Revista Latinoemerica de Poesía

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52. Tom Maver



Nota y selección por Jorge Valbuena

 

Las huellas tienen vida propia, algunas alzan vuelo o se retuercen en su piel, deciden ser ave o insecto, renegar de su abismo o naufragar en su sombra. Pero regresan, siempre están regresando al lugar de su partida, y se acumulan hasta llenar los estantes del silencio. En la poesía de Tom Maver (Buenos Aires, 1985) las huellas y el tiempo adquieren una voz lluviosa, cada sitio que lleva a cuestas guarda una niebla imprecisa que el lenguaje se encarga de develar; sinuosa, la poesía se ilumina bajo esa voz, cayendo rumorosa y breve, como el agua que busca en cada esquina un espacio para seguir, aún a pesar de las ruinas que pesan en el aire, fluir con las edades abiertas.

Los espacios se multiplican, bajo los escaparates de los recuerdos nacen cuerpos y voces que se transforman en inquietud, sospecha, nostalgia, incertidumbre. Un diálogo perpetuo con los senderos que se habitan; esta voz busca en espiral una salida, una intención de fuga, pero resucita en los mismos linderos de su extravío.

Aquí una selección de poemas de su libro Yo, la incesante nieve:

 

 

 

 

A lo largo de mi vida

construí muchas casas.

De todas me fui, las dejé vacías,

plenas. Entre una y otra fui encontrando

una soledad donde mi alma aprendió

que lo que amamos no tiene protección.

 

Ninguna de ellas me pertenece.

Para mí, las paredes, los cuartos de baño,

las piezas, responden sólo –ahora lo veo-

a la tenue organización de la nada.

¿Cómo dejar intactos los cimientos

de mi errancia,

si todas las puertas están abiertas

para que llegue a cualquier punto

de su encierro?

Pero si no hay a dónde ir

en rigor, no podemos ser prisioneros.

 

Bajo cada techo

pienso con tranquilidad y malicia:

Estos refugios que amparan mi desvarío

no saben hasta dónde podría llegar.

 

 

 

 

 

 

Ahora que estás de vuelta

y otra vez sos resistente

al paso del tiempo

 

sentís una dulce dejadez,

sacás de la valija cosas desgastadas

y apilás en canastos

lo que ya no te sirve.

 

En fin, no hay horarios

para la impuntualidad de los regresos,

y viendo tus bolsos semi vacíos, comprendés

que no hay lugar para lo que perdiste.

 

Pero ahora, en el lavadero

donde el sol seca tu cara y tus manos

y el aire se llena del perfume

de la ropa limpia colgada de las sogas,

 

te invade una nueva predisposición, unas ganas

de que nadie más que vos, en esta paz,

sea quien se quede planchando

los pañuelos de la despedida.

 

 

 

 

 

Ya ni sé cuánta gente vive en mi casa.

 

Es ir a lavarme los dientes mientras uno se baña

y otro termina de afeitarse.

Para pasar por el pasillo hay que esperar que pasen

cinco, diez, treinta y seis tipos seguidos.

Hay fila para subir la escalera, turnos para dormir

y una estricta división y control de las tareas domésticas.

Ya casi nadie se ríe de lo que tuvimos que hacer

para aprovechar el espacio al máximo. Y con el tiempo

 

no iba a ser fácil mantener la memoria colectiva

que se abarrotaba con nombres, caras, voces...

Cuando quise anotar aquello que me resultaba excesivo

por así decirlo, alguno ya había escrito mis papeles.

Extrañado o resignado, me llevé las manos a los bolsillos

y hallé otra mano tocando la mía con mis propios dedos.

Como pude, traté de esconderme en el anonimato

que a la vez me delataba y me perdía. Así se fueron

dividiendo y perdiendo, en esta suerte de intermitencia,

mis pasos lentos en el patio, mi cansada postura yéndose

con disimulo de donde soy desalojado.

 

 

 

 

El paracaídas

se abrió

como una solución

provisoria

 

como un nido

del que por primera vez

me lanzo

a sentir otra

respiración

ligada al viento,

 

caigo

 

sin que las lágrimas

me detengan

 

contra el final

del sueño

hasta la raíz misma

de la caída

donde encuentro el agua

que me mantendrá despierto

en medio de esta noche.

