Apuntes sobre la poesía, por Daniel Freidemberg
¿Cambiar la sociedad? No es tarea nuestra, no al menos cuando escribimos poesía o reflexionamos sobre ella. Ni siquiera incidir en la sociedad: se trata de mantener abiertas algunas potencias de vida, para que quienes quieran acercarse a la realidad abierta ahí, puedan hacerlo. Aunque a veces, hasta cierto punto, incidamos en la medida en que incide la poesía, más bien como efecto colateral. Nadie sabe qué puede ocurrir con las potencias de vida que se abren. No inmediatamente, no como algo que pueda medirse ni determinarse. Se escribe o se lee poesía para que algo pase que no sabemos qué es, y acaso nunca lleguemos a saberlo.
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Una vida menos limitada. A eso aspiramos en el encuentro con la poesía. Una vida en la que, al ya no saber bien quiénes somos o qué sabemos, se abran posibilidades. Eso: apertura de posibilidades, puesta en acto de posibilidades que no entraban en la cuenta. Advertir que nuestra inteligencia, sensibilidad o imaginación da para bastante más de lo que suponíamos.
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¿Toda la poesía? Sí y no. Pienso, cuando se dibuja en mi mente esa palabra, “poesía”, en “algo” que hizo, cuando empecé a ir hacia la poesía, que me resultase necesaria. Y que, aun con los replanteos que produce el tiempo, sigue llevándome a leer poesía y a escribirla. ¿No son poesía, entonces, las producciones que vienen así rotuladas y que muy poco tienen que ver con “eso” —potencias de vida, apertura de posibilidades, reverberación de sentido—, con eso que hace que la lectura y la escritura me resulten necesarias? No sé. ¿Por qué tendría que ser yo quien establece a qué cosas puede dárseles ese nombre y a cuáles no? ¿Es el nombre lo que importa? Sospecho, sin embargo, que al llamar “poesía” a esas producciones, algo de “eso” se les pide, y hasta que algo de “eso” vamos a encontrar en ellas, por el solo acto de pedírselo. Sería el acto de pedirles poesía, en esos casos, lo que hace de algún modo poéticas a tales producciones, como quien les presta por un rato un aura que hace posible disfrutarlas.
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No se trata de que la poesía me revele algo, me ilumine, me esclarezca, aunque muchas veces lo haga, de modos en que solamente la poesía puede hacerlo. A lo que uno va cuando va a la poesía es al placer (y el esfuerzo, y el juego) de ejercer sus mejores capacidades, de vivirse de otra manera a sí mismo.
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Contra la anestesia: es todo.
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Una película, una novela, un poema, no te dicen “las cosas son así”. Te dicen “¿qué pasaría si las cosas fueran así?”
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Todo el tiempo, hasta donde se pueda, empezar a ver todo de nuevo. ¿También aquello que ya conocíamos y que valoramos? También, y especialmente. ¿No es precisamente eso, lo conocido y valorado, lo que más se presta a ser visto de nuevo o lo pide para que no se reseque, de tan manoseada, su relación con nosotros?
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No es tanto porque te muestre cómo son o cómo pueden ser las cosas que la poesía te enseña algo, sino porque te da los instrumentos para que puedas ver lo que no veías, o te entrena en el ejercicio de capacidades que no sabías que tenés.
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Contacto físico con la materia verbal, o sensorial. Está bien, sí: algo siempre “dicen”, según lo que se entienda por “decir”, los escritos que llamamos “poemas”. Algo que tiene que ver con la significación transmiten, y no solo poemas “comprensibles” como los de Brecht o Pacheco, sino incluso, a su modo, los de En la masmédula. Pero no puedo dejar de fijarme en “eso” del orden de la sensación que a uno le ocurre al leer, como a Neruda le ocurre con la palabra “orégano”, a Tuñón con “Turkestán” o a mí con “Yunta oscura trotando en la noche”: es obvio que está también jugando el sentido en ese verso de “El pescante”; que, en buena medida, al sentido —oscuridad, movimiento, avance— lo produce el talento de Homero Manzi para disponer las vocales, las consonantes, los acentos. Pero eso que en alguna parte del oído mental se estremece cuando le van llegando, plenas de materialidad, según su propia respiración, las ues y las oes, las enes, las tes, las erres, vale por sí mismo, como valen el acto de acariciar una piel, el de percibir el aroma del café recién hecho o el del repentino golpe que da Thelonious Monk en la tecla.
