El paraguas de Manhattan - Eduardo Mitre
Nota y selección por Alejandro Cortés González
Un viento luminoso circunda el Manhattan mirado por Mitre. Un fulgor de alas que recorre su obra desde Morada, 1975, cuando Octavio Paz se refirió a sus versos como “hechos de aire y luz”. El pasado mayo en Bogotá, durante la sexta edición del encuentro de poesía Las Líneas de su Mano, Eduardo Mitre leyó el poema que le da título al libro, y algo en el aire detuvo el aliento de la audiencia… Fue apenas el preludio de un poemario colmado de rupturas en reposo.
En estos días en que la tecnología todo lo vuelve instante y nada perdura, Mitre insiste en la necesidad literaria de grabar el tiempo. El párpado negro de su paraguas, como antena para captar el pasado, busca señales en los intersticios entre ríos de gente. Piensa en lo volátiles e insignificantes que pueden ser las palabras escritas en la pantalla de un computador. La zozobra de perderlo todo por una impericia técnica, consta en El poema inconcluso, texto al final de esta foja, que aún permanece inédito.
Del tráfago de edificios, máquinas y hombres, también rescata personajes, y al hacerlo, recupera el poema como unidad de canto y cuento. Mira con valentía hacia la rima; invitación silenciosa a visitar la raíz, entre tanto afán de vanguardia. Mitre por la avenida Madison, camina con la certeza del que sabe que en épocas donde todos pretenden ser diferentes, lo más novedoso es jamás perder el origen. Llovizna. Abre su paraguas bajo el cielo de Manhattan y piensa en el plumaje de los cóndores de su país.
De El paraguas de Manhattan (2004)
EL PARAGUAS DE MANHATTAN
Llueve en Manhattan:
saco el tintero
y la pluma de mi paraguas.
Lo abro como se enciende una lámpara
y se eleva
halcón de alas atadas.
Lo retengo como un girasol
de pétalos negros
y nos perfuma esta comparación.
Apenas salimos
entramos
en un concierto de arpas.
Camino con calma, en su centro,
luciendo una importancia
que emana de sus aleros,
y firmemente sujeto
a su tallo, a su ligero follaje,
al paso contemplo:
En la parada de autobús
el pavoneo de otro ––blanco y azul––
entre las piernas de una muchacha,
y la pareja que cruza, abrazada
bajo un techo nupcial,
el jardín de KatharineHepburn.
El parque Bryant: sicomoros esbeltos
pero no alcanzo sus hojas
para escribir sobre ellos.
Calles abajo, una anciana:
las pupilas glaucas,
su mirar sin mirada,
y pendiente del cuello
el monedero de lata
sonando como un cencerro.
La Iglesia de la Trinidad:
una hilera de lápidas
y nombres sin nadie debajo:
Los leo despacio,
dibujándoles en voz baja
un posible retrato.
Cabizbajo, reanudo la marcha:
galerías, escaparates,
la boca del Metro, un pasaje
a los espectros de Eros:
dudo un instante y me interno
en el túnel de mi paraguas.
Salgo a la orilla del Hudson,
lo extiendo, zumba su antena,
capto la estación del pasado
y remonto días, cuartos, años,
hasta la noche materna
que alumbra y me nace
en una corriente de sangre
que fluye y me arroja de nuevo
a esta orilla del Hudson.
En la avenida larga y lujosa
como una frase de Proust
el brusco baño de multitud
y el creciente mareo
frente al diluvio de rostros
sin el arcoíris del tú.
Anochece, pero no escampa.
Ebrio de imágenes,
emprendo el regreso.
De pronto, entre Park y Lighthouse:
la luna llena de su paraguas,
sus ojos solares, el marino
relámpago de su mirada,
los labios que se entreabren
deseosos de una palabra
no pronunciada, y el pesar
––igualmente efímero––
de no volver a encontrarla.
Cruzo. Faros, semáforos:
la ciudad que me sigue y atisba
con los ojos de Argos.
