Revista Latinoemerica de Poesía

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La balada del desaparecido y otros poemas del duelo



Publicamos cuatro poemas inéditos del destacado autor barranquillero Carlos Polo, textos atravesados por el dolor y la pérdida: la pandemia que tristemente aún nos muestra sus secuelas.

 

 

El escondido

 

Al principio pensé que solo tenía que contar hasta 3, quizás hasta 7 en el peor de los casos. En el patio, detrás de la hamaca y la mecedora, los mangos empezaron a amontonarse y los días crecieron como juncos y las noches se estiraron como espesos bostezos, y tú, y tú, hermano querido, sol de nuestros días, nada que regresabas, nada que salías o asomabas la cabeza, nada que corrías a darnos la libertad, así como antes, en el barrio. Lo que no terminábamos de entender, es que te habías escondido demasiado bien y nuestro juego de niños adoloridos empezó a extenderse demasiado y abrirse paso entre mis huesos…Yo seguí contando junto al palo é mango, 7, 8, 9, 10… Y las noches se expandieron y se juntaron con el alba, y ya no sabíamos cuando terminaba una y empezaba la otra. “Bueno y cuándo es que va salir ese niño de ahí”, empezó a repetir inquieta la vieja.  Fue precisamente el día 13, a las 7 de la noche, tan extraño en ti que nunca fuiste tempranero, precisamente en este atípico mayo sin aguaceros, que nos enteramos, de que habías decidido quedarte escondido en el hospital ¡Aleeeeex, Aleeeex! ¿No la escuchas? Son las 7, sal de ahí, mamá nos está llamando a comer…

 

 

  

 

 

Canción para un hermano ausente

 

Hace tanto, pero tanto que fuimos niños y libres de verdad. Hace tanto que saltábamos tapias y patios solariegos sobre lomos de briosos caballos de madera, mientras disparábamos pistolas de palo que expulsaban balas invisibles. Hace tanto hermanito de mi alma que me parece, aunque suene paradójico, que apenas y fue hace unas semanas, ayer, el otro día…

Recuerdas Negro, que de aquellas tenidas entre indios y vaqueros nos quedó una cicatriz clonada, la misma que esta mañana me recordó tu ausencia. Mi cicatriz ya no tiene gemela, se quedó sola y se pregunta como yo, ¿a dónde fue qué te fugaste? ¿A dónde carajos fue que huiste?

Dime, ahora qué le respondo a la viejita cuando te llama entre hipidos y sollozos, ¿cómo la calmo? Si yo mismo no puedo ya con este pedazo de vida que me quedó incompleta, que nos quedó partida y astillada, qué le respondo cuando repite, tomándose su blanca cabellera bañada por 80 lunas: ‘Mami te amo´, ‘mami te amo’, “Eso fue lo último que me dijo mi hijo”.

Tú que siempre te las supiste todas, tú que siempre ibas dos pasos por delante, dime, dime Gordo de mi alma, ¿Qué es esta cosa de la muerte?, ¿Qué es este silencio prolongado?, ¿Qué es este ruido sordo? ¿Qué es esta pira encendida en mi pecho?, esta tenaza de acero en la garganta, este mar que se bambolea entre mis ojos.        

Dime por qué, dime cómo te atrapó la desnarigada con la guardia abajo, dime, porque yo, no lo entiendo. ¿Qué pasó con tus alas invisibles? ¿Qué pasó Barraquete desplumado? Si estabas tan lleno de vida, tan lleno de risa, tan lleno de baile… Qué fue lo que pasó Cuchara de lata…

Me dicen que te suelte, que te deje ir, que no te amarre más, pero es que ellos no entienden mi hermano, lo mucho que estaba mi vida repleta de ti… A dónde te llevaste tus abrazos apretados, los escandalosos besos en la mejilla y todo ese afecto que derrochabas por cada uno de tus poros.

