TESTIMONIO SEIS - La guerra
En octubre de 1915 el minero WIlfred Owen se alistó como voluntario para pelear por su nación en la Gran Guerra.
A mediados de 1917, después de una traumática experiencia en las trincheras, se le diagnosticó neurosis de guerra, y fue ingresado al Hospital Craiglockhart de Edimburgo. En agosto de 1918 regresó al frente en Francia y, una semana antes del armisticio, murió en un ataque cerca de Ors. Este poema pertenece al libro "Los tambores del tiempo", que fue dado a conocer por primera vez por su amante, el escritor Siegfred Sasoon. Owen es considerado el gran poeta europeo de la primera guerra mundial.
APOLOGÍA
Yo también vi a Dios a través del barro
que se cuartea en las mejillas
cuando los desdichados sonríen.
La guerra dio más gloria que sangre a sus ojos
y más risas a la alegría que aquella
que estremece a un niño.
Era grato reírse allí,
donde la muerte se torna absurda
y la vida aún más absurda,
porque teníamos poder cuando dejábamos
huesos al desnudo, y matábamos sin saber a quién.
No sentíamos naúseas de la bayoneta,
ni el remordimiento del asesino.
Yo también me desprendí del miedo
detrás de la cortina de fuego, cuando vi muerto a todo mi pelotón,
y mi espíritu emprendió el vuelo, luminoso y claro,
más allá de la alambrada
donde la esperanza yacía esparcida.
Y vi a hombres con fiebre,
rostros que solían maldecirme,
rabia por rabia.
Brillaron y se elevaron con el deseo de irse,
ángeles en una hora, repugnantes luego.
Hice amigos
de los que nadie habla en canciones de amor,
porque no es el amor quien enlaza unos labios
con la seda suave de unos ojos que miran y desean.
La alegría era ser herido en la alambrada de la guerra
cuyas estacas se resistían
a cubrir el vendaje de un brazo que sangra,
atado a la correa de un rifle que cuelga.
Así regresaría a arrojarme sobre lo que he abandonado.
Vi a la belleza
en las blasfemias que mantenían firme nuestro coraje,
escuché música en el silencio del deber cumplido,
encontré la paz donde las bombas escupían su sangre.
Sin embargo,
si no compartes con ellos el infierno,
la doliente oscuridad del infierno,
cuyo mundo no es más que el temblor de un destello
y el cielo no es más que un camino escrito con balas,
sería como no oir su risa nunca.
La risa de la felicidad por regresar
cuando reconoces que nunca vas a regresar.
Esos hombres son dignos de tus lágrimas.
Tú no eres digno de su alegría.
Finales de 1917.