Suenan alarmas, gritos de incendio.
La policía rodea el manzano,
trastabillamos de miedo,
me sujeto de la barra de un bar,
pido una copa de vino,
brindo a la gracia de estar vivo
y al duro deseo de durar
de indios, judíos y palestinos.
Pago en paz y seguimos
a la intemperie: una caja de manzanas
––Pienso en ti, en tus cejas,
en los duraznos de Cochabamba.
De la ventana de un hospital
nos salpica un gemido
ambiguo como el silencio.
Alzo la vista. En la neblina:
el puente Queensboro
buscando a tientas la otra orilla.
Cerca, al doblar ya la esquina,
la embestida del viento,
invisible, continua,
y mi paraguas que lidia
como un argonauta
en las crestas del duelo
se atraganta, se crispa,
se derrumba como un epiléptico
y me enluta esta comparación.
Abatido lo llevo a mi cuarto,
le enjugo las lágrimas,
le enderezo los miembros,
le cierro el único párpado
amplio y hermoso
como el mirador de la Alhambra.
Velo en penumbras sus restos,
acompañado por el recuerdo
del bastón del abuelo.
Llega una comitiva de deudos,
dejan un ramo y una tarjeta
con el pésame de Magritte.
Lo miro por última vez
y me conmueve su parecido
a los cóndores de mi país.
Agobiado, me hundo en el sueño,
y reaparece, en lo alto,
flamante como un mensajero.
Avizora mi mano y desciende
cuando advierto aterrado
que él está ciego y yo manco.
Alguien solloza en mi hombro.
Despierto: no hay nadie
sino mi sombra y yo solo.
Prendo la radio: El Choqueyapu
sepulta familias
y casas en el barro.—La apago.
Amanece, pero no escampa.
Me siento a la mesa, enciendo
la máquina de coser palabras
y costuro la lluvia que cae
afuera y en la pantalla
mientras lentamente se abre
el paraguas de Lautréamont.
CIUDAD A PRIMERA VISTA
Dos ríos como dos brazos
que la ciñen y estrechan.
Puentes que cuelgan
y brillan como pulseras.
Calles que suben y bajan
lo mismo que la marea.
Barrios que a diario amanecen
al Pentecostés de las lenguas.
Parques donde la luz y la brisa
juegan a las marionetas.
Plazas que ceden como compuertas
al oleaje de la música.
Trenes que aúllan y nos reflejan
––como Platón–– en cavernas.
Rascacielos que nos raptan los ojos
hasta que nos pierden de vista.
Autopistas en que la muerte
arranca todos los días.
Mujeres que pasan y siembran
la revelación y el enigma
frente al deseo que desfallece pero
cambia de objeto y se reanima.
Y la ciudad que fluye esculpida
como la estatua del movimiento.
POR LA AVENIDA MADISON
Oh, cómo fluye incesante
calles arriba y abajo,
cada par en su cauce,
el río de los zapatos.
Como la multiplicación
de los peces y panes,
cunden de todos los tamaños,
de todas las edades.
Hambrientos por la distancia
que lamen a cada paso,
¡qué ávidos se zampan
el pan del espacio!
Y qué bullicio que arman,
qué escándalo:
lenguas charlatanas
sobre el tapete de asfalto.
De pronto, una luz roja
los apacienta y acalla,
y apiñados en las esquinas
como una bandada de pájaros
impacientes se aguaitan,
se picotean a ratos,
hasta que la luz que aguardan
vuelve puntual a lanzarlos
a la corriente unánime,
calles arriba y abajo,
por la avenida Madison,
entre el East River y el Hudson.
POR POLLOCK
Un estanque de anguilas
que bullen al toque de la mirada.
Un estampido de mariposas
que se quedaron crisálidas.
Un bolo de brasas
escupido con rabia.
Una mejilla del silencio tatuada
con la sangre de Orfeo
y la cabellera de Eurídice
ensartada en el viento.
