Entrevista a Juan Suárez Proaño - Ganador del Premio Nacional Paralelo Cero, de Ecuador.
Cada año el Premio Nacional Paralelo Cero tiene una cita con la poesía de su país, el Ecuador que se ha revelado en esta otra gran cordillera que son sus versos. Son diversos los nombres que se han podido conocer desde este escenario, que han desplegado sus alas ante otros vientos gracias a este certamen. Este año el premio lo obtuvo el poeta Juan Suárez Proaño (Quito, 1993), quien nos acerca su universo personal y literario en esta interesante y jovial entrevista. Agradecimiento especial a El Ángel Editor.
- ¿Cómo fue tu reacción cuando te enteraste de que habías ganado el Premio Nacional Paralelo Cero 2021?
Casi caigo de mi silla. Estaba muy nervioso desde que se publicó la imagen con los nombres de los libros finalistas. Cuando recibí la llamada, yo ya había tratado de convencerme de que el premio se me había escapado una vez más. Estaba sentado cuando escuché la notica, separé el teléfono de mi rostro para subir el volumen y escuchar mejor, la agitación fue tanta que casi caigo de la silla. Fue inevitable llorar: demasiadas emociones en un solo momento.
Cuando pude contárselo a mi familia, tuve que repetirlo más de tres veces. Mi hermano y mi padre pensaban que bromeaba. Cuando vieron que era serio, mi hermano me levantó en sus brazos. Es un recuerdo divertido que no se esfumará nunca: mi hermano, menor que yo, alzándome en brazos y yo paralizado en el aire.
- Este libro lo has venido trabajado por algún tiempo ¿Qué lo diferencia de tus otros cuadernos de poesía?
Creo que este libro inaugura una nueva etapa en mi poesía. Llevo más de cuatro años haciéndolo, modificándolo, reescribiéndolo y mutilándolo. Llegué a sentir que era mucho tiempo el que llevaba intentando darle la forma definitiva –entre mis otros libros hay apenas diferencia de dos años o menos–. Pero luego comprendí que ese tiempo se debía a que estaba elaborando un libro con formas que no había usado antes, motivos y recursos a los que no me había enfrentado, y también voces poéticas de las que estaba aprendiendo por vez primera. Siento que este libro tiene un componente narrativo mucho más fuerte y marcado que mis libros anteriores, quizás más desarrollado y pulido. El tema central –los personajes derrotados– me exigió trabajar una perspectiva distinta de la voz poética: no hay –salvo en pequeños momentos– un yo poético que hable de mí mismo, de Juan Suárez. Traté de hacer un trabajo de ponerme en el lugar de otro y otros, y esto me exigió pulir el uso de un nosotros, de un tú literarios en los que yo me fundía y perdía. Muchos de los poemas hablan desde voces que fueron construidas y pensadas como si yo –el escritor– fuera otros personajes que conocí o que vi o sobre los que escuché; es decir, traté de salir de los límites de mi experiencia para hablar de experiencias heredadas o incluso robadas, pero que he sentido también como propias. Este libro no habla puramente de mí, sino de esos otros que llevan algo de mí o que algo me regalaron, inevitablemente, con su presencia; y por lo cual estoy profundamente agradecido. La escritura de este libro fue un acto que me impulsó a sentir con mayor profundidad ese sentido de comunidad o de tribu. Y las preguntas sobre la escritura están condicionadas por esta idea de los otros, por despojarme, la mayoría de veces, de mí mismo.
Y también en su forma. Creo que este libro se diferencia de los otros porque fue concebido, desde el inicio, como un objeto en totalidad. Si bien cada poema pretende tener su valor como texto individual, creo que todos lo poemas hablan con más fuerza cuando están en grupo. Esto no había pasado antes en mi poesía: casi siempre hacía un “conjunto” de poemas que más o menos, con menor suerte, sin duda, dialogaban entre ellos, insistían en motivos, reiteraban sentimientos o ideas. En “Las cosas negadas” traté de hacer un libro que no solo reúna textos, sino que demande algo de cada poema. Esto hizo que retirara muchos poemas que estuvieron alguna vez en versiones anteriores de este libro y también que escribiera, casi bajo exigencia de esta comunidad, alguno que hacía falta. Siento, en definitiva, que es un libro más “cocinado”, más premeditado. El título fue lo primero que escribí de él, algo que nunca antes había pasado.
- Fuiste varias veces finalista de este premio. De hecho, tu antepenúltimo libro salió en la colección de finalistas del premio 2018. ¿Por qué consideras importante ganar este premio?
