942). A los diecinueve años se convierte en la primera reportera de periodismo policial y cronista en el diario El Nacional. A los cuarenta años egresa como Licenciada en Filosofía de la Universidad Central de Venezuela en donde dictó la cátedra de Poesía y Poetas en la Escuela de Letras.



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