Revista Latinoemerica de Poesía

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"Los papeles salvajes" de Marosa di Giorgio



 

 

Nota y selección de Alejandro Cortés González

 

Los papeles salvajes, antología de Marosa di Giorgio que se ha publicado seis veces hasta la fecha, la primera de ellas en 1971, reunía escritos de su primer libro titulado Poemas, publicado en 1953 cuando la autora tenía solo 21 años. La sexta edición de Los papeles salvajes de 2008, no fue antología sino Obra Reunida, donde por primera vez se incluyeron poemas de su libro Diamelas a Clementina Médici, que la autora escribió a raíz de la muerte de su madre.

 

Presentamos algunos escritos de Poemas (1953) y Diamelas a Clementina Médeci (2000), que hacen parte de Los papeles salvajes Obra Reunida (2008), donde di Giorgio expone distintos matices de un bosque de hechizos: ese estilo particular de poema en prosa, brujeril y exuberante, inusual e inclasificable, que la misma autora desistió de definir:

 

“Para qué poner etiquetas a lo que una hace. Lo escrito, escrito está y no va a variar por el hecho de que lo cataloguemos de una u otra forma”. M. di Giorgio.

 

 

De Poemas (1953)

 

1

 

Sobre el promontorio, la casa era un cascarón macabro. Tuve miedo. La fiebre me hacía delirar un poco. Me asomé a la ventana. La medianoche tenía luna. Una alta luna, entera y sombría.

 

Los magnolios se ilusionaban y querían estallar sus pimpollos como balas blancas. Pero, no era tiempo aún. Huían los cipreses. La luna vibraba en los cipreses. (Y yo había visto enrojecerse el bosque en el crepúsculo, enrojecerse, y lo había dado por calcinado). Y venía olor a glicinas también, un triste olor a glicinas; había glicinas. (Yo las había visto en el crepúsculo, prendidas en su fuego

lila, funerario).

 

La fiebre me golpeaba las sienes. Salí. La jauría estaba adormida y no me oyó. Iba descalza. La jauría no me oyó. Un agua finísima, finísima, escintilaba el pasto. En las rocas, las escarpadas rocas, innúmeras, oscuras, estaban sentadas, quietas, las mujeres de la medianoche. Las magdalenas o las verónicas de la medianoche. Largas, finas, inclinadas, rezaban o esperaban, vestidas de interminables cabelleras. Me acerqué a una: -Magdalena, Verónica, (un

nombre así).

 

Y bajé. Seguí bajando. Al estanque. La luna, sombría, caía de lleno sobre el agua. Junto a las espadañas, se amontonaban estremecidas, oscuras, graznantes, las ocas. Me detuve. Vi la luna queriendo sostenerse a toda costa en la punta de un ciprés. Pero, el ciprés vibró y la sacudió.

 

Y ella tuvo que descender, borroneada, disimulada entre los magnolios. Después, recordó al guardabosque.

 

Entonces, empecé a caminar hacia el sur; caminé entre los árboles del sur.

 

Buscaba al guardabosque.

 

Lo hallé en un claro, sobre una roca, inmóvil. De cobre. Había encendido un gran fuego. Yo le dije: Tuve miedo en la casona. Pero, él estaba cobrizo, dormido. El fuego pareció un faisán intentando el vuelo. Después, una cesta de mariposas que no se atrevieran del todo a volar. Yo me acerqué al hombre y le dije de nuevo: Tenía miedo en la casona.

 

Pero, él no me oyó.

 

El fuego daba un suave perfume amargo. Habría quemado ciprés. El fuego era una canasta de mariposas. Yo tomé una astilla y saqué una mariposa colorada. La puse sobre el hombre. Saqué una mariposa verde y la posó sobre el hombre. Y luego, otra mariposa colorada. Las mariposas revolotearon y proliferaron. El dio un grito, largo, aullado, negro. Un grito como un ciprés. Pero, la boca se le llenó de mariposas. Y el grito se le llenó de mariposas. Y hasta el alma se le llenó de mariposas. Yo me reí; y me aleje riendo y terminé en el bosque una larga carcajada. Busqué la luna entre los árboles; pero, no estaba. Vino un viento leve, claro. Y los magnolios tuvieron el tiempo de estallar sus balas blancas. Vibraban los cipreses.

 

Vino un viento, claro, verde, y deshizo los árboles, que se reconstruyeron enseguida.

 

Sentí que se enfriaban mis sienes.

 

Miré hacia las rocas. Ya no había nadie. Me acerqué al estanque. Las espadañas tenían ya, sus azucenas volanderas, sus azucenas oscuras como copas de vino. Las ocas volaron de entre las espadañas, rojas y rosadas. Volaban las ocas, ya rojas y rosadas.

 

Rodeé el estanque. Me alejó un trecho.

 

Un revuelo y un resilbo me volvieron.

 

Había bajado la cierva. Había bajado la cierva al estanque, a beber. La fina cierva, manchada, con su lustrosa cornamenta.

