Lucía Vargas: La inquietud de lo perdurable
La inquietud de lo perdurable
Lucía Vargas en Lo que tarda algo en irse
Por John William Archbold
A principios de este año, el nombre de Lucía Vargas Caparrós se abrió pasó con fuerza en la prensa nacional, después de que dicha escritora obtuviera el tercer lugar del premio de cuento de la fundación La Cueva en un podio conformado, por primera vez, por tres mujeres. Durante el acto de premiación, Vargas llamó la atención de muchos de los espectadores por algo más que su acento argentino, al admitir desprevenidamente que “Lo único que hay es este fuego” el relato destacado en el certamen, era el primer cuento que completaba en su vida. Para muchos resultó sorpresivo que alguien que se refería a sí misma como una narradora en ciernes, estuviera entre los mejores relatos de un concurso que es pretendido por figuras curtidas del panorama literario nacional. Sin embargo, la realidad es que basta revisar el curriculum de Vargas para entender que no trata de una novata. Haciendo a un lado su experiencia como profesional de Letras y desempeñarse como promotora de lectura para el Ministerio de educación, Vargas cuenta con una trayectoria lírica que ya completa tres poemarios publicados: Todo el tiempo nuevo (2016), Por ser del sur (2019) y Lo que tarda algo en irse, libro editado por Valparaíso Ediciones y Tanta Ceniza Editora.
Este último poemario llama especialmente la atención porque, al acercarnos a la lectura del mismo, notamos que hay una inquietud narrativa en la escritura de la autora. Muchos de los poemas, más allá de sugerir sensaciones y plasmar planos indefinidos, logran establecer secuencias de imágenes bastante completas, algo que evoca un carácter más narrativo. Este terreno dual en el que trascurre su poesía no es algo que preocupe a la autora, lo cual deja claro al decir: “No quiero forzar nada, nunca pude. Me interesa lo que es honesto, aun cuando esa exposición implique un riesgo mayor a la crítica. A estas alturas no quiero construir nada que no sea verdadero, no me interesa… lo que los demás puedan definir como un estilo, que lo den las mismas palabras”. Ese desinterés por los conceptos y estructuras establecidas, también se ve expresado en el hecho de que sus versos no rehúyan de los llamados lugares comunes. Árboles, pájaros, jardines, mares, y otros elementos de los que muchos poetas prefieren huir, surgen una y otra vez, sin temor alguno de que puedan atentar contra la tan pretendida originalidad que hoy todos parecen perseguir; el verdadero interés de la autora está en proyectarlos con la autenticidad que, como diría Ángel Rupérez, solo está habilitada a través de una experiencia interior.
A propósito de ello, y tal como anuncia Federico Diaz – Granados en el prólogo de este libro, la nostalgia es un sentimiento reiterativo en la gran mayoría de los poemas. Una emoción que no es difícil conectar con la propia historia de la autora, acostumbrada desde niña a moverse dentro de su propio país, y que hoy parece cómoda navegando entre los extremos de todo el continente y sus alrededores. Sin embargo, al analizar los poemas con el detenimiento adecuado, el hablante lírico enuncia esa nostalgia desde una perspectiva cálida, en la que no hay una añoranza que invoque el lamento o la resignación. En la poesía de Vargas la nostalgia emerge como herramienta en un proceso de reconocimiento, convirtiendo la distancia en una posición que habilita una mejor perspectiva de ese contexto primigenio. En estos poemas la nostalgia es celebrada, vista con optimismo y agradecimiento, convirtiéndola en un instrumento para procesar los aprendizajes y habilitar el camino para nuevas experiencias, probablemente en entornos algo lejanos.
