Reino de peregrinaciones: Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus
Después de haber leído los trabajos enviados por los organizadores del XIX Concurso de Poesía Eduardo Cote Lamus y de revisar sus calidades literarias, los miembros del jurado, Ramón Illán Bacca, Octavio Escobar y Ángela Alfonso, hemos decidido otorgar el premio al libro Reino de peregrinaciones, firmado con el seudónimo Marie Galois y que corresponde al escritor Hellman Pardo.
El jurado toma esta decisión basado en que el libro presenta un lenguaje maduro y unidad en sus textos. Es importante resaltar que este lenguaje decantado es muestra de una gran sensibilidad poética y un conocimiento lúcido del oficio.
Acá una selección de poemas del libro ganador:
EL COJO BARRIOS, GUARDAGUJAS
El comisario de caminos dice que soy el empleado
que ajusta los desvíos del ferrocarril.
La afirmación es vaga.
Es cierto que enlazo las bifurcaciones del día,
las cargas que arrastran la ceniza de los torturados,
sin embargo,
prefiero que las buenas gentes me recuerden
como un anacoreta del olvido.
Lo destruido se ahúma en cada aguja removida.
Encarrilo los compartimentos que temen inclinarse
por el peso de carbones recién extraídos en la desgracia.
Es tarde. El tren dejó de anunciarse hace cinco meses.
Aún espero sus vagones sonámbulos
en la línea que traza la distancia.
AMÍLKAR ESPITIA, EL HERRERO
Labrar el hierro es mirar con dureza las estaciones.
He levantado con lingotes sólidos
la viga que soporta el campanario de Catalpa.
Forjo en el yunque de la misericordia
las herraduras de caballos tristes
en cuyo lomo cabalgan el fuego,
la nostalgia, los pétalos del amor.
El fuego
es un metal pesado que construye señales en la sombra.
La nostalgia
es la niña muerta del recuerdo.
Los pétalos del amor
son las semillas perdidas en el pico de un colibrí.
Labrar el hierro es cargar un martillo en el hombro
y mirar con dureza la luz apolillándose a sí misma.
LORENZO CERCAS HIJO, POSADERO
Hace algún tiempo,
cuando la penumbra aún invadía los arrecifes,
llegó a mi posada un fabricante de camafeos.
Traía siete arcones cargados de piedras.
Malaquitas de Benín, ámbares de Letonia, obsidianas de Mozambique.
Al soplarlos,
según instrucciones precisas del comerciante,
los relieves de esas piedras
adquirían los rostros de antiguos emperadores.
Una María Estuardo tristísima,
más triste que el artesano,
tenía en la mirada una esquirla de oscuridad
propia de los reyes decapitados.
La barba del cónsul Lucio apenas se asomaba en una flor de mármol.
Sobre la cabeza de Erzsébet Báthory
pendía una tiara hecha con la piel de sus sirvientas.
Los arcones del fabricante de camafeos
quedaron vaciados,
menos uno.
El séptimo, decía,
contenía los ajuares de Ana Bolena,
sus seis dedos que tallaron las rocas de una isla.
EL MARISCAL VICTORIO
En las tácticas de combate
es permitido montar el potro de la expiación.
Recuerdo huir montado en su lomo izquierdo por la colina
perseguido por falsos héroes.
Asomaban los fusiles de polvorera
para amedrentar a mi ejército.
Ya no tengo ejército.
Todos han muerto.
Pero un mariscal siempre será un mariscal,
aunque en su pecho cargue una lágrima o un falso héroe
o las espuelas en el potro al lado izquierdo de su lomo.
Por eso todos los días a media noche
la vieja carabina escopetea topacios para salvar de la muerte
al ejército que descansa en mi pecho.
LA LLORONA
En las Guerras del llanto
solo persiste la sal en la lágrima.
Toda aldea conserva sus espantos,
su manera de preguntarse
si lo irreal es también posible.
En Catalpa,
por ejemplo,
se oye el torpe rastro de La Llorona,
un ronroneo en los matorrales prohibidos
de lo lejano.
Por su espalda
desciende el cabello
como cascada de árboles,
tálamos de siemprevivas
que agitan los ángulos del río.
Un escapulario ampara
sus huesos húmedos.
Sumida en la vergüenza,
se envuelve con la túnica del arrepentimiento.
La Llorona tiende a chapolear el agua,
a enlodarla con su grito culpable.
Cuando la medianoche se enmusga en el tiempo,
el llanto salta la planicie,
sus altas quejas profanando
el tímpano de los durmientes.