 

La jauría huyó, huyó, hacia el este, loma arriba, huía hacia el este, las suaves lomas arriba, en una fuga desesperante y bella. Los perros se iban quedando, derrotados.

 

La cierva llegó a lo alto. Y se paró, repentinamente. Deslumbrada. Estaba saliendo el sol.

 

 

 

4

 

Entre amargas y dulces maduraron las piñas de abril.

 

Los pájaros que ponen huevos rojos vuelan en torno a la casa, vuelan, vuelan.

 

De la chimenea sale humo, humo, humo.

 

La abuela prepara un pastel de huevo y piñón.

 

La niña salta de un cuarto, al otro, y al otro.

 

La niña –zapatillas silenciosas y delantal.

 

En el umbral de la cocina, la detiene la abuela: -Campánula.

 

Llamándola -Campánula, y -Ramita de pino, y -Piñón.

 

-Necesito más huevos rojos.

 

-Treparé a los pinos.

 

-No a los de acá. Ya están vacíos. Tendrás que ir al bosque.

 

Sale. Toma el sendero que parte en dos la huerta. A las veras, membrilleros enanos, y jaras y humo.

 

En el paso, así no le dan paso, las cañas, batientes.

 

Un pájaro amarillo, deforme, con un enorme pico, da un silbo.

 

Ella, alegremente, le responde con otro.

 

Y salta las piedras. Y se salpica. Y sale al campo. En algún lugar, lejos, mugen las vacas; en algún lugar lejos, porque el campo está vacío.

 

Pasa velozmente campo, campo, campo.

 

Se le cruzan las colinas. Y las baja, velozmente.

 

Entonces, en el oeste y hacia el sur aparece el pinar.

 

Negra el pinar en el oeste y hacia el sur.

 

Cuando se acerca, el viento le sale, fragante, al paso.

 

El viento anda enamorado y no quiere dejar el pinar.

 

Ella busca un árbol. El más ramoso. Lo trepa.

 

Se hiere. Se le deshace el moño del delantal. Pero, no encuentra nada. No hay nada. Desciende. Trepa otro. Los cabellos se le enredan en las ramas. Le arden las manos. Pero ahora si encuentra nidos. Hay dos, grandes, juntos. Va a tender las manos; pero, se detiene. Dos palomas negras, anchas. Dos palomas de ésas que ponen huevos rojos, están vigilando. La miran fijamente, con sus ojos duros y negros. Y silban.

 

Ella siente como que le golpean la sangre. Sufre. Y desciende temblando. Queda al pie del árbol. Como una campánula, temblando. Pero, el viento viene, amigo, y la toca. Ella ha creído muchas veces que el viento es una niña

que vive en el pinar. El viento la invita a seguir. Le muestra el sendero. Le muestra un árbol bajito. Y ella se acerca y le arranca una piña madura, y la desgana, y la muerde.

 

Entonces, sale de entre los árboles, un perro. El viento dice algo y enmudece. Es un perro grande, castaño, alto. La dentadura, fina, hermosa, le relampaguea.

 

Pero ella ama a los perros.

 

Pero, es tarde. Ve en el fondo del bosque caerse el globo colorado y solo del sol. Allá en las cumbres, queda apenas un relampagueo que no va a durar mucho.

 

Deja el bosque. Dice adiós al viento del bosque. La silban desde sus nidos, los palomos que ponen huevos rojos.

 

El perro, enorme, ágil, sigue con ella.

 

En el campo, en las colinas, el perro salta delante de ella, ágil y enorme. Al llegar al paso, el perro aúlla.

 

Alguien huye temblorosamente de entre las matas, el perro salta el paso. Ella pasa apenas. Se salpica. La castigan las cañas con sus espadas ásperas.

 

En el resto del camino, membrilleros enanos, y jaras, y humo.

 

De la chimenea negra, humo, humo, humo.

 

La luna ha clavado su herradura fina, de vidrio, en mitad del cielo.

 

La chimenea le envía humo, humo, humo.

 

Llega a la cocina y entra. El perro se detiene en el umbral.

 

A la voz de la niña se vuelve la abuela.

 

Y la abuela da un grito horrible.

 

La palabra “lobo” rompe los oídos de la niña.

 

La abuela enloquece y golpea enloquecida, la puerta.

 

Cuando puede volver a mirar, ve a la niña, caída junto a las chimeneas. Y cuando puede detener el sacudón bárbaro de sus brazos, va hacia las chimeneas. Levanta el pequeño cuerpo, que se le dobla como una campánula.

 

Lo oprime, lo oprime. La niña está muerta.

 

La oprime, la oprime. Tiene olor a ramita de pino, y a piñón.

 

 

 

De Diamelas a Clementina Médici (2000)

 

 

* * *

 

No jugabas con nadie, ni con los dioses ni conmigo.

Yo te veía absorta, inmóvil. Y hermosísima.

Nunca te miré comer, creo que no comías.

Te vi tomar té... eso. Mientras ponías un ribete de humo a tus negros ojos y mimabas la cara con almendras.

Entre nosotras pasaron las glorias, las desdichas, (sobre todo), la luz del mundo. Y la infinita luz.