O sólo una pista donde se baila
un rock and roll de líneas y manchas
con las cobras de la música
que nos hechizan y pasan
sin desovar una imagen
ni decir palabra.
NOCTURNO DE LOS PORTEROS
Atentos a nuestro paso,
nos abren la puerta,
nos rozan los hombros
con voz que desanclan
para hundirla de nuevo
en un largo silencio.
Estoicamente nostálgicos
permanecen en su sitio,
plantados en la ardiente
paciencia de su oficio,
mirando la calle,
silbando a ratos
–las manos en los bolsillos–
una canción que drene
la marea ascendente del hastío.
Y tenaces como Atlas
en su vigilia sostienen
el sueño de los niños,
el rito de los amantes,
el insomnio de los ancianos,
que yacen en cada edificio,
en cada cuarto de la ciudad
que fluye como un navío,
partiendo las aguas de la noche
hacia las costas del alba
que ellos, delante, avizoran
con los párpados salobres
y la mirada alucinada
de los mascarones.
LA LÁMPARA
a Suzanne Mitre
Para no andar a tientas
mejor encenderla.
Ya está sobre la mesa de noche:
Paraguas de luz en la oscuridad.
No, nunca acabo de llegar
a ninguna ciudad
hasta que en un cuarto
me acoge su claridad.
Y aunque otra parezca
ahora en Manhattan,
es la misma bajo la cual
parpadeaba mi infancia.
Fiel compañera nocturna,
derrama atenta su mirada,
iluminando taciturna
el río de las palabras
y las balsas de papel
que me transportan a Ítaca,
a Bagdad, a la Mancha,
a Mágina, a Balbec...
Cada noche la enciendo,
ansioso y apresurado
como de niño soplaba
las velas de mi cumpleaños.
Y a veces, cuando la apago,
voces remotas
del silencio retoñan
como las hojas del árbol.
POR LA AVENIDA DE LAS AMÉRICAS
Caribes, morenas por el acento,
entre los veintiséis y los treinta,
a ojo de buen cubero.
Regias piernas la de la diestra,
senos firmes la del centro,
cejas traviesas la tercera.
Pero qué se venían diciendo,
qué diría una de ellas
que las tres de golpe perdieron
el paso, el peinado, la línea,
y pasaron, trastabillando,
desgajándose de sí mismas,
derramándose como chispas,
con los ojos hechos añicos.
Desfallecientes, doblaron la esquina
y siguieron, a trechos, en trance,
sin poder apearse
del carruaje sin cochero de la prisa.
EL PARQUE BRYANT
Por la populosa avenida
que ella sola iluminaba
se detuvo en una esquina,
me indicó el parque Bryant.
Juntos cruzamos la calle.
Nos sentamos en un banco,
mejilla con mejilla
nos quedamos mirando
las piruetas del agua,
los sicomoros tan altos,
el vaivén de las ramas
al compás de la brisa.
Así toda la mañana
en amorosa alianza
ella me enseñaba los seres,
yo se los nombraba.
Cerca del mediodía,
la sirena de la ambulancia,
los coches de la policía,
las nubes de la desgracia
que pasan todos los días,
nos echaron sin movernos
del parque Bryant.
SCOTT
No pedía dinero sino conversación
y nos hicimos amigos.
Se llamaba Scott,
nunca daba su apellido.
Alto, fornido, de una edad
atenuada enseguida
por la seriedad juvenil de sus cejas,
aparecía de día o de noche,
luciendo todo el tiempo
una chaqueta de cuero
que olía a bisonte.
Para él, Manhattan, la vida,
no eran sino dos o tres calles
y el sombrío garaje
donde dormía.
A veces, sentados al sol,
charlábamos de todo un poco:
la victoria de los Yankees,
las rencillas de los Giuliani,
los años de Pollock.
De repente, se quedaba en silencio
y yo creía divisar en su ojos
la silueta de una mujer
irremediablemente distante.
