Revista Latinoemerica de Poesía

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Aníbal Fernando Bonilla Flores



A continuación una selección de poemas de Aníbal Fernando Bonilla Flores. Poeta y periodista ecuatoriano (Otavalo, 1976). Es licenciado en comunicación social. Ha publicado los poemarios Selvadentro (1998), Canto nocturno (2000), Quimeras de papel en el umbral de la soledad (2007), Liturgia del ensueño (2009), Evocación de la tierra habitada (2011, 2014), Oda en plenilunio y balada del ángel (2012), Gozo de madrugada (2014), Tránsito y fulgor del barro (finalista del Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2018) e Íntimos fragmentos (2019), así como la recopilación de artículos de opinión ConTextos (2009). Textos suyos han sido incluidos en diversas antologías y publicaciones dentro y fuera de su país. Ha laborado en radio, televisión y prensa escrita. Columnista del diario El Telégrafo entre 2010 y 2016. Actualmente es articulista en diario El Mercurio. Promotor cultural. Ex docente del nivel medio. Ha participado en eventos de carácter literario, cultural y político en España, Nicaragua, Argentina, Uruguay, Cuba, Bolivia y Colombia, como el XV Encuentro de Poetas Iberoamericanos en Salamanca (2012) o el III Encuentro Internacional de Poesía en la Ciudad de los Anillos en Santa Cruz de la Sierra (2016). En 2014 recibió la distinción Idea Vilariño en reconocimiento a su trayectoria literaria, durante el XIII Encuentro Internacional “Poetas y Narradores De las Dos Orillas”, en Punta del Este (Uruguay).

 

 

XLVII

 

 

Hablar

desde el lenguaje del mutismo;

el mundo andante esperando por nosotros.

 

Penetrar a la esfera desconocida

en una aproximación etérea.

 

Abrir las puertas de la catedral

tras un repentino soplo de fe.

 

Naufragar en las profundidades

del amor;

invitación como estallido de cristales,

pedazo roto en copa vacía.

 

 

 

 

XLIX

 

 

Fragmento de luz

tras el último beso de agosto,

ojos ávidos de cristal

de aquel gato en vigilia.

 

Sortilegio en el mar

ante el aplomo de la noche circundante,

canción roja de metal

en el desplome de los cuerpos afligidos.

 

Surco en la tierra fatigada

por la inclemencia de los siglos

y el rumor de catacumbas,

la duda permanente

en el mañana azul

como papel de celofán

en el viento.

 

 

 

 

LI

 

 

Las metáforas silenciadas

en la rotura del desafío

sin embargo

del lápiz diminuto.

 

Las horas convulsas

en la magia del tiempo.

 

Los entretelones

que se resisten al anuncio

ante el extravío de las hojas perennes,

aislamiento después de los adioses.

 

Nuevamente

las blancas paredes

que calladas

lo dicen todo.

 

 

 

Pretensión

 

Animales

encubiertos de razón.

 

Guerra campal

batalla carnal

epitafio

sin destinatario.

 

Luces

de una ciudad incierta

sombra de mi sombra

sombra de tu sombra

austeridad en los pasos subsiguientes

recato de miradas

desde la pasión desvencijada.

 

Quiero nuevamente

tu mano de arena

para atravesar los jardines pendientes.

 

 

 

 

 

 

Poética I

 

 

He ahí el cielo en la plenitud sagrada

la fraternidad de lo dicho y de lo callado

el abrazo que recoge afectos

el estallido de penurias

y el aroma del café cargado de gozo,

la sonrisa a flor de piel

la austeridad de lo indecible

el relámpago tras la caída de los cuerpos

el sollozo de los excluidos

el advenimiento de vientos promisorios

la ruptura del pretérito

la antítesis del caos

la seducción del ángel desconocido

la piel de los otros

los besos contenidos en el tiempo

la balada preferida por los amantes discretos

las casitas multicolores

en donde aguarda la historia

y la histeria de sus habitantes,

el letargo de los días

el amor como conjuro inútil

el desamor como necesaria catarsis

la increpación de la derrota

la mirada taciturna del forastero demolido

ante el estupor de la vida,

la fe impuesta en las catedrales. 

 

He ahí los árboles

cuyas hojas van a la deriva del viento

tropezando en la metrópoli de veredas doradas

como fulgor de otoño.

 

 

 

 

Poética II

 

Desde los aromas disímiles,

desde los olvidos,

desde las penitencias,

desde la herida múltiple,

desde la febril realidad,

desde las antípodas latentes,

desde la humedad y la esperanza

el texto sobreviene

en torrente y acantilado;

literatura de soledades,

devoción fatal.

 

Poesía que somete a la rutina,

desde el murmullo de amor,

desde la luna enrojeciendo las almas ausentes,

desde el tango 

y la desnudez de las vértebras humanas,

desde los zapatos desgastados en la grieta,

desde el frío y la memoria,

desde los rostros desaparecidos,

desde la fe devuelta

a pesar del insomnio

y la monotonía.

 

 

Hombres de maíz (*)

 

 

Dicotomía de seres a la deriva de la mansedumbre,

entelequia de la luna humedecida de ajeno llanto

que surca como faro atrofiado de esperanza,

resplandor púrpura como el fuego

que abrasa a débiles sobrevivientes de la aldea.

