Revista Latinoemerica de Poesía

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Daniel Acevedo



 

Publicamos el trabajo del poeta Daniel Acevedo (Medellín, 1986). Fue ganador de los estímulos de la Gobernación de Antioquia a creación de libro de poesía en 2017, con su poemario Ritual de Vuelo y Mención de honor en el VI Concurso Nacional de Cuento de EPM. Es uno de los coordinadores del colectivo poético Nuevas Voces.

 

 

 

Poemas inéditos:

 

 

ARROZ CON CAMARONES

Me he sentado en la mesa de cristal. Mi mano derecha sujeta un tenedor que intenta capturar el filo de una llama. El crustáceo se agita nervioso. Sabe que ha terminado el baile y que todo el océano puede caber en un vaso plateado. La brisa deposita una hoja de palma en la punta de mis pies. Es una advertencia. El tenedor se clava en la carne del crustáceo, sus puntas traspasan sus órganos invisibles. Y un lamento, que es más un silencio, irrumpe en forma de salsa de coco. El camarón es llevado a la boca y las cavernas del tiempo difunden sus ecos oscuros. Hay un sabor antiguo, el de un templo profanado, que se implanta en la lengua.
La cicuta es un pastel de manzana cuando se piensa en el invertebrado que cruza la garganta. Allí, con once años, me sentí ligeramente abandonado. Adentro, en mi esófago un sol agonizaba entre lánguidas protestas. Y por un instante no era el crustáceo quién se sacudía bajo los pliegues de mi tráquea, sino yo quien habitaba en su cuerpo de sal y agua. Era mi propio infierno personal, no más grande que una canica de plata o una perla de la realeza. El veneno estaba adentro y adquiría el color de una sirena varada en la playa, vieja y decrépita.
Vomité. Vomité el excremento de ballenas, vomité lo inconmensurable, vomité para vivir un día más, vomité jazmines y camelias.
Vomité el pequeño camarón. Ya no se sacudía. Lo sabía todo de mí. Pero ahora sus bigotes alimentarían la tierra.

 

 

 


LA MARCA

Algo lame los bordes del silencio. Algo estalla en medio de la ciudad de cristal. La mano incrustada en el vidrio. La melodía infame de los grillos. Un rayo bajo la piel agita los árboles del dolor. “Soy de arcilla” gritas mientras la sangre chorrea por los costados. “Necesito un nuevo molde” reafirmas indecente cuando se extingue el eco de la voz.
La herida es un campo de trigo. Los nervios los girasoles que crecen alrededor. El campo está maldito: tiene la marca de los labios de un látigo, tiene la siembra bermeja. El llanto es la consecuencia del mausoleo que asciende sobre la mano sin vida. La sangre se seca y forma el sendero de un ermitaño cantor. Los ojos evitan mirar el cadáver del movimiento. Y tan sólo necesitas veintisiete segundos para que un lamento ya no respire y sea aquel verso que el niño olvida, que añora en las noches antes de dormir.
“Tendrás esa marca para siempre” decían cuando tan sólo unos minutos antes jugabas al fútbol. “Tendrás esa marca, no mires, no reclames, no hables”. No obstante, haces conciencia: es la marca arcana de las palabras. La insignia de un hombre compuesto de besos de cangrejo y plumas de avestruz. Ante su mano que se asoma se anuncia el conjuro, un aleteo inquieto, entre el bolígrafo y el papel.
La marca permanece, pero el poeta ya no es un pequeño dios.

 

 

 


DEBO IR

Fueron tan solo dos campanadas bajo mi lengua las que despertaron tu deseo. “Tengo que ir a misa” predicabas mientras el agua recorría nuestros cuerpos desnudos. “Tengo que ir a misa” repetías dubitativa sin saber que ya estabas en el territorio sagrado de la lluvia. Tus manos y mis manos juntas en un rezo. Mi lengua recorriendo tu cuello en busca de los puntos sonoros. No hay salida. Las rodillas se doblan. Hay un cantico: un espejo de agua en la piel del silencio. El esbozo de un gemido que no alcanza a ser un eco.
“Debo ir a…”
“Debo ir…”
“Debo”
La marea ha subido y las olas ya llegan hasta tus labios. Un dedo se posa sobre la tierra resquebrajada. Y yo soy tan solo un fantasma, un hombre que aparece cada 2557 minutos, para calentar tus piernas heladas. Mi juego es retirarme, dejar el temblor propio del sacrificio a un dios sin nombre.