Yo nací verdaderamente como poeta, o mejor, la poesía me alumbró definitivamente cuando descubrí a los poetas ecuatorianos y a la tradición literaria que tenemos. Me volví un sediento lector de los poetas de esta tierra y busqué e indagué e investigué. Así llegué al Paralelo Cero. No he encontrado hasta ahora, y seguro no encontraré, un lugar que reúna a tantos poetas ecuatorianos dentro de un mismo espacio, sobre todo a aquellos cuya obra aún está peleando por ser parte imprescindible de nuestra historia. Muy pocos lugares le han dado tanta importancia a la poesía ecuatoriana como Paralelo Cero –con sus homenajes anuales a poetas, con las publicaciones, con sus invitados–, y además no he visto otro lugar que de tanto espacio a la poesía joven ecuatoriana. Ahora pienso que Paralelo cero es parte de nuestra historia literaria. Y por eso hice una especie de compromiso conmigo mismo: llegar a formar parte de esa familia, de ese inventario de voces, con una obra que pudiera ser leída, que valiera el estar ahí, que se defendiera en ese espacio.
- Si tienes unas "cosas negadas", también tienes cosas que la vida te ha entregado? ¿Puedes hablarnos de las cosas que no te han sido negadas?
Esta pregunta me gusta mucho, porque toca uno de los conflictos principales del libro. Voy a tratar de responderla con toda honestidad.
Lo que me ha sido dado es la poesía. Y parece poco o parece una afirmación “romantizada”, pero no lo es. Me ha sido dada la poesía y en ella los amigos, la luz y la certeza de tiempos mejores. Me ha sido dada la posibilidad de sentarme a escribir, de tener libros y de tener una silla cómoda para leerlos. Y para que yo tenga la poesía y la lámpara bajo la cual leo, a otros se les debió negar algo. Ese sentimiento, esa consciencia casi de culpa, empuja mi poesía desde hace unos años.
La idea de escribir las cosas negadas nació, de hecho, al tomar consciencia de las cosas que no me habían sido negadas y de las cosas que puedo gozar. Hay un poema que no está en el libro (porque lo considero inacabado, quizás nunca tenga fin) y que escribí hace un par de años, casi como introducción a los demás textos; el poema es un diálogo con mi abuelo y mi madre. Mi abuelo trabajó desde los 7 años, tuvo su primer par de zapatos a los 13 años e iba a ser pintor. Estuvo a punto de embarcarse hacia Bogotá para estudiar pintura y desarrollar su talento, pero una madre conservadora y posesiva impidió que se fuera. Entonces trabajó toda su vida, sufrió la derrota y la pobreza y conoció también las culpas de la debilidad. Toda la historia de su vida me la contó hace muy poco y yo, lejos de pensar que mi abuelo es único, me di cuenta de que sus humillaciones y pequeños triunfos los viven muchos y son muy comunes alrededor nuestro, invisibilizados por la rapidez y superficialidad con que nos movemos por la vida. Entonces me di cuenta de que él –y muchos otros y otras– trabajaron una vida entera para que mi madre –y muchas otras– tengan puertas abiertas y luego alguien como yo –y muchos otros– puedan sentarse a escribir. Mi abuelo no pudo ser pintor, pero yo sí estoy intentando ser poeta. Ese es uno de los conflictos que germinaron entre “lo negado” y lo “no negado”. Y luego está la vida de mi padre, y la de mi madre, las cosas que hicieron por el futuro que ahora puedo vivir, las cosas que perdieron.
Con mi abuelo y mis padres me di cuenta de que hay historias marcadas sobre todo por la pérdida. Estamos rodeados de pequeñas y grandes derrotas siempre. Pero he logrado descubrir que en medio de ellas, de esas historias, está siempre algo luminoso: la dignidad; la que pudo tener mi abuelo –y muchos otros–, mi padre –y muchos otros– y la que yo espero tener. Así nace la idea que ronda “Las cosas negadas”: personajes que celebran –en una celebración humilde y silenciosa– la dignidad que vemos entre el fango –tengo un poema que habla específicamente de aquello–.
Entonces, para no extender demasiado esta respuesta, “Las cosas negadas” no habla necesariamente de lo que yo no poseo o no he poseído; es, más bien, una especie de recordatorio de los triunfos y la luminosidad que a otros, cercanos a mí, se les ha negado para que yo pueda estar ahora escribiendo estas respuestas. Es también es una forma de expresarles gratitud, de contar sus historias, de contar esas historias que son presente entre nosotros y que ocultan esa “dura belleza humana”. “Las cosas negadas” se construye en un “nosotros” en el que yo trato de incluirme, porque trato de apoderarme de esa dignidad, de esa lealtad que tienen hacia sí mismos aquellos personajes que siguen, como dijo Jorge Adoum, aguntones, porque sospechan, como dijo Louise Glück, que el alma es como un diamante, y no hay nada en el mundo tan fuerte que pueda dañarla.