A dónde se fue tu guaguancó, tu sonido bestial, el timbal de tu carcajada sincera…

Me tuviste 13 soles y 13 lunas atravesando una pesadilla oscura y macabra, que solo se encendía con la esperanza de tu luminosa risa sempiterna… Y el grito del teléfono fue una cuchillada trapera, y la tardanza del reporte médico un agujero hambriento que se masticaba la esperanza.

No tengo idea si me alcanzaste a sentir, pero ten claro mi hermano que no estuviste solo postrado en esa cama, mamando de una teta mecánica que te suministraba el aire que se te salía, que se te escapaba del pecho…

Por las noches, cuando nadie me veía, apretaba los ojos y me metía a hurtadillas al hospital, no más para abrazarte mi hermano.  Y te sobaba el pelo, y te apretaba la mano y te decía, “respira Negro, respira. Pelea padre, pelea… ¿No me escuchaste? ¿No me sentiste? No me viste doblado y de rodillas pidiendo por tus pulmones, por tu hígado, por tu riñón, por tu resentido corazón de niño malcriado… No sentiste mi mano encendida sobre tu pecho…  

No me jodas Negro que no dormí una sola noche, que las 24 horas de cada uno de esos tortuosos días, no fueron más que un prolongado desasosiego hervido a golpe de desesperación, de pánico y de llanto, porque te nos ibas yendo, porque te iban creciendo las alas frente a nuestra impotencia.        

Ahora me derrumbo frente a tus camisas vacías, frente a cada una de esas cosas tuyas que se han quedado huecas y solas como este dolor enorme, inmenso, desbordado…

Recuerdas cuando me acompañaste a recibir mi grado de bachiller y dejaste a más de una quinceañera flechada, recuerdas cuando fuimos con mamá por el diploma del pregrado, recuerdas que llegaste a acompañarme al altar y la Flaca se moría de los nervios y la rabia porque nos atrasamos… Recuerdas cuando nació mi Pequeño Saltamontes y te convertiste además de un orgulloso tío, en un padrino de lujo… Ayer cuando vi las fotos de ese luminoso atardecer, mi alma fue una llaga, una herida abierta, un mar convulso.

Tu cuerpo fue cremado Negro y no pudimos estar cerca de ti para despedirte, fue la flama la que se encargó de darte el último beso de fuego, mientras yo te sembraba en mí como pepa de mango de azúcar, mientras yo regaba tu semilla con mi plasma y te buscaba entre los restos de este naufragio, de este holocausto…    

A dónde te llevaste esa voz, que es una réplica de la mía, un duplicado que a veces me sorprende frente al espejo, en la mímica solitaria de un gesto o un ademán. A dónde están tus brazos salvadores Negro, si siempre han estado ahí cada vez que he vuelto la mirada, cada vez que los he invocado, cada vez que he desfallecido.  Mira que me caigo Negro, a dónde es que están tus brazos justo ahora, cuando más los necesito.

 

 

 

 

 

 

Ella ya lo sabía

 

Cuando sintió la intensidad en los golpes que sacudieron la puerta, ella ya lo sabía.

Lo había presentido esa misma noche en la furia intermitente de la veladora que se encendía y se apagaba con voluntad férrea y azarosa.

Todavía no entiende el por qué, pero en ese mismo instante pensó en él, en sus ojos de lluvia, en su rabiosa risa y en la flacura imposible de ese cuerpo que le creció adentro y le dejó innombrables cicatrices que aún continúan frescas.

Antes de que la madrugada se explayara entera en su oscuridad y silencio, ella sintió el aleteo furtivo de sus pasos merodeando en la cocina. Sintió su aliento y su olor incomparable, el peso de su cuerpo abriéndose un espacio a un lado de la cama y la huella imborrable de sus labios que se posaron en su frente.