 

 

 

 

 

 

La hamaca te llevaba y te traía en la tarde.

Lo recuerdo

como si no te estuvieras por ir a Alemania

para hacer algo con tu vida,

como decías vos.

 

Yo te veía ir y venir, y tenía la impresión

de que le robabas algo al tiempo,

buscando las pruebas de su existencia

porque ¿quién entiende bien cómo

pasa tan rápido una tarde o un año?

 

De vuelta en casa, preparaste un submarino,

tus ojos parecían los de una fiera

dando vueltas alrededor del fuego.

 

En ese momento sentí oscuramente

que aquello que podríamos llamar “aprovechar

el tiempo”, para vos era una abstracción,

un vaivén que no nos toca,

y entonces pensé:

¿Por qué no ver al tiempo

como otra barra de chocolate

disolviéndose en tu taza,

como algo que una cucharita podría atravesar

una y otra vez

dejándonos un resto dulce

en las tazas aún tibias?

 

 

 

 

 

Sólo por jugar ella nombraba cosas

y escribía con fruición esos nombres

sobre las mismas cosas que nombraba.

Salía al jardín que tenía en su casa

y si veía una rama que le gustaba, decía

en voz alta y escribía sobre ella

RAMA, como si se hablara a sí misma

para no perderse, trepada al árbol.

Con el tiempo, escribir y nombrar

se parecieron mucho a desear

y donde veía una rama que le gustaba

murmuraba y enseguida escribía BROTE

como si de la misma palabra estuviera saliendo.

Y a veces era tanto el entusiasmo

que dejaba escrito en el aire

el lugar de un nido caprichoso.

Así fue notando que las cosas cambiaban

y había que volver a nombrar las ramas

cuando eran troncos o tallos u hojitas recién salidas.

Y a veces esto ocurría al revés.

Con sus propios ojos comprobó que un pájaro

fue acercando palitos a la palabra NIDO.

Entonces ella empezó a nombrar

hierbas, maderitas, pequeñas

ramas para ayudarlo. Mientras

el pájaro iba recogiendo esos préstamos

y al llegar arriba, piaba, alegre. Fue justo ahí

cuando la niña se dio cuenta de que ambos,

entretejidas sus voces,

estaban armando el nido en voz alta.

 

 

 

 

 

 

REUNIÓN DE PADRES

 

 

La maestra

 

Se ve que algo le está faltando al chico

y a ese mundo que tiembla con él, diría yo.

 

En sus cuadernos donde dibuja a la familia

el cielo es negro de crayón muy apretado.

 

No habla pero tampoco llora en los recreos.

Es difícil saber si sueña con venganzas.

 

¿Nunca se preguntaron por qué al volver del colegio

siempre se pierde como dudando de algo?

 

Aunque le disguste su infancia,

ustedes sienten que algo crece y peligra

 

cuando todo en él se inquieta de golpe

y el silencio amenaza con ojos saltones.

 

Pero bien pensado, de poder alcanzar

ese mundo desprotegido,

 

quién sabe lo que pasaría.

 

 

 

 

El padre

 

No estoy seguro,

pero sinceramente creo que hace falta

mucha ternura para comprender en estos casos,

una suerte de silencio, otro tipo

de acercamiento desde donde

poder ver con mayor claridad

el color de sus ojos cuando pinta en clase

sin que le tiemble el pulso.

 

La razón por la que estamos acá, en el fondo

es prevenirnos de esa tremenda

vitalidad que tienen los niños. Pero

¿de qué nos queremos proteger:

de los dibujos de un chico

o de cómo nos mira, como si fuera él

el único capaz de entendernos?

 

Usted, señorita, que todavía está a medio paso

entre la infancia

y la adultez, quizá sea mejor

que sepa que la alegría es mucho más

seria y compleja que la tristeza,

y que no es tan fácil, créame,

separar las aguas.

 

 

 

 

 

No llegué a aprender nada por mi cuenta

todo me lo tuvieron que decir

todo me lo sirvieron en bandeja un día que ayuné

estudios, trabajos, familia,

pasé todo y no pasó nada

que me cambiara el modo de afeitarme.

 

¿Soy acaso un animal que ríe?

¿seré desplazado si escribo un poema?

¿echado de la sociedad por hacer sombras

en la pared del lenguaje?