Ahora que el invierno está cerca
y la ciudad no es más la de antes,
van a ser casi dos meses
que no lo veo.
Ya pregunté a todos los vecinos del barrio,
y el marroquí del estanco
me juró haberlo visto,
calles arriba,
caminando ––elegantísimo––
del brazo de una mujer.
Sin embargo, ahí mismo,
la cajera de “Las Mañanitas”,
rozándome la mejilla,
me dijo al oído
que dudaba que fuera él.
Lo cierto es que a menudo
se aparece en mi sueño,
siempre vestido
con su chaqueta de cuero,
frente a una cabina de teléfono,
marcando un número
que capaz un día de estos
sea por fin el mío.
Entonces, volveré
a escuchar su cálida voz
repitiéndome su nombre
––esta vez completo.
Y lleno de júbilo
me anotaré un modesto
pero impagable triunfo
sobre tantas desapariciones.
LA CIEGA DE UNION TURN PIKE
En el andén del Metro
me adivinó con su báculo,
me preguntó por el tren
que venía entrando.
Le ofrecí mi brazo.
Con voz lejana
me dio las gracias
y abordamos el vagón.
En el sombrío trayecto
me quedé mirándola
como se ronda una casa
sin saber quién vive dentro.
Y su sonrisa me decía muy claro
que con el lápiz de mi voz
ella ya había plasmado
mi retrato en su interior.
Y me quemaba como un ácido
su imposible mirada
enterrada bajo los párpados
herméticos como dos lápidas.
La imaginé en otro tiempo:
Leyendo de niña en su cama,
y, ya muchacha, escribiendo
apasionada una carta.
Y en un día de verano
recostada en la playa,
mirando ensimismada
el oleaje creciente del mar...
Se bajó en ForestHills
y la perdí de vista
tras una cortina de hombros
trabados por la prisa.
Y al salir en la próxima estación
saludé con insana alegría
la mañana rebosante de sol
y mujeres en la avenida.
Poema inédito
EL POEMA INCONCLUSO
Por un torpe descuido
se borró (¿en buena o mala hora?)
el poema que creí escrito
anoche en la computadora.
Hoy, tras encenderla,
la luz fría de la pantalla
alumbró una playa desierta,
blanca como una mortaja.
Sólo quedan en mi memoria
el título, que ya no bautiza nada,
y algunas imágenes borrosas
que flotan informes como algas.
EDUARDO MITRE
Oruro, Bolivia, 1943. Estudió Derecho en la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba y, posteriormente, realizó estudios de literatura francesa en Francia y literatura latinoamericana en Estados Unidos donde se doctoró por la Universidad de Pittsburgh con una tesis sobre la poesía de Vicente Huidobro. Entre sus libros de poesía figuran: Morada (1975), Ferviente humo (1976), Mirabilia (1979), Desde tu cuerpo (1984), La luz del regreso (1990), Líneas de Otoño (1993), El peregrino y la ausencia: Antología poética (1988), Camino de cualquier parte publicado por Visor de Madrid en 1998, El paraguas de Manhattan (2004), Vitrales de la memoria (2007), Al paso del instante (2009), estos tres últimos publicados por la editorial Pre-Textos de Valencia. Poemas suyos han sido incluidos en varias antologías de poesía hispanoamericana y varios de ellos traducidos al inglés, francés, italiano, alemán y portugués.
En su obra crítica se encuentran: Huidobro: hambre de espacio y sed de cielo (1981), El árbol y la piedra (1988), El aliento en las hojas (1998), De cuatro constelaciones (2da. edición,2005). Pasos y voces. 9 poetas contemporáneos de Bolivia. Ha elaborado y traducido del francés una antología de poetas de Bélgica: Urnas y nupcias (1998). Ha enseñado en Columbia University de Nueva York, en Dartmouth College, (Hanover, New Hampshire), en La Universidad Católica de Cochabamba y, actualmente, enseña en Saint John’s University de Nueva York.