Revista Latinoemerica de Poesía

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LEDO IVO: ESTACIÓN FINAL



ESTACIÓN FINAL 

 

“mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario, mi patria sin lengua y sin palabras”. La patria del poeta es la palabra, eso lo sabemos y Ledo Ivo (Brasil, 1924 – España, 2012) no lo recuerda a lo largo de toda su obra. Un poeta con una cartografía muy especial en su obra, que abarca temas tratados por la historia como lo son el amor, la muerte, la cotidianidad, la pobreza, el dolor, pero que en su mirada contemplativa nos recrea las capacidades del lenguaje para crear una atmósfera y luego descrestar haciéndonos espectadores, partícipes, iniciados de una revelación: “Y entre nuestras paredes ellos se debaten: ciegos como nosotros”. 

 

Ledo Ivo fue un poeta de la contemplación con un estilo conversacional esencialista que buscaba desentrañar en las anécdotas más sencillas, en teoría, el sello poético que nos devela la magia de la vida, la belleza de lo simple, la música de cada momento. Eso lo leemos en Los pobres en la terminal de autobuses o en el poema El dinero de los poetas.

Compartimos algunos de los poemas que consideramos son esenciales de su creación literaria: 



Caballo muerto

 

A Xavier Placer

 

En el Caballo Muerto, las muchachas acostumbran pasear con los soldados. Y después amar. Sucede entonces un despropósito: ellas, después del amor, bordan en las nubes, con un alfabeto azul y blanco, los nombres de sus enamorados: José, Antonio, Manuel, Juan. 

Las muchachas vuelven más jóvenes de esos amores en el monte. Vuelven intrépidas, excitadas por el filtro de la luna. Y para ellas no hay exigencias, cobardías, acontecimientos. Solo existen los soldados del batallón. 

En agosto, enero y aún en septiembre, las muchachas aman en el Caballo Muerto. Pasan abrazadas a sus enamorados y dejan en la arena del camino algo como espuma o velo. Los soldados no saben hacer sonetos, ¡pero cómo aman!

En la noche, el Caballo Muerto nunca está solitario. Y si usted un día pasara por ahí y oyera voces, risas y gemidos de amor, no se asuste por miedo a los fantasmas. Son las muchachas amando a los soldados en el Caballo Muerto. 



Los murciélagos 

 

Los murciélagos se esconden entre las cornisas

de la aduana. Pero ¿dónde se esconden los hombres

que, a pesar de todo, vuelan la vida entera en lo

    obscuro, 

golpeándose contra las paredes blancas de amor?

 

La casa de mi padre estaba llena de murciélagos 

colgantes, como lamparillas, de las viejas viguetas

que sostenían el tejado amenazado por las lluvias. 

“Estos hijos chupan nuestra sangre” suspiraba mi padre. 

 

¿Qué hombre tirará la primera piedad sobre este

    mamífero

que, como él, se nutre de la sangre de otros animales

(¡hermano mío! ¡mi hermano!) y, comunitario, exige 

el sudor del semejante aún en la oscuridad?

 

En el halo de un seno joven como la noche

se esconde el hombre; en el relleno de su almohada,

    en la luz del farol

el hombre guarda las monedas doradas de su amor. 

Pero el murciélago, durmiendo como un péndulo,

    sólo guarda el día ofendido.    

 

Al morir, nuestro padre nos dejó (a mí y a mis

    ocho hermanos)

su casa donde en la noche llovía por las tejas quebradas. 

Cancelamos la hipoteca y conservamos los murciélagos. 

Y entre nuestras paredes ellos se debaten: ciegos

    como nosotros. 




Los pobres en la terminal de autobuses

 

Los pobres viajan. En la terminal de autobuses 

ellos alzan los cuellos como gansos para mirar 

los letreros de los camiones. Sus miradas 

son las de quien teme perder alguna cosa:

la maleta que guarda una radio de pilas y una chamarra

que tiene el color del frío de un día sin sueños,

el sándwich de mortadela en el fondo de la bolsa, 

y el sol de suburbio y polvo más allá de los viaductos. 

Entre el rumor de los alto-parlantes y el jadeo 

    de los autobuses 

ellos temen perder su propio viaje 

escondido en la niebla de los horarios. 

Los que dormitan en las bancas despiertan asustados, 

aunque las pesadillas sean un privilegio

de aquellos que abastecen los oídos y el tedio de los 

    psicoanalistas 

en consultorios asépticos como el algodón que tapa

    los poros de la nariz de los muertos. 

En las filas los pobres asumen un aire grave

que une temor, impaciencia y sumisión. 

¡Cómo son grotescos! ¡Y cómo nos incomodan

    sus olores aun a la distancia!

Y no tienen noción de las conveniencias, no saben 

    comportarse en público. 

El dedo sucio de nicotina restriega el ojo irritado

que retuvo del sueño sólo la legaña. 

Del seno caído y túrgido un hilito de leche

que escurre hacia la pequeña boca habituada al llanto. 