 

En efecto, así fue:

me trajeron de los bordes

al medio del régimen

a golpes de gramática sobre mis poemas,

fueron con saña sobre lo que conocía demasiado

hasta que no supe lo que pasaba, y me dije:

la realidad es una, la realidad es una

y las medias se cambian todos los días.

 

Aun así, leí manuscritos arcaicos, traduje,

quemé, taché, rescribí lo conveniente,

hice listas de libros prohibidos,

libros que ya me había memorizado.

Cuando empezaron a perseguirme

logré escapar hacia la frontera

sin saber qué dejaba a mis espaldas.

 

Y me sigo preguntando

qué animalito soy

yéndome de todos lados, viniendo de ninguno

escribiendo sobre la imposibilidad

de aprender algo

cuando se es chico y todo es nuevo

y todavía somos una especie de extranjeros diminutos.

 

Escribo estos papeles

como si fuera la primera vez que hablara

y los dejo en los bordes de los muros

donde antes proyectaba sombras

y que hoy atravieso como lo haría un insecto

que roe los ladrillos de lo conocido

abriéndose paso.

 

 

 

 

 

ACTA DE NACIMIENTO

 

El acta de mi nacimiento

fue lo primero que escribí.

Tenía tanta necesidad de hacerlo

que lo tuvieron que escribir por mí

con un estilo que no era del todo mío

poco trabajado, chato quizá

pero directo y conciso

sin vueltas metafísicas.

 

Era necesario hacer ese poema

para que mi nacimiento

empezara conmigo.

 

Y ahí estábamos yo y enfrente, él

corroborándonos mutuamente.

 

En aquel primer escrito, hecho de un tirón

ya se puede observar

el hilo conductor de mis trabajos posteriores

que no fueron sino diferentes tentativas

de dar cuenta de mí mismo.

Fragmentos

que me cuestionan o me certifican

y, en suma, debaten mi existencia.

 

 

 

 

 

 

Hablarte mientras dormís

es lo más parecido que conozco

a escribir un poema.

 

Sujetada a tu respiración, amagás

con irte, con quedarte.

 

Es como si no estuvieras del todo

y esa suerte de intermitencia

me va guiando en lo que digo.

 

Paso la mano por tu cuerpo

y se hunde en el puente

que atraviesa de ayer a hoy

y te pierdo y te sigo en el pasaje.

 

¿Qué se oye, qué dirección

toma este largo devaneo?

 

Las frases te acarician el cuerpo,

te tapan y sin querer te olvidan

en su afán de acomodar

el rasgueo de tu respiración

al tono oscuro de mi voz.

 

¿Qué le hace a uno alargar más

y más la declaración, hasta casi sabotearle

lo poco que tiene que decir

para quedarse revoloteando

alrededor del silencio como

de un fuego que mantiene despierto

al enamorado de las palabras?

 

¿Qué duración, qué soledad

atraviesa el insomne

con la sospecha de que, quizá, no esté solo

en la inmensa noche?

 

Es posible que más tarde

llegue de algún lugar

inexistente para mí

y sin terminar de abrir los ojos

estire la mano, diga alguna cosa

y yo, del lado del día,

en medio de la nada, la oiga mansamente.

 

 

 

 

 

 

Al fondo de lo que quiero decir

hay algo que no se mueve.

El peso de la sed

el temor de morir ahogado

lo hacen apenas parpadear.

 

¿Será cierto que nunca sintió la lluvia en su lomo

y desconoce la luz de la luna?

¿Es verdad que no puede hablar?

 

Las redes que buscan sacarlo a flote

vuelven con tejidos que no parecen decir nada,

vacías y llenas al mismo tiempo.

 

No va a dejarse pescar.

No quiere saber nada con ese entramado

que lo devolvería al mundo

por fin visible y terrible.

 

Los testimonios alojados en la cavidad de sus ojos

se hundirán más y más

desdeñando las señales de luz

que brillan en los anzuelos.

 

Sobre la superficie

quedan estas redes de preguntas

que van una y otra vez al fondo

y vuelven con algas y amapolas y pequeñas

embarcaciones apenas entrevistas.

 

 

 

 

***

 

TOM MAVER – Nació en Buenos Aires el 2 de diciembre de 1985. Poeta, traductor. Yo, la incesante nieve (Ed Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2009) es su primer libro publicado.



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