Eugenio Montejo
Selección de Jenny Bernal
Eugenio Montejo es un minero del lenguaje (como diría el maestro Blas Coll), que entendió que la poesía "cruza la tierra sola,/ apoya su voz en el dolor del mundo/ y nada pide/ ni siquiera palabras". Artífice de juegos heterónimos, traductor de árboles y terredades. Montejo un poeta indispensable de la poesía venezolana y latinoamericana.
Hemos seleccionado algunos de sus poemas a manera de homenaje, evocación y difusión de su trabajo, pero también con un hondo agradecimiento por recordarnos en tiempos de ruido, oportunismo y mediatismo literario, el lugar del misterio y la posibilidad de nombrarlo; la materia genuina del ejercicio de la poesía.
Los árboles
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
***
La mesa
¿Qué puede una mesa sola
contra la redondez de la tierra?
Ya tiene bastante con que nada se caiga
cuando las sillas entran en voz baja
y en su torno a la hora se congregan.
Si el tiempo amella los cuchillos,
lleva y trae comensales,
varía los temas, las palabras,
¿qué puede el dolor de su madera?
¿Qué puede contra el costo de las cosas,
contra el ateísmo de la cena,
de la Última Cena?
Si el vino se derrama, si el pan falta
y los hombres se tornan ausentes,
¿qué puede sino estar inmóvil, fija,
entre el hambre y las horas,
con qué va a intervenir aunque desee?
***
Los ausentes
Viajan conmigo mis amigos muertos.
Adonde llego, van por todas partes,
apresurados me siguen, me preceden,
gentiles, cómodos e incómodos,
en grupos, solos, conversando, paseando.
A mi paso se mezclan sus huidizos colores
hasta envolverme en un lento crepúsculo...
Tantos y tantos, cada cual en su estatua,
y en torno siempre las máscaras del sueño.
Y mi estatua también a su lado, flotando.
Muertos de nunca habernos muerto,
de estar en algún tiempo, en algún parque,
juntos y apartes, conformes, inconformes,
mudos, charlando, con voces, sin voces,
en verdad ya ni vivos ni muertos:
algo intermedio que tampoco es estatua,
aunque tengamos ya de piedra los ojos
y unos y otros nos sigamos, corteses,polémicos,
contentos de estar en la tierra y de no estar en ella,
en eternas tertulias donde, se hable o no se hable,
todo queda para después o para antes,
para cuando no sabíamos que después era entonces
ni que nuestras sombras de pronto levitaban
visibles e invisibles en el aire.
*
Un instante de nuevo me reúno con ellos,
conversando otra vez esta tarde, tan tarde,
en un Café de ruidos urbanos, suburbanos...
Es decir, bebiendo sin beber, un poco abstemios,
pues los muertos no beben, pero beben a veces,
juntos y alegres, aunque no tanto, sino alegres,
con un trago o ninguno, pero con un trago,
creyendo que el tiempo ya pasó y no ha pasado,
y por eso pasó sin pasar, es decir, nunca pasa.
Cada cual con un whisky sin hielo o con hielo,
más cálido que frío, sin instante un instante,
con el recuerdo que nada recuerda esta tarde
y por eso se acuerda ahora de todo...
Bebiendo con ellos que fuman y charlan,
que parten y vuelven, dialogan, discuten,
hablando por hablar y a veces por no hablar,
hasta decirnos qué de Picasso hay en la ausencia,
cuánto cubismo en la manera de alejarnos,
el modo de mirarnos con ojos verticales
y saludarnos con la mano a la inversa,
la forma de beber un solo vaso roto
que ya no tiene vidrio ni licor ni volumen,
el modo de no beber creyendo que se bebe
y seguir todos juntos ahora que estoy solo.
***
Adiós al siglo XX
A Álvaro Mutis
Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías...
Mi siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.
***
Ningún amor cabe en un cuerpo solamente
Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,
aunque abarquen sus venas el tamaño del
mundo;
siempre un deseo se queda fuera,
otro solloza pero falta.
Lo sabe el mar en su lamento solitario
y la tierra que busca los restos de su estatua;
no basta un solo cuerpo para albergar sus
noches,
quedan estrellas fuera de la sangre.
Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,
aunque el alma se aparte y ceda espacio
y el tiempo nos entregue la hora que retiene.
Dos manos no nos bastan para alcanzar la
sombra;
dos ojos ven apenas pocas nubes
pero no saben dónde van, de dónde vienen,
qué país musical las une y las dispersa.
Ningún amor, ni el más huidizo, el más fugaz,
nace en un cuerpo que está solo;
ninguno cabe en el tamaño de su muerte.
***
El andariego
Corro delante de los ojos míos,
viviendo donde a veces aún no llego,
sin saber si estas aguas que navego
las muda el tiempo con sus falsos ríos.
De la muerte ya sé los calofríos
y el olvido que sigue al golpe ciego:
ya el futuro me ha visto de andariego
con muchos más naufragios que navíos.
Tanto he vivido lejos de mí mismo
que hasta mi corazón se ha vuelto abismo,
latiendo inescrutable y a desgana.
Soy ése que no alcanzo ni en la sombra:
-el que tras sí me arrastra, el que me nombra,
el que ayer era hoy y hoy es mañana.
***
El rayo
Mueve mi mano un rayo de allá arriba,
forzándome a escribir lo que desea;
aunque yo mismo a veces no lo crea,
su centella es mi lámpara votiva.
Cuando se ausenta quedo a la deriva,
sin la más vaga chispa de una idea,
pero siempre al final relampaguea
y su lumbre se torna en llama viva.
Es mi rayo, mi duende que dibuja
con su instantánea cola de serpiente
a través de mis ojos cada cosa.
Signo tras signo siento que me empuja,
que inexplicable vierte de repente
en mi sangre su tinta misteriosa.
***
La poesía
La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.
***
Eugenio Montejo
Venezuela (1938 - 2008). Fue director literario de Monte Ávila Editores, representante de esta misma editorial en Buenos Aires, a fines de los años setenta, y consejero cultural de Venezuela en Portugal. Algunos de sus libros de poesía son: Élegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas palabras (1976), Terredad (1978) Trópico absoluto (1982), Alfabeto del mundo (1986), Adiós al siglo xx (1997), Partitura de la cigarra (1999), Papiros amorosos (2002), Fábula del escriba (2006). Es autor de dos colecciones de ensayos: La ventana oblicua (1974) y El taller blanco (1983), así como de varios libros de escritura heteronímica o, como él prefiere llamarla, escritura oblicua, entre los que figuran El cuaderno de Blas Coll (1981), Guitarra del horizonte por Sergio Sandoval (1992), El hacha de seda por Tomás Linden (1996), Chamario por Eduardo Polo (para niños, 2003) y La caza del relámpago por Lino Cervantes. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura de su país en 1998 y el Premio Internacional Octavio Paz en 2004.
*Reseña tomada de la Colección un libro por centavos N°31 Los ausentes y otros poemas - antología.
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