Esa consonancia también se ve expresada en el protagonismo que tiene la naturaleza, y especialmente sus elementos, en la esencia de varios de los poemas. Vargas parece coincidir con el pensamiento de los filósofos presocráticos, que en su indagación ontológica identificaban los elementos naturales como génesis de la existencia misma. Por ejemplo, en los tres primeros poemas vemos correr el aire como elemento común: El olor de un árbol desarraigado, una mala noticia que se disipa en al aire y la remembranza de un ser admirado, son nostalgias que se ven expresadas a través de este elemento. En estos poemas el aire sugiere la ausencia como un sentimiento móvil, inestable, difícil de localizar, que no mantiene una misma forma. Estos poemas sugieren una naturalización de la nostalgia:
“Hace poco volví a llamar/ y hablando de una cosa y de otra/me contó que hay un pájaro/uno chiquito/que vuelve todos los días/buscando el nido/que se para en las rejas y mira/para un lado/y para el otro/con movimientos cortos/Lo dice y su voz me hace ir hasta allá/a nuestra casa en el sur/Antes de cortar la llamada/ me confiesa/que al regar el pasto/aún se siente/el olor a pino en el aire”. (p. 22).
Siguiendo este mismo trazo aparece la tierra, los dos siguientes poemas recurren a las plantas y su conexión con la misma; este elemento tan asociado al origen y sus bases esenciales, se vuelca por completo para ser el plano donde germinan las expectativas y se genera el movimiento: “Presionás la tierra/ guía sutil pero firme/ la palma de tu mano empareja el suelo/afianzando con la seguridad del peso/” (p. 26). Las plantas que germinan en ella son sugeridas como una manifestación de contacto, uno que es capaz de prolongarse, convirtiéndolo en una propiedad que trasciende los niveles físicos. Luego vemos brotar el agua, en “Lluvia” y “Nadar”. Es curioso como en estos poemas el agua marca verdaderos distanciamientos, como si la corriente representara lo que corre, lo que fluye y no regresa, un líquido que se absorbe en la tierra para jamás retornar: “Tu jardín nos envuelve y parece/que nadáramos entre aguas oscuras/entre palabras que flotan a nuestro alrededor/Se acercan como salvavidas/ que decidimos ignorar”. La manera en la que Vargas enmarca el agua como símbolo nos recuerda a Bauman y su apreciación de lo líquido como metáfora de lo inestable y volátil, como la lluvia que, pese a su carácter impredecible es también un elemento de nuestra concepción de lo cotidiano. De este modo, vemos como Vargas nos invita a observar una reconfiguración de la naturaleza en la que los elementos y el movimiento están visceralmente involucrados, una invitación a mantener la melancolía bajo ese mismo ritmo.
Es importante destacar esta línea de elementos, ya que en los siguientes poemas Vargas parece establecer una línea en la que se integran otros que no pertenecen a la denominación tradicional, pero que desde su mirada están dotados de la misma naturalidad y esencialismo. El siguiente en emerger es la muerte. 90 grados, Despedida, Embalaje, Papeles viejos y Movimiento II son los poemas que la enuncian. En ellos vemos la ruptura y la despedida abriéndose paso, con una solemnidad que solo puede concedérsele a un fallecido. No es atrevido pensar que este es precisamente el elemento que Vargas quiere evocar como el siguiente componente de la naturaleza, ya que en el primero de estos poemas la muerte aparece en medio de una jornada de caza, llena de imágenes tan románticas como escabrosas:
“No sé qué decirte fueron las palabras/con las que dejamos de hablar/La muerte de las cosas es así, ¿no?/ El vuelo de un ave, una línea trazada por puntos/que se quiebra para ser ángulo:/noventa grados en caída libre/Eso es/Y tocar el suelo/con la sangre apagándose despacio/ con el silencio de eso/que no sabría decirte/aún hoy/” (p. 32).
Esta cacería en realidad parece una metáfora que recrea una ruptura, el mismo sentir que vemos pulsar en los poemas siguientes. Vargas, fiel a su visión optimista de la nostalgia, intenta naturalizar el surgimiento de la ausencia. Sin negar cuán dolorosa y traumática, nos indica que su carácter definitivo solo puede asumirse con una resignación que también lo sea.