En ese preciso instante la asaltó la certeza, una honda, rotunda e irrevocable. Hay besos que nunca se van, hay sueños que nunca se cumplen, hay dolores que no se borran… 

Se levantó de la cama, volvió a mirar el reloj como esperando una respuesta, lo buscó por toda la casa y como siempre se le volvió a escurrir como un suspiro… Entonces le quedó aún más claro.

Ella ya lo sabía antes de que vinieran a tocar la puerta.

Hacía poco menos de una semana, que el vecino le había contado que esa criatura indomable que se escapó de sus entrañas, tenía una etiqueta y un valor inaudito colgando sobre el pecho.

En ese momento ella ya lo sabía, no había nada que hacer, su pequeño no era más que una fugacidad de 13 lunas, una prisa inabarcable, una carrera perdida de antemano.

Fueron cinco golpes secos y robustos que se precipitaron sobre su puerta, también fueron cinco los proyectiles que violentaron el cuerpo de su hijo al cruzar la esquina, a escasas tres calles de su casa… Esa misma en donde ella, todavía presentía el rumor caliente de su aliento, pese a los golpes en la puerta, pese a la fatalidad de la certeza.

Sí, “su hijo ya estaba pago”, esas fueron las palabras… Ella ya lo sabía antes de que vinieran a tocar la puerta.

 

 

 

 

 

 

La Balada del desaparecido

 

Era el día de mi santo. Esa noche, primero lloró el viento entre los sauces…

Luego la lluvia soltó su cabellera salina sobre los ranchos.

Era el día de mi santo… Y habíamos celebrado con torta de chocolate y gaseosa.

De repente, así, sin avisar, un silencio espeso se paseó por toda la plaza, saludó a la iglesia y caminó entre el caserío sin pedir permiso.

La casa estaba a oscuras como casi todo el pueblo.

Afuera los sauces llorones tocaban su madrigal nocturno y los perros gritaban una letanía rabiosa y desesperada.

Yo estaba hincada en la habitación rezando el décimo padrenuestro, mientras intentaba sosegar el temblor en las piernas.

De la otra habitación me llegaba un rumor de chanclas agitadas, un murmullo, una inquietud… De la cocina, un trasegar de ollas y afuera un extraño conjuro de botas machacando puertas, un aleteo de pájaros espantados, un golpeteo violento, una queja lastimera, un sollozo…

Recuerdo que apreté los ojos con fuerza, como queriendo desvanecer el mundo en un suspiro.

Esa misma tarde los escuché discutir. Algo entendí sobre una lista, sobre unos nombres, sobre irnos a la ciudad donde la tía Eulalia.

La puerta tronó como un cañón disfónico y el tiempo se detuvo en seco. Luego se soltó a andar lerdo, cansado, como encogido…

Papá tosió tres veces en el pasillo y el eco de sus chanclas reverberó por toda la casa. Lo vi agacharse frente a la tinaja, lanzarse puñados de agua en la cara y el líquido se le escurrió entre el bigote.  Cuando nuestras miradas se cruzaron…

Entendí que era un adiós, una caricia, un no hay vuelta atrás, un hasta siempre rotundo y definitivo.

He pasado 30 años de mi vida buscando esos ojos, persiguiendo su rastro melancólico.  30 años he estado asomada a ese abismo, sobreponiéndome al vacío.

Hoy, una vez más, es el día de mi santo y, acá, al otro lado del mar, me han seguido la orfandad, la ausencia y la hondura de sus ojos.

Afuera los copos de nieve caen sobre los tejados como hojas desahuciadas en otoño. Afuera el frío se pega a los vitrales de las ventanas como ventosas desesperadas buscando un poco de calor.

Hoy, es el día de mi santo y aunque llevamos 6 lustros tras tu recuerdo, tras tu sombra… Hoy, precisamente hoy, todavía guardo la esperanza de que atravieses esa puerta y me regales esa mirada de náufrago impenitente que te llevaste escondida entre los bolsillos aquella noche, la misma noche de la que todavía no he podido hacerte regresar.       

 

 



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