- ¿Qué autores de poesía consideras que caminan por tu poesía?
“Qué ventanas quedarán de esas casas/ para hablar de ventana a ventana?”. El verso es de Marco Antonio Campos. Pienso que ciertas lecturas y ciertos poetas son maestros, son lecciones, y dejan huellas que no podemos borrar. De eso va el último poema de “Las cosas negadas”, de esa deuda que tengo con los poetas que me enseñaron cómo debía tratar, con qué pinzas debía tomar los temas y los discursos que quería manejar en este libro. Decidí repetir y volverme casi un obsesivo de ciertas voces que se articulaban con lo que quería decir: Marco Antonio Campos, por ejemplo, me compartió esa forma tan única de darle dureza y bondad a la tristeza, a la pérdida, a la nostalgia de lo perdido. Antonio Gamoneda es fundamental, siento su verso: “he llegado, por fin; éste no es mi lugar, pero he llegado” que no sale de mi garganta. Y otros como Bonifaz Nuño, Efraín Huerta, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Efraín Barquero, un poema de Jidi Majia y recientemente Rafael Cadenas que me dieron lecciones de cómo hablar del derrotado, de ese personaje que conoce el fracaso y se mueve en él (algunos de estos nombres fueron recomendación de Juan Carlos Olivas, de quien soy también un atento lector y con quien he tenido bellas conversaciones sobre estos temas y estos personajes justamente). Y también me deslumbró en esto Ledo Ivo, por ejemplo, Elliot, el mismo Vallejo, Juan Gelman (aunque estos dos son maestro más universales). Luego están poetas que pulieron mi poesía, casi llevándome de la mano; y muchos de ellos, por suerte, son amigos y los traigo en el corazón –tan deslumbrantes como en las páginas–: Omar Lara, El Teuco Castilla, Luis García Montero, Boccanera, Hugo Rivella. Y los poetas ecuatorianos: Violeta Luna, Carlos Eduardo Jaramillo, el imprescindible Xavier Oquendo y sus lecciones, Euler Granda, siempre Adoum, siempre, siempre la gigante Ana María Iza. Y luego están otras voces más cercanas y más hermanas, los amigos que son la mejor expresión de la poesía, con quien se dialoga y se conversa –que también, creo, es una buena forma de hacer poemas– y a quien no dejo de leer: Santiago Grijalva, Juanjo Pozo, Edmundo Mantilla, René Gordillo, Martín Torres, a quienes siempre me permito robarles un verso.
Podría seguir extendiendo la lista de nombres, sin duda.
- ¿Cómo ves el pulso de la poesía ecuatoriana? ¿Qué le falta?, ¿qué tiene de nuevo?
Voy a decir lo que pienso con honestidad de la poesía de mi “generación” (aunque aún no se si el término sea aplicable). Creo que, justamente, a esta poesía ecuatoriana no le falta algo nuevo, sino que le sobra la pretensión de novedad. He visto muchos poemas experimentales, centrados sobre todo en la experimentación con el lenguaje, construcciones lingüísticas muchas veces complejas y, de cierta forma, admirables en su campo. Pero esto de novedad, pienso yo, no tiene mucho: podríamos hacer una lista de los poetas ecuatorianos que a lo largo del último siglo hicieron, con más o menos éxito, este tipo de experimentaciones y trabajos sobre el lenguaje. Esto revela, para mí, una falta de lectura de nuestra tradición literaria; y revela también la fuerte postura del “intelectual” ante la poesía. Creo que hay mucha poesía intelectualizada, demasiado “pensada”, como escuché decir una vez a Antonio Gamoneda. Seguro que yo también he pecado de hacer una poesía demasiado cerrada y limitada a los círculos de lectores que son nada más que otros poetas y amigos de esos poetas e intelectuales estudiosos. Trato de cuidarme de ella. Creo que esta poesía debe tratar de acercarse a otro tipo de lectores. Pienso en un verso de Boccanera: “hay que incinerar a la poesía y bailar luego sobre las cenizas útiles”, siento que estamos ante una necesidad parecida: la de limpiar la poesía de retóricas difíciles, versos herméticos o discursos dialógicos entre escritores que impiden un verdadero acercamiento hacia el lector. También he percibido mucha, demasiada preocupación por encasillar a la poesía en una estética determinada, por juzgarla desde el neobarroco –o recientemente escuché “el postneobarroco”, y confieso que mis conocimientos ya no alcanzan a tanta erudición–, desde los discursos sociales, desde el “feminismo interseccional”, y etc etc. Está bien que se defienda una postura o discurso, pero creo que debe defenderse sobre todo a la poesía. Creo que no se debería segmentar y dividir tanto a la lírica.