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Poesía: una experiencia de vivir la palabra. No usarla: vivirla.
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Taller: tratar de encontrar palabras con fuerza, con presencia, con vida. “Palabras con vida”: hablo de sonido y sentido, o de ese latir o esa vibración en que al sonido y el sentido no hay cómo separarlos porque son lo mismo. Como sea, la palabra es algo que está ahí, palpitando, tan ajena como propia, tan íntima como inconquistable.
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Cuando digo “un autor” (o “un poeta”), no hablo de una persona. Me refiero a una poética, una escritura, una “personalidad” implícita en los modos en que en un texto se relacionan entre sí las palabras, y en los modos en que los textos se relacionan con uno. Hay una “personalidad” en los textos de Carlos Drummond de Andrade y otra en los de René Char, una en los de Alberto Girri y otra en los de Ernesto Cardenal, una en los de Szymborska y otra en los de Cage o Fogwill, una en los de Eduardo Espina y otra en los de Fina García Marruz, una en los de Denise Levertov y otra en los de Rilke, una en los de Diana Bellessi y otra en los de Ramón López Velarde, una en los de san Juan de la Cruz y otra en los de Auden, una en los de Raúl Zurita y otra en los de César Mermet… Tono, actitud, modos de producir significación, obsesiones, manías, léxico, maneras de situarse ante el mundo: “autor”. Y César Vallejo, muy especialmente, y Wallace Stevens, y Francisco de Quevedo. Algo que cada autor, y solamente ese autor, puede dar. No la persona: no hay autor o poeta que pueda o sepa más que su escritura.
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Pound: pocas artes de la poesía, o ninguna, me resultan más consistentes y convincentes. Pero si me quedo en lo que le reclama Pound no puedo leer a Lezama Lima ni a Bustriazo Ortiz. Ni a Péret, ni a Ben Lerner, ni a Leónidas Lamborghini. Leo a Sor Juana porque me da lo que Pessoa no puede darme; a Pessoa por lo que no puede darme Madariaga; a Madariaga por lo que no encuentro en Montale; a Milán en busca de “eso” que sus poemas, no los de Montale, me dan o me reclaman. Siempre nos falta algo en lo que hallamos y no hay, por eso, autor que no sea irreemplazable (no todos en el mismo grado, claro). ¿Será por eso, porque siempre algo nos falta, que uno escribe?
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No me pregunto si esto es poesía o no, me fijo qué me pasa con lo que leo. Y después, o al mismo tiempo, cómo podría leerlo. Estar disponible, ver cómo son las cosas en vez de ver cómo se ajustan a un credo, una ideología, una concepción, una estética. Pero estar disponible, si por eso se entiende estar virgen de espíritu, es imposible. Se trata de buscar una imposible apertura o disposición, de tender a alcanzarla.
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¿Leemos poemas (en el sentido de disfrutarlos, de vivirlos) o nos fijamos si merecen aprobarse o no? Cuando nos descubrimos valorando un poema o un libro de poesía porque reafirma una poética, esa que uno prefiere. O, peor, porque se opone a otras poéticas. Perdónanos, Señor, ya en esa necedad tenemos nuestro castigo, en la privación de aquello que nos prohibimos vivir.
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Cada texto es singular, cada experiencia de lectura es única e incomparable, o debería serlo. Se lee siempre por primera vez, aunque es imposible hacerlo, aun cuando se lee por primera vez.
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Daniel Freidemberg nació en 1945 en Resistencia (República Argentina). Desde 1966 reside en Buenos Aires. Libros de poemas: Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), La sonatita que haga fondo al caos (1998), Cantos en la mañana vil (2001). Ensayo y crítica iteraria: La poesía del 50 (1982), La palabra a prueba (1993), Cómo se escribe un poema (en coautoría con Edgardo Russo, 1994). Es autor de 18 antologías, mayormente de poesía argentina e hispanoamericana. Cofundador e integrante del Consejo de Dirección de la revista trimestral Diario de Poesía de Buenos Aires. Integrante del Consejo de Colaboración de la revista AErea de Santiago de Chile y del Comité Editorial de Códice. Revista de poéticas, de Long Island, New York.
* Pintura: Leonor Fini