 

La inclemencia de los desposeídos

que juegan con el reloj de arena, en sus últimas horas.

 

Por acá, hombres hirsutos

de gris anonimato

criaturas cuya desdicha

no es casual.

Corazones desterrados

que van de tumbo en tumbo

por el sendero equivocado.

 

Montañas como senos de mujer

amamantan secretos de otros tiempos,

aquelarre de ocasión en sus viejas faldas.

 

Como en el principio,

el barro en la tesitura de la vasija,

manos dadoras del ensueño celeste.

 

La grafía de los ríos

descifrada por nuestros bisabuelos

desde la incontenible soledad

que estremece, como relámpago

en pleno mordisco de la serpiente.

 

Clamor zorzal a medianoche

cuyo regazo plantea interrogantes

como la bruma obstinada en el relevo

como la sombra al filo del acantilado

como el revoltijo de las hojas

y del viento de mal agüero.

 

Sed de pantano, de obsidiana, de piedrecillas

que aguardan calladas el abrazo de los siglos,

aroma que atormenta los amores recónditos

en la llaga incontrolable del reposo.

 

 

Diminutos peces de carpa dorada

agonizan con la panza hinchada,

obesidad del escarnio

y desidia de sus deudos

en la tibieza del acuario.

 

La cascada incrustada

en los párpados del visitante, desprovisto de ropaje,

abertura de la tierra

como designio de ciclos sacramentales,

sonido de tambores de cordero sacrificado

y la caracola en el eco convocante de la danza

como milagro de verano.

 

La uva fermentada

en la fábula humana

en el paladar anhelante del hechizo escarlata,

zumo de la bienaventuranza

y profecía que limpia el calvario,

mientras los dioses mitológicos y contemporáneos

sacian promesas intrusas

con la miel del antiguo Egipto.

 

No hay lluvia que detenga

la pesadumbre del romeriante

ni rocío que cultive trigo en los pies descubiertos.

Caben gotas de cristal en el suelo andino

y toda la luz como resplandor de sus macizos y cóndores.

 

Sin piedad,

los troncos padecen del despojo pirata

como profanación en la furia del bosque,

sus raíces quedan deshabitadas

aunque el aroma es un placentero viaje

a mi escritorio en donde el cedro tiene la figura de lápiz.

 

Entonces, el leñador desde su trinchera

firma la carta de defunción,

leyenda difuminada por la ventisca

en el recuerdo del lago sin aves plumíferas

como bifurcación de otoño (sutil espejismo)

y atajo de otras realidades.

 

Desde el poniente

los astros reiteran el misterio

de jardines extraviados

en donde las fronteras

son imaginarias eclosiones

en la cavidad planetaria.

 

Porque al final de estas grafías

lo que corresponde es la semilla

en el renacimiento del hombre,

témpano que resiste la embestida del toro

en la corrida con derecho a sangre y cigarrillos

en la intemperie cuyo veneno corroe en las madreselvas,

contemplación de enredaderas en medio de la fe desnuda.

 

La luz del altar como iniciación de un ritual

se ofrece voluntariosa para el festín de los leones

que conocen el reino ensimismado de catacumbas,

ruido de luciérnagas que lastiman la penumbra.

 

Usurpación de la roca y la promesa

como recurrente secuela

ante la ambición del prójimo, con ansia desprolija

por morder el rumor de las manzanas.

 

¿Los vestigios delatan los orígenes de la higuera, cuyo dulce

atrae la melancolía de pequeños pájaros que gozan de sus frutos?

Posiblemente no haya respuesta pragmática,

pero sí el anhelo que disipa la maldición escrita en el libro mayor.

 

Somos retoños que exhalamos el aire verde

como fuente de emociones, ante la mirada taciturna

de arrayanes custodios.

 

En el huerto, el labrador no solo cosecha

verduras

también sonrisas que lucen radiantes

luego del té y la sobremesa.

 

Las bondades que emanan de los círculos arcillosos

son necesarias para la revelación

que vence al hastío, devolviendo las alas

al inocente niño.

 

El desafío está en establecer las pautas del conjuro

sin miedo a las consecuencias

con la opción de redescubrir especies y espacios

en la vastedad del universo aquel

cuyo vientre contiene y contempla 

el antiquísimo oráculo

entre estrellas y líquidos invisibles.

El mar encandila el empeño del navegante

porfiado en sus desventuras,

solícito, porque su embarcación reciba honores de rigor

en el puerto,

extenuado ante semejante brío dentro y fuera de la proa

(vano esfuerzo tratándose de asuntos mundanos).

 

Al menos queda la hierba

el páramo en la pupila y en los huesos

la pureza vertebrada de los cayos

la sílaba, cadencia leve en el oleaje,

los pasos redentores,

huella de nuestros nombres en la corteza

para la eternidad o para lo que reste

en esta deliberada manera

de expandir

de expandirnos

como un simulacro insignificante

de orfandades.

 

(*) De Aníbal Fernando Bonilla en De repente, la vida. Antología de textos sobre los cuatro elementos, varios autores, El Ángel Editor, Quito, 2021.



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