Sin embargo, he visto también lo contrario, y eso, a mí, me da mucha alegría. Conozco un buen número de poetas que están preocupados sobre todo por una comunicación –y una comunicación afectiva y honesta– dentro de su poesía antes que por un deslumbramiento intelectual. Y también sé de poetas que se alimentan de nuestros maestros ecuatorianos y que buscan hacerles justicia, darles espacio en ciertos estudios y hacerlos parte del universo lírico de nuestro país. Veo la posibilidad de una poesía conectada sobre todo por la voluntad de acercarse al lector antes que por estéticas o círculos literarios; y eso me llena de entusiasmo. Me voy a valer de un verso que siempre recuerdo, de un poeta que aprecio mucho, Pablo Mériguet: ¿de qué sirve un libro de pasta dura que nunca lee el pescador o la empleada doméstica es decir los verdaderamente importantes?
- ¿La poesía sigue siendo un buen refugio en este mundo digital? ¿Cómo le pones a la poesía en este tiempo tan singular: en encierro, con pandemia mundial, comunicados por redes sociales y plataformas, sin poder tocarnos ni abrazarnos.
Sin duda. Creo que la poesía es un refugio aún más necesario y cálido en estos tiempos. Dijo Juan Gelman, que “los poetas la pasan bastante mal, nadie los lee mucho, esos nadie son pocos…” y al principio de esta pandemia yo pensé que las cosas se pondrían peor. Pero, por suerte, creo que me equivoqué. Es cierto que hemos perdido el soporte físico que también es el poema: el libro, el abrazar, las terturlias, las charlas de sobremesa, las presentaciones de libros que eran una fiesta, los recitales, los micrófonos que reproducían poemas y los hacían volar…, pero hemos ganado otros espacios. He comprobado que los hacedores de poesía no son fáciles de vencer, y que somos tercos, obstinados. Y que si nos quitan un lugar, nos movemos a otro, nos tomamos otro, asaltamos otros. Paradójicamente, este año he asistido a recitales, he escuchado poesía leída por sus autores, he conocido la poesía de nuevos escritores, he hecho amigos alrededor del poema mucho más que en otros años. Y eso, estoy seguro, ha evitado que me rinda ante el sentirme abrumado por el encierro y el miedo. Y, por supuesto, ha estado el acto milagroso de escribir poesía. La escritura de poesía tiene, sin duda, un poder sanador y una misteriosa, única luminosidad. Yo empecé a escribir en mi adolescencia como terapia, casi como una receta médica para curar un insomnio temprano. Y creo que la poesía, en mí, nunca perdió ese carácter sanador.
Ya vendrán mejores tiempos y nos poblaremos de abrazos nuevamente, pero no volveremos a ser los mismos. Creo que ahora sabemos, estamos seguros, que la poesía puede encontrar sus espacios aún en las situaciones más difíciles. Y también creo que hemos aprendido de nuevas estrategias y mundos virtuales que no abandonaremos tan fácilmente. Y estoy seguro, no me cabe duda, de que la poesía siempre trae cercanías: alguien con quien hablar, alguien a quien escuchar, alguien que escucha, alguien que está ahí, acompañándonos. Omar Lara dice: “Para qué sirve la poesía sino para encontrarnos.” Eso es invaluable e imprescindible.
Este es nuestro sitio
I
Fue una madrugada como cualquiera,
prescindible y pacífica sobre las colinas:
llegamos
hartos de tanto buscar el mañana,
hartos de no recibir otra señal
que no fueran los halcones
que venían a llevarse las crías de nuestros perros.
Alguien
desde la umbría celda del frío
susurró en los oídos del sueño
«es aquí, descarga tus valijas».
Y así lo hicimos.
Llegamos
a los rincones amarillos de la ciudad
para ver cómo el día ejecutaba a los gorriones,
llegamos a los purísimos hospitales
aromados de tos y vergüenza
y más tarde a las tabernas
repletas de cuerpos no nacidos
que en silencio desde entonces andan a nuestro lado
y vamos en silencio con ellos
porque tenemos clara nuestra repartición de lealtad.
