La belleza oculta de los astros en Los intrincados silencios de la materia oscura
La belleza oculta de los astros en Los intrincados silencios de la materia oscura de Roberto Reséndiz
Por Daniel Acevedo Arango
Cuando era niño, todas las noches, solía pararme en la ventana, a ver las estrellas. Buscaba descifrar su misterio, lo que se escondía tras aquellos parpadeos de luz. Hay culturas que hablan de espíritus de antepasados que velan por la vida de sus descendientes y su legado, otras de los ojos vigilantes de una deidad que, inquieta, supervisa nuestras acciones más ínfimas (una deidad que sin duda debe ser arácnida para poder alcanzar tal presencia inagotable, con ojos que se reproducen como pequeñas luciérnagas en el mar de la noche). Al final, ciertamente, las estrellas han sido durante años la obsesión de músicos, artistas, filósofos y poetas. Una obsesión que bien nos ha dado algunos poemas notables. ¿Cómo evitar no recordar el “nocturno” de Octavio Paz, algunos versos melancólicos de Emily Dickinson o el inmortal Altazor de Huidobro y sus imágenes donde los astros se cruzan con los pequeños fuegos cotidianos?
Sin embargo, es cierto que hoy la ciencia astronómica nos ha permitido develar muchos de los misterios que se esconden tras estas esferas de luz que se reproducen sobre la cúpula celeste. Allí, a miles de años-luz de distancia, se entrecruzan imágenes de altos poderes de helio e hidrogeno, y cadáveres de estrellas que ya no están. Nuestra visión del cielo es limitada y el cielo traviste el enigma tras velos de colores y una distancia que, si uno se pone a pensar detenidamente, es absurda. Carl Sagan alguna vez reflexionó sobre esto y señaló con acierto: “somos polvo de estrellas reflexionado sobre estrellas” y “nuestra tierra es tan sólo un punto azul pálido en el universo” lo que demuestra nuestra pequeñez en medio de una inmensidad abrumadora.
El libro Los intrincados silencios de la materia oscura del poeta mexicano Roberto Reséndiz Carmona es una apuesta por construir una mirada poética sobre la intimidad de las estrellas, teniendo como base un conocimiento más profundo sobre su funcionamiento, vida, muerte y resplandor. Reséndiz se permite una observación más detenida, minuciosa, para experimentar el placer del hallazgo, los versos ocultos en los entresijos de los astros. No es una tarea baladí, porque no es sólo mirar al cielo y evocar los pequeños fuegos fatuos, sino adentrarse en las vistas privilegiadas que hoy los avanzados telescopios que se alzan sobre los desiertos evocan de las estrellas. Reséndiz se permite jugar, caminar, recorrer, saborear, oler, escuchar la piedra, la roca, el gas, la música ancestral, que se esconde en algunos de esos puntos refulgentes más representativos de nuestros cosmos.
Una presencia fuerte es la soledad, presente en los vastos, inhabitados y desconocidos rincones del universo, una soledad que no es sólo la del astro, sino la de quien observa. Hay una imposibilidad por la distancia de generar una intimidad con las estrellas. Sin embargo, la luz de alguna manera nos consuela en nuestra pequeñez, es el regalo de los dioses, lo sagrado que permanece. “A cuarenta billones de kilómetros/ una estampida de luces mitiga la soledad oceánica/ la antigua vereda de visión tardía” (p. 26) “La sincronía de la luz/ comparte el silencio de los árboles/ solitarios relámpagos/ cornisas que refractan/ el tiritante cuásar del agujero negro/ el trozo de flama del Prometeo anunciado” (p. 28). La soledad se hace consciente, irrumpe, violenta, el poeta es testigo de ella. Pero la resignifica, no necesariamente como algo negativo, sino como una parte inherente al cosmos, como una característica fundamental, que nos permite construir y explorar un pequeño camino de sentidos y rituales cotidianos en medio de la inmensidad de un océano que nunca termina “La soledad/ nos hace salir de los rincones/nos hace mirar al firmamento/al encuentro de amazonas y centauros” (p. 54). Mientras la luz, el fuego primigenio robado por Prometeo, ayuda a iluminar el sendero construido. Y el silencio, como el de los templos, nos recuerda que estamos en presencia de algo sagrado (no es casual, ciertamente, los juegos intertextuales donde aparecen personajes propios de la mitología griega, egipcia, romana y mexica). Lo que implica un profundo respeto por quienes, solitarios en la noche, ensimismados, observan el firmamento nocturno y se pierden, por horas, desvelando el misterio, el relato oculto, tras las paredes luminosas de una estrella. Reséndiz es, sin duda, uno de ellos.