 

 

 

 

NIEVE SOBRE EL ASFALTO

Un ángel, sin alas emplumadas, ha dictaminado el veredicto: debe morir. Arguye mientras levanta su mano y el sol, que es una moneda para pagar perdones futuros, ilumina la grieta. Los pendones de la victoria se levantan en forma de nubes mal dibujadas. El condenado se arrastra por la tierra, no para buscar la redención, sino para que sus pasos sean una marca indeleble: la baba de su cuerpo imperfecto. El juez no soporta mirarse al espejo y, por un instante, se siente dueño del rayo y la tormenta. El condenado conoce su castigo y está dispuesto a recibirlo: otros vendrán después de él e invadirán los hogares de los ángeles, comerán sus restos de comida podrida y asustaran a sus niñas pequeñas que duermen en camas de terciopelo.
La nieve cae sobre el asfalto y emula la escena de una película de navidad de bajo presupuesto. Y aunque, ciertamente, tiene ese aire mágico propio del invierno repentino, el condenado no puede evitar hacer preguntas: ¿Cuál es mi papel en esta comedia sin telón? ¿cuál es el párpado que permanece abierto cuando los demás duermen? La nieve toca su piel e irrumpe como azufre de un volcán extinto. Arde. Intenta escapar. Arde. No hay posibilidad de redención. Arde. El caminante sin hogar espiral. Arde. El cielo ha hablado.
Se escucha una risa infantil macabra. El niño se levanta. Lo ha llamado su madre.

 

 

 


LA HABANA

El sol es un solitario náufrago
Que se mira por última vez al espejo
De superficie ondulada

Inmerso en el contorno ancestral
De las gaviotas
Abre los ojos
Y atrapa en su mirada
Las ruinas de un tambor

La canción de la sirena
Que sedujo a Ulises
Es tocada por los dedos
De un océano insondable
Al chocar contra las piedras

El infranqueable malecón
Se convierte en un piano
y las olas son las notas
de un intenso blues

Los últimos testigos del milagro
Son los pescadores de gorra rosada
Que entre cigarro y cigarro
Hilan sus cuerdas de nylon
Con la intimidad del mar

Un párpado se cierra en el horizonte
La Habana es música
Con sol o sin él

 

 

Del libro Ritual de vuelo (2017)

 

 


EL ESPECTADOR DE LO INEFABLE

Mi abuelo es el páramo y mi abuela la fría brisa que sale de los entresijos de la montaña, me han bendecido con su aliento fe¬cundo mientras me bañaba en un riachuelo en Santa Elena. Me han acariciado y cantado una nana mientras me dormía en la copa de un pino ciprés.

Quiero pensar por un instante que es posible esbozar un rostro con las piedras cercanas. Que es posible pensar en un lienzo que, mirado desde la bóveda celeste, sea digno de un museo de criaturas astrales. Allí, regocijados, con un sexto dedo apoyado en el mentón, se burlan de los colores extintos de las metrópolis y de la insignificancia de nuestros rezos.

Aún así la brisa sigue soplando y toca sus pómulos.

Aún así la brisa sigue… y trae un canto ancestral que evoca un paraíso perdido.

 

 

COCUYO SIN NOMBRE

A los innombrables, a los desaparecidos,
a los fantasmas del ayer.

Un cocuyo entra por la grieta, visita la cama, las alpargatas y el armario. Las paredes de bahareque temen contar la historia. Una ruana desmembrada, al fondo, ya no viste con cuerpos y añora algo de calor. El cocuyo vuela por la alcoba, su luz revela los vestigios de un abrazo, su oscuridad la sombra de un fusil.

Tiembla.

El cocuyo sale por la ventana y tu nombre, ausente, cada día pierde una vocal.

Eran tan solo las cinco menos cuarto, cuando se detuvieron las manecillas, se escucharon dos ladridos metálicos y se desvaneció tu voz.

 

 

 

 

EL VUELO DEL BRUJO

Un pájaro pasa por el cielo; hay un complejo de sensaciones
¿Qué deviene cuando muere el que lo experimenta?
¿O cuando hace otra cosa? ¿Qué deviene?
Gilles Deleuze

Un rayo irrumpe en una calle de París, en lo alto de una austera fachada. Un rayo que no es descarga sino pensamiento que flu¬ye en el interior de un longevo rizoma. Es un frenesí, afecto por el cemento y la tierra, por el animal que desciende de los cielos y escribe, con su cuerpo, una carta de amor.