En la plataforma ellos van y vienen, saltan y aseguran

    maletas y paquetes,

hacen preguntas inoportunas en las ventanillas,

    susurran palabras misteriosas

y contemplan las portadas de las revistas con el 

    aire espantado 

de quien no sabe el camino del salón de la vida. 

¿Por qué ese ir y venir? ¿Y esas ropas estrafalarias,

esos amarillos de aceite de palma que duelen a la

    vista delicada 

del viajante obligado a soportar tantos olores incómodos,

y esos rojos contundentes de feria y de parque

    de diversiones?

Los pobres no saben viajar ni saben vestirse. 

Tampoco saben vivir: no tienen noción de la comodidad

aunque algunos de ellos posean hasta un televisor. 

En verdad los pobres no saben ni morir.

(Tienen casi siempre una muerte fea y poco elegante.)

Y en cualquier lugar del mundo ellos incomodan,

viajantes inoportunos que ocupan nuestros lugares 

aún cuando estemos sentados y ellos viajan de pie. 




Mi patria  

 

Mi patria no es la lengua portuguesa.

Ninguna lengua es la patria.

Mi patria es la tierra blanda y pegajosa donde nací

y el viento que sopla en Maceió.

Son los cangrejos que corren en la lama de los 

    manglares

y el océano cuyas olas continúan mojando mis pies

    cuando sueño. 

Mi patria son los murciélagos suspendidos en el estuco 

    de las iglesias carcomidas, 

los locos que bailan al atardecer en el hospital junto al mar, 

y el cielo curvo por las constelaciones.

Mi patria son los silbatos de los navíos

y el faro en lo alto de la colina. 

Mi patria es la mano del mendigo en la mañana 

    radiante. 

Son los astilleros podridos 

y los cementerios marinos donde mis ancestros 

    tuberculosos y con paludismo no paran de 

    toser y de temblar en las noches frías, 

y el olor del azúcar en los almacenes portuarios

y las lisas que se debaten en las redes de los pescadores 

y las trenzas de cebolla enroscadas en la tiniebla 

y la lluvia que cae sobre los corrales de peces. 

La lengua que uso no es ni nunca fue mi patria. 

Ninguna lengua engañosa es la patria. 

Ella sirve apenas para que yo celebre mi grande y pobre 

    patria muda,

mi patria disentérica y desdentada, sin gramática

    y sin diccionario, 

mi patria sin lengua y sin palabras. 




La nieve y el amor 

 

En este día de calor ardiente, estoy esperando la nieve. 

Siempre estuve a su espera.

Cuando niño leí Memorias de la Casa de los Muertos

y vi la nieve cayendo en la estepa siberiana 

y en el abrigo roto de Fédor Dostoievski. 

Amo la nieve porque ella no separa el día de la noche 

ni aleja al cielo de las aflicciones de la tierra. 

Une lo que está separado:

los pasos de los hombres condenados al hielo 

    obscurecido 

y los suspiros de amor que se pierden en el aire. 

Es necesario tener un oído muy fino 

para oír la música de la nieve cayendo, algo casi 

    silencioso 

como el rozar del ala de un ángel, en caso de que los 

    ángeles existan, 

o el estertor de un pájaro. 

No se debe esperar la nieve como se espera al amor. 

Son cosas diferentes. Basta que abramos los para 

    ver la nieve caer

en el campo desolado. Y ella cae en nosotros, la nieve

    blanca y fría

que no quema como el fuego del amor.

Para ver el amor nuestros ojos no bastan,

ni los oídos, ni la boca, ni aun nuestros corazones 

que laten en la oscuridad con el mismo rumor 

de la nieve cayendo en las estepas 

y en los tejados de las cabañas oscuras 

y en el abrigo roto de Fédor Dostoievski. 

Para ver el amor nada basta. Y tanto el frío del invierno

    como el calor escaldante

lo alejan de nosotros, de nuestros brazos abiertos

y de nuestros corazones atormentados. 

Fiel a mi infancia, prefiero ver la nieve

que une el cielo y la tierra, la noche y el día, 

a ser presa indefensa del amor, 

el amor que no es blanco ni puro ni frío como la nieve. 

 

Ledo Ivo (Maceió, Brasil, 1924 – Sevilla, España, 2012) no fue solo uno de los más prolíficos, hondos y renovadores poetas de su generación, la llamada del 45, movimiento de reacción estética contra el clima anárquico de la primera fase del Modernismo; también fue, además de un sagaz ensayista, un narrador sutil que usó la prosa para comprender el alma de su país, Brasil, de un modo que ayuda a entender mejor el mundo. 

Miembro de la Academia Brasileira de Letras desde 1986, su obra abarcó todos los géneros, pero giró siempre sobre el mismo eje: la poesía. Publicó su primer libro, los poemas de Las imaginaciones, en 1944. Posteriormente, firmó títulos fundamentales de la poesía brasileña hodierna como Estación central (1964), La noche misteriosa (1982), Rumor nocturno (2002) o Plenilunio (2004). En Cuba se le otorgó el Premio Casa de las Américas, en México el Víctor Sandoval y en España el Premio Leteo. Su novela Nido de serpientes (1973), recibió el Premio Nacional Walmap, uno de los más prestigiosos de Brasil.



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