Sin embargo, hay un profundo riesgo, la tragedia innombrable, la soledad absoluta, la pequeñez que desborda toda posible apropiación de un espacio que es inconmensurable. El impedimento que trae el hecho que somos seres finitos y que jamás alcanzaremos a conocer a fondo aquellos rincones lejanos y profundos de un universo en expansión. “Delirando reescribo la barca de Caronte/miro la tempestad del universo/otras novas/otros planetas/ cuatrocientos millones/ de una hiriente y solitaria lágrima” (p. 80). ¿Qué nos salva de esta apabullante derrota? La luz, el tiempo, la belleza y el olvido. Un tiempo que claramente no es el mismo nuestro sino aquel que le pertenece sólo a cada una de las estrellas y que rompe toda conexión con el ciclo vital de los hombres. Los astros imponen sus propias reglas y las manecillas del reloj pueden pararse por un momento y rendir pleitesía al ignoto observador. “El tiempo/ es la mejor forma de evitar/ Escombros de la babel sombría/las innombrables ciudades de la muerte” (p. 82)
Por otro lado, dentro de ese conocimiento de la geografía, la geología y el funcionamiento de las estrellas aparecen imágenes poderosas que resaltan una belleza desconocida: “Entre oráculos de magma/ giran montañas de un constante gris cobalto/abisales peces de un océano que a la distancia arde” (p. 49) o “La luna sanguinaria apacigua felinos al mutante cuervo de las nieves” (p. 72). Hay una clara invitación al viaje, pero no cualquier viaje, es uno cósmico, construido sobre imágenes evocadoras que, una tras otra, nos trasportan fácilmente a los intrincados “rincones” de la materia oscura, a los sueños parpadeantes de las estrellas. Porque si hay algo que resalta al interior de la poética de Reséndiz es que pongamos nuestra mirada, nuestros sentidos, sobre los acontecimientos que irrumpen alrededor de la roca en apariencia fría, los cuadros que ignoramos cuando observamos superficialmente el cielo nocturno. Hay allí un asombro como el de un niño ante los pequeños descubrimientos: “Aquí/ la lluvia es una palabra mágica/rompe el silencio/custodia la palabra de lo que seremos nosotros”. Y es bueno sentir como lector que eres participe del misterio.
Podemos concluir que la obra de Reséndiz representa uno de esos textos infaltables de leer en el panorama poético latinoamericano actual. Su trabajo y su sensibilidad hacia el cosmos abren puertas desconocidas, imágenes que aparecen ante nosotros en el cielo nocturno pero que ignoramos en medio de una cotidianidad que restringe el asombro. Leer “Los intrincados silencios de la materia oscura” me llevo a volver a ser niño, a admirar las estrellas como si fuera la primera vez, y recuperar algo de ese brillo que sacudió a Galileo, a Giordano Bruno, a Copérnico o al ancestral maya que desde la selva registró el paso del tiempo y los dioses escondidos en los astros. Y sólo por ello ya merece mi agradecimiento. Es una experiencia digna de evocar que recomiendo a los lectores que buscan otras posibilidades de expansión poética y el goce de acceder a imágenes inolvidables.
Gracias Roberto.