Tras este orden de ideas, el siguiente elemento en ser enunciado por los poemas es el cuerpo. Vargas primero nos ofrece Protección y Saltos, dos poemas que sugieren una exploración de la anatomía, sus efectos y capacidades. Estos poemas que tienen un compromiso erótico bastante sutil enmarcan al cuerpo como unidad fundamental, base de la vida y del disfrute, pero en los siguientes no tarda en llamar la atención sobre su vulnerabilidad, Kintsugi recuerda que los padecimientos y roturas interiores también se manifiestan por fuera, aunque el cuerpo tenga capacidad de disimular y la memoria de embellecer. En el siguiente, Verticalidad, Vargas rinde homenaje a la capacidad del cuerpo de reincorporarse a lo que alguna vez fue, incluso después de ser herido. Nuevamente nos muestra el dolor y el cuerpo unidos como un entorno de aprendizaje y fortalecimiento:
“Doblegarse y recomponerse/es la danza que aprendo de estas plantas/Primero, me dejo caer/sintiendo las vértebras aflojarse/después, me levanto/escalonando la postura/hueso por hueso/Recupero la verticalidad/de plena cara al sol/” (p. 45).
En este punto surge una pregunta en torno al orden de estos temas: ¿Por qué Vargas concibe la muerte como algo que antecede el cuerpo? ¿Quiere acaso decirnos que la muerte es un elemento constitutivo de la vida misma, que la posibilita?
Lo que sí es entendible es que en su planteamiento poético, Vargas haya decidido crear una brecha antes de exponer el cuarto elemento de la naturaleza: el fuego, el cual en su universo también plantea destrucción. El poema que lleva por título “Incendio” es también del que se desprende la línea que le da título al libro, y allí entendemos el importante papel que ha fungido la nostalgia en todo el camino, porque la nostalgia es eso que se mantiene y que logra refugiarse en los recovecos del tiempo, que se las arregla para permanecer, para lograr que perdure aquello que no fue capaz de sostenerse en la existencia, la nostalgia es la huella misma de esa naturaleza. El fuego por su lado es la encarnación del miedo, de un sentimiento que es capaz de omitir la existencia misma, la persistencia de la vida y su capacidad de mutar en la memoria, de aferrarse a ella hasta prolongar su sombra, la ambivalencia característica:
Un incendio tiene olor a lo que fue/olor a pérdida/Como cuando me senté a descubrir/el aliento del río/que se desprendía/después de hacerse cascada/El agua tiene el olor de lo que arrastra/La retuve entre los dedos/era el pasto el cielo las piedras los peces el viento las hojas las algas/Un instante duró/lo que tarda algo en irse/Nada/Ahí/en ese rato que se queda/en donde quiero vivir siempre:/ el momento antes de volverme otra cosa/el minuto antes de la perdida/el instante antes del miedo/ (47 - 48).
Desconozco cuáles hayan sido las motivaciones de Vargas para seleccionar una línea de este poema como denominación de todo el libro, pero no puedo concebir una decisión más acertada, porque en estos versos vemos confluir todos los elementos que antes exaltó, y en ellos nos muestra que incluso la inestabilidad de lo líquido tiene una función, una utilidad en medio de su propia confusión e inestabilidad: es la comunión del todo, sumar las fuerzas, construir una verdadera esencia. Dicho ello Vargas resalta cuál es el verdadero peligro, uno que forma parte de la misma naturaleza, que se constituye en sí misma: El miedo y su fuego destructor son capaces de invalidar lo vivido.
Podríamos seguir descubriendo nuevos discursos y otras relaciones en los siguientes poemas, en los que vemos que surge un nuevo espacio que permite que los elementos confluyan bajo una dinámica distinta, incluyendo el cuerpo y la muerte: el mar es protagonista integral de los poemas siguientes. Pero, antes de continuar, prefiero dejar esta visión como una referencia para que usted construya su propia lectura. Es por eso que extiendo la invitación para el próximo 1 de mayo a las 6: PM en la Sala Sor Josefa del Castillo, donde Vargas estará presentando su libro en compañía de Yesica Chiquillo. Vale la pena leer a una autora joven que en su propuesta poética está conceptualizando una visión del mundo auténtica, llena de una complejidad que nos permite observar la realidad desde otros ángulos, aún cuando no pretende hacerlo.