II
Y revolotearon
ante los ojos habituados al asombro
las cosas que nos habían sido otorgadas:
hojarascamente llegaron las charlas de las viudas
y las charlas de los ciegos con la luz.
Vino la pobre sal buscando su sitio en los riñones,
los capataces del destino
a pisotearnos el hígado y la garganta,
los días como una cicatriz ardiente
que nos alcanza cuando estiramos las manos.
Y de los muchos pájaros que la ciudad acoge
picotearon nuestros pies las palomas,
siervas de lo común y prescindible.
Eventualmente vino el cuarto sombrío
que se repiensa siempre,
el amor leal en la infidelidad,
el metálico olor
del pisoteado corazón del cielo,
y los mensajes en garabatos que el dios más viejo
nos hacía llegar en el vuelo de las moscas.
III
Desde esa madrugada
tenemos el agua sedosa de la fiebre,
y para que nunca hagamos reclamos
corre por nuestros dedos los domingos
el agua bendita
que no cura los navajazos ni el fracaso
ni la llaga de saber que de ninguna pobreza
tenemos la culpa
pero que eso no será impedimento
para que atraviese los huesos de los hijos
y ellos, en justas rabietas, nos hallen culpables.
IV
¿Realmente esperábamos algo más?
Siempre estuvimos al tanto de la ceniza
siempre fuimos grises en las pistas de baile,
y aun así, ciertas veces, en ciertas callejuelas,
esperamos hallar un rincón generoso
un paisaje poblado de luz.
V
A quién podríamos preguntar
cómo luce la belleza. Quién podría decirnos
si no estuvimos frente a ella
y la dejamos pasar
porque estábamos ocupados
hablando con las piedras que sueñan con ser tórtolas.
Quién podría hablarnos
si los padres
hace siglos ya que no contestan.
VI
Tarde supimos que nos sonreía
el diente oscuro de la intemperie
y ¿cómo podríamos saborear el mundo sin su mordida?
Tarde supimos que el deseo de vivir
nos estalló en los labios como agua hirviendo.
Pero ¿hay alguien a quién le importe nuestros deseos?.
VII
No amamos el mundo que nos toca
porque fue negado a nosotros
el tiempo de la contemplación.
Pero seguimos devorando los panes duros de la verdad
y bebiendo el trago de la pérdida
hasta perder la compostura,
y entonamos canciones propias, místicas canciones
aprendidas o inventadas en las calles,
y empieza una celebración lamentable, una celebración insomne,
una celebración a la que no asisten los triunfadores.
No estamos solos.
Somos también estas mujeres
y su murmullo de mutiladas luciérnagas,
estos adolescentes, amados ya
por el musgo, siervos de su coraje,
estos hombres arrastrados por las olas
de la imperfección y la fe
estas crías que huyen con bolsas robadas
en las manos
y compartimos el golpe del alba,
aprendemos la postura
en que nos luce mejor la medalla de los últimos,
entrenamos en el dolor
honesto y claro
sin que nadie haga de él catástrofe
o leyenda.
VIII
A veces nos asomamos a la vida
y parece un carnero
que mastica las hierbas germinadas
cuando el bosque de la esperanza fue quemado.
A veces,
nuestra sangre derrite el granizo en las veredas.
Así seguimos,
buscando en la geometría más feroz
la ternura.
Si alguien quiere cruzar nuestra puerta
tendrá que demostrar
que lleva en el lugar del alma una piedra oscura,
un pedernal que se enciende
con el roce de la obstinación.
Tendrá que demostrarnos
que cree con firmeza
que aún no ha sido inventado en el mundo
aquello que no puede ser soportado.
Preferimos la valentía a las razones
para defender este lugar
como si hubiera alguien
que quisiera disputarlo.
Aquí estamos.
No se nos abrirá otro sitio.
***
Juan Suárez Proaño (Quito, 1993). Poeta y editor. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador con un estudio sobre la poética de la enfermedad en la obra de Ileana Espinel. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), Hacen falta pájaros (2016, El Ángel Editor), Nos ha crecido hierba (2018, El Ángel Editor) y El nombre del Alba (Nueva York Poetry Press, 2019). Consta en la antología Seis poetas ecuatorianos (Editorial Caletita), publicada en México; y en la Antología de Poesía Española Contemporánea Y lo demás es Silencio Vol. II, publicada en Madrid, en el 2016. Está incluido en la selección de poetas ecuatorianos «Voices form the center of the world» realizada y traducida por la poeta Margaret Randall. Su poemario “Las cosas negadas” obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021.