Revista Latinoemerica de Poesía

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Saltar al abismo



SALTAR AL ABISMO

Por Wilfer Alexis Yepes Muñoz


A la poesía colombiana se suma el poemario Abismo de origen del escritor vallecaucano, Fernando Cruz Kronfly. Pero esa suma no deviene expresión cienciométrica: “uno más”. Con la palabra suma subrayo la condición de “texto venerable”, acogiendo las palabras de Joan-Carles Mèlich: “Los textos venerables nos hablan de nuestra condición y de nuestra cotidianidad. Lejos de decirnos cómo tenemos que configurar nuestra vida, lo que hacen es ofrecernos una sabiduría de lo incierto”. En esa construcción de mundos y significaciones posibles, la poesía es el lenguaje de una condición humana que canta, que grita, que cae, que piensa, que cree, que no encaja y enloquece. Los versos de este libro ponen de relieve el periplo de una humanidad que escucha a Babilonia, hija de Eva María, nombre de mujer, ciudad deshabitada, lucha, mudanza, dynamis del caído.

Abismo y origen son, en este libro, los sustantivos que entretejen la presencia inquietante de una civilización que se mira, no tanto en sus aciertos, sino en la barbarie y la desolación ante aquellos metarrelatos donde yacía la esencia como una gran roca, hoy fundida, y que entra en una fase inevitable de nihilismo. Abismo y origen, ¿caer? ¿volver? Acoger ese lugar desde donde la razón ha perdido la cabeza y abraza con su cruz un vértigo interminable: el nihilismo del hijo del hombre, el “dios ha muerto” que desciende al abismo, que enloquece en el abismo, centro enloquecido; es él, somos todos. Fernando Cruz es creador del abandono, sus palabras atestiguan la insustituible necesidad de fluir en medio de aquellas aguas inquietantes: “¿Agua quieta, qué haces aquí?” “Por medio del río el agua así fue hecha”. El agua que es palabra y el silencio en el que se mueve la palabra, una mística de lo cotidiano, balbuceos de la vigilia, adjetivos que reman entre el innombrable silencio de una cruz eterna, hombres fumando y mujeres mojadas.

Sin la pretensión del sistema, sin estanterías tranquilas de palabras petrificadas, las metáforas de este poemario insinúan una luz como de vela para un paisaje humano que, huyendo de sí mismo, busca el origen en la metáfora “abismo”, zona abisal, que puede tener relación con el vocablo sumerio abzu, “aguas profundas”. Es interesante que el pensar centrífugo y necesitado de roca también abandone el universo categorial y se comprenda a sí mismo como un pensar de cara al abismo. Es en esta fase de tensión –que puede tornarse en locura–, como lo humano se sostiene en lo líquido, es barco y corcho a la deriva; buscándose en el abismo y huyendo, porque no soporta su vida sin el deseo nómada de perderse y encontrarse en la falta. Oscurecido guardián nictálope, el yo-poético ausente de este libro nos muestra la sabiduría incierta de lo humano.

Estos versos pintan un paisaje donde limitan la casa y el origen; exaltan la ceguera de una razón miope que no ve el adjetivo y, por consiguiente, se abandona en la poesía, ese lenguaje demasiado humano, reencantamiento de la vigilia, regreso a esa condición “de la que puede esperarse cualquier cosa”. Recuerdo esta expresión, que me acompañó hasta la lectura del último verso.

Este libro se escribió para ser habitado, releído. Hay que abandonarse también en sus silencios, esos que portan la palabra hombre y las cruces que abrazamos todavía, las hadas que cantan o los colibríes que se beben toda la sangre. Este libro precisa el abrazo, también hay que cerrarlo; sus versos golpean el corazón, despiertan esa clase de vértigo que viven los personajes de La insoportable levedad del ser: “El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados”. Nos defendemos, pero también nos atrae.

¿Buscar el abismo? ¿ningunear el abismo? ¿darle un rostro humano? Abismo que es origen, precipicio por donde se desploman imparablemente las cosas de los hombres, los objetos que son objetos vividos, portales de vértigo. En el nombre del hijo del hombre, nosotros que somos adjetivos, el abismo donde se cuecen sustantivos sin esencia, contemplan y no tocan. Hijo del hombre, huye hacia el sanatorio. Menciona, insinúa, no toca la locura del yo soy, el sustantivo cruz. Solo toca el peligro.

Lo que no es y se agita va emergiendo al compás de esta música que grita. Cada tanto, una palabra clara que pronunciamos como autómatas, despliega con su furioso acento la profunda obscenidad del espontáneo y callejero buscar. Incisivos como colmillos, un ritmo marcado como de tropas que anticipan la desolación del huérfano, un horno visceral, la fábula de un animal que ya no es e insiste en adorar su poder insaciable, su hambre de guerra y abismo, estos versos cantan a la humanidad, que también es hija de Babilonia, hija de Eva María.

Esta poesía oximorónica llama el abismo que, en su profundidad, se empecina en abrazar la luz. La palabra abandono se repite, es como un coro de Babilonia: “vengan conmigo al mejor de los sueños,/ que tras mis palabras valientes y sucias queda la vida”. Su tono narrativo dibuja el espacio entre el abandonado y un paisaje de cámaras de gas, trenes sin estación, como desmoronándose. En cada poema nace y se nombra tácitamente ese origen, pero justo en medio de un mundo que no termina de caer. Por su relación con la urgencia de nombrar lo innombrable, de buscar en el corazón del hombre esa biblioteca de abandonado, la cruz crece, ¿el apellido Cruz?, y se enciende y enloquece.

Un hilo narrativo tácito atraviesa este libro, una voz narrativa sin narrador. Cada poema es un universo, pero sus puntos finales son realmente suspensivos. Se abre una continuidad con las intervenciones persistentes de la voz del abismo. Babilonia es la que habla. El hijo del hombre sin nombre, cruz de hombre, hombre que ya no es hombre, sombra andante, va siendo silenciado, agoniza en el sanatorio, se ahoga en su locura afónica.

Estos poemas son pozos, no carreteras. Leerlos significa caer, adentrarse, empalabrarse. De ahí que sumar, en este caso, sea convocar a la lectura, ese movimiento sin afán que habita este cuerpo matérico, llamado libro. En ocasiones, habrá que leer en voz alta, abandonarlo en la mesa de noche, incluso olvidarlo para que sus silencios sean también dones. Ante un texto venerable por su belleza y su incertidumbre rítmica, solo cabe el llamado a navegar sus aguas.



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