Tú me mirabas, quieta, triste, tomando té.

O te bañabas con almendra.

 

* * *

 

Querías verme y ver el sol. Pero, igualmente, te llamaron. ¡Mamá!

¡Contéstame, mamá!

Sí... Frente a todo lo del mundo, tu grandeza es estar en otro sitio.

Voy de visita a la nueva casa tuya.

Es en el aire casi.

Abajo corre el muérdago.

Arriba he visto entrar y salir a la paloma de los cuentos.

Pero no te asomas nunca.

 

* * *

 

A veces, cuando veo una pequeña niña, me digo: ¿No será Clementina Médici que ha vuelto?

Y siento deseos de robarla y de criarla.

 

* * *

 

Mamá, te llevo en brazos, estrella, nena del puerto del Salto; hija de Eugenio y Rosa, melliza de Josefa, hermana de Ida, esposa de Pedro, veo tus años junto al río, tu ir y venir al colegio (Preve), la Primera Comunión fija en la fotografía. La monja que te asistió.

Y la boda, del Carmen, vestido rosa, medias con vainilla, melena breve y ojos azarosos.

Y los invitados todos, sentados en las flores.

Y aquellas flores otras que caían del cielo, blancas como astros, y nadie pudo cazar nunca.

Y las miradas cortas, extasiadas,

hacia ti,

de la comadreja y del lagarto,

nerviosos en tu boda.

 

* * *

 

Estoy sentada en el lugar de siempre, en el mismo sitio. Esperando vengas.

Con el vestido azul, el collar y el abanico.

Virgen de las tardes de mi vida.

En tanto arde la estrella vesperal envuelta en lágrimas que hará nacer los lirios, cirios, setas rojas y de color de rosa.

Mamá: Eso cómo se llama? Y aquello ¿qué es?

Enséñame, mamá. Ayúdame.

En medio de esta tarde oscura.

En medio de esta noche fría.

 

* * *

 

A estos dos seres que viajaron desde lo hondo de los universos, a juntarse y a crearme, Pedro y Clementina – Clementina, Pedro, ahora aparentemente no visibles,

dejo el pimpollo sacro de la rosanieve.

Dejo la rosa roja de la resurrección sombría.

 

* * *

 

Pongo a tus pies turquesas, turmalinas, rubíes, y platinos y diamantes, y todos los metales raros del planeta, unos que tienen nombres de flor. Otros que tienen nombres de hadas.

Y la mariposa aquella del Sacrificio, (pero cómo pudo ser?), que, sin embargo se queda con nosotras!

Y nos mira con sus antenas largas como hilos.

Y aquella ropa de nieve azul.

 

* * *

 

Unas plantas dan rosas, otras lises, y hay otras de nuevo estilo y sólo dan a luz alondras. Tu jardín todo bordado a mano. ¡Y aquel tulipán color naranja! ¡Nunca vi nada igual! ¿Cómo lo hiciste? Fue un primo príncipe. Sólo por una semana. Lo rescato desde lo hondo de los años.

Te veo en el atardecer. Entre tus dedos, tu puñal es una hoguera; las cejas, cuidadas, negras, una un poco rebelde, pero, no se notaba, ama jardinista.

Bajo el sol que cae, yo soy tu penitente, y repto de rodillas, tramo a tramo, tramo a tramo, marchando humilde y empecinada, al sitio donde plantaste las últimas violetas.

 

* * *

 

Fui a visitarte y vi dos colibríes. ¡Oh, esos fuegos verdes y en vuelo!

Sé que los mostrabas tú, diciendo: Yo también tengo cosas vivas.

Me serviste desde tu caja,

esas copitas de licor furtivo.

 

* * *

 

O acaso me saludabas con esos colibríes.

Habrás dicho: Viene Marosa. Ya está ahí. Le voy a mostrar dos colibríes. Yo soy quien los arma. Pero, vamos a verlos juntas.

Sí, sí, mamá. Ni es necesario que me lo digas.

 

 

 

 

**

 

 

MAROSA DI GIORGIO

 

Poeta uruguaya nacida en Salto en 1934. Desde 1978 se radicó en Montevideo donde inició su carrera poética en 1954 con su obra «Poemas». Su ascendencia italiana y vasca la convirtió en una poeta singular, cuya obra respondió siempre a las exigencias de su mundo interior, donde la naturaleza, la magia, la mitología y el misterio, se convirtieron en importantes protagonistas. El conjunto de su obra, reunida en «Los papeles salvajes», se amplió con dos volúmenes que incluyeron «La liebre de marzo», «Mesa de esmeralda», «La falena», «Membrillo de Lusana» y «Diamelas de Clementina Médici». Sus poemas y relatos fueron traducidos al inglés, francés, portugués e italiano. Recibió importantes distinciones entre las que se destacan la Beca Fullbright y el Primer Premio del Festival Internacional de Poesía de Medellín en 2001. Falleció en el año 2004. ©

 

*Biografía tomada de amediavoz.com

 

 



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