La decisión está tomada, ha optado por la libertad. El brujo mueve sus manos y convoca las fuerzas del viento, conoce su verdadero nombre, lo dice con su voz rasgada; no para domi-narlo sino para que lo acompañe en su hora final. El abismo tie¬ne para él una atractiva melodía, el soplo de Mahler, la sinfonía inconclusa; la escucha parado en la cornisa, como quien desci¬fra las últimas líneas de un libro escrito por viejos alquimistas.

La brisa relame su cuello y le recuerda que sólo se necesita un paso para el auténtico devenir.

Una mujer rechaza con un gesto ciego un beso en los Elíseos. Un turista reclama por lo malo del café en una esquina de la rue de Bassand. Una pareja de estorninos copulan en el Jardín de Tulerías. Una niña se emociona con el olor del baguette recién horneado. Un psicoanalista deprimido fuma un cigarro que nunca se termina. Un mimo con un traje a rayas cae y lamenta su incapacidad de volar.

Y tú das el paso, lo das.

Es la última reafirmación.

 

 

 


LA CARICIA DE CÉFIRO

Me gusta, a veces, jugar un poco, tocar lentamente los bordes y las texturas de los objetos. Quizás busco encontrar un poco de sentido que se derrame por alguna pequeña grieta o liberar de una prisión de palabras a un pájaro cautivo. Pero en el fondo sospecho, irremediablemente, no podré nunca hacerlo. Mis manos son tal vez demasiado cortas. Es, pienso, desear el poder del viento que alcanza con sus manos múltiples todas las cosas: las montañas, el bosque, el vidrio, la lluvia…

y el contorno de tu cuerpo.

Dicen que se ha visto una bandada de azulejos emerger por tu ventana.

 

 

 


RITUAL DE VUELO

El caminar debe ser rítmico, los pasos un torbellino, el cuerpo una lanza que emerge de la ciudad. En la cima del cerro se ubican las pistas de aterrizaje de barcos, ovnis y pájaros nube-nautas. En los senderos angostos de subida el páramo del exilio y la esperanza de volar.

Hay una inhalación lenta, los ojos se cierran, los sentidos se expanden, aparece una tercera oreja bajo la nariz: respiración profunda. Cuenta hasta diez, así lo hacían en Harappa hace cuatro mil años, el aire que hoy respiras es el mismo.

Escucha la música del viento, es un tango débil, pero luminoso. El bandoneón es tocado por un ángel con bigote, sombrero fedora y sandalias blancas. El coro de hojas marchitas emite un canto que hace temblar cada fragmento de la piel. La música recuerda que alguna vez volamos, pero lo hemos olvidado; es tiempo de recordar, es nuestro primer aviso.

El instante es apresado bajo la lengua, se divide en minúsculos fragmentos que explotan como chispas de pólvora. No hay represión. El aire se llena de cocuyos, y el sabor del instante queda grabado en las corrientes de la niebla. Una gaviota de papel se balancea con la brisa y es atrapada por un brazo de luz. Este es el segundo aviso.

Siguiente inhalación, no hay cansancio, solo circulación. Exhala, inhala, exhala. Treinta y siete veces cinco si es necesario. Hay un reencuentro con el caos primigenio. Hay un grito. Las dos palabras de Whitman: Soy multitudes. Las alas de papel son la reliquia de una imposibilidad. Tres plumas en el hombro y una garra en el dedo derecho del pie. Tercer aviso.

Es momento de volar.

 

 

 

 

 

Daniel Acevedo (Medellín, 1986). Es poeta, gestor cultural e historiador, aspirante a magister en estudios literarios de la Universidad de Buenos Aires y tallerista de escritura creativa en El Retiro. Ha participado en diversos eventos dentro y fuera de Colombia. Se destacan el XXVII Festival Internacional de poesía de Medellín, el Festival Internacional de Poesía de La Habana y 16º Encuentro Poetas y Narradores de las Dos Orillas, Uruguay, donde obtuvo el reconocimiento “Arturo Cuadrado” a mejor poeta joven. Fue ganador de los estímulos de la Gobernación de Antioquia a creación de libro de poesía en 2017, con su poemario Ritual de Vuelo. El poemario versa sobre la importancia del aire y su relación con el entorno urbano y los cuerpos que lo habitan. Fue ganador de mención de honor en el VI Concurso Nacional de Cuento de EPM. Es uno de los coordinadores del colectivo poético Nuevas Voces.

 

 

 

 



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