Lo que sobrevivió al naufragio
A continuación, un conjunto de poemas de Danny Yecid León Moncada (Bucaramanga, 1990) de su reciente libro Lo que sobrevivió al naufragio. Danny Se desempeña como director del Encuentro Internacional de Poesía de Bucaramanga. Textos suyos han aparecido en diversas revistas, tanto nacionales como del extranjero. Fue incluido en el libro Espejos de doble filo, antología binacional de poesía sobre la violencia, Colombia – México (Ediciones Atrasalante). Preparó las antologías La voz alucinada y La oscuridad tras el relámpago (Ediciones UIS). Ha publicado los libros Momento del decir (primer puesto en el VIII Concurso Internacional Buenaventuriano de Poesía), Cantar de bruma (Ediciones UIS), Desde estancias habitadas (Premio internacional de Poesía Editorial Praxis 2014) y Canción para abrir una jaula (VIII Premio Nacional de Poesía Universidad Industrial de Santander-2016). La publicación del libro Lo que sobrevivió al naufragio se logró gracias a la Beca de Creación en Literatura para Obra Inédita de Poesía en Formato Impreso y Digital, otorgada por el Instituto Municipal de Cultura y Turismo de Bucaramanga.
Historia de la sed
Un día, así como llegó,
el río detuvo
su floración de agua tempestuosa.
No se volvió a escuchar
el rumor aletargado contra las piedras
ni el murmullo creciente
desbordando las orillas.
De repente, cual dios aniquilado,
su cuerpo transparente
se tornó con la noche
en un silencio atroz.
A la mañana, nos acercamos al puente
y solo vimos pasar un turbio cantar
de lodo enardecido.
El lecho desnudaba su hondura
de grava y sed milenaria.
Entonces, los hombres fueron en busca
del río extraviado, pero regresaron
con la boca hecha cenizas
y el alma tatuada de polvo.
Desde ese día, la muerte pastorea
su rebaño de esqueletos por las calles
y nadie habla ya de la lluvia.
El río va sobre afluentes subterráneos
o quizás nunca existió,
quizás nunca estuvo allí,
quizás solo fue,
para un pueblo en sequía,
agua imaginada.
Mar desbocado
Aquí, en todo el centro de mi mano,
existió un mar desbocado.
Sus olas rompían contra los dedos,
la arena se incrustaba entre las uñas
y la espuma acariciaba mi piel
con su sal volátil.
Recuerdo a los cachalotes
y el canto que emitían en lo profundo,
las algas desprendidas
y las medusas transparentes
que surcaban la superficie
con el veneno pendiendo del aguijón.
Recuerdo la marea calma
cuando la niebla se levantaba
y solo una pequeña fragata
atravesaba el horizonte.
Era el tiempo de los amaneceres
y el sol perpetuo.
Ahora, en cambio, aquí en mi mano
resta el abandono y la desidia.
Sin mar, sin playa, sin viento ni huracanes,
esta mano solo es oscuridad,
abandono, carne desprovista
con la que palpo inútilmente
el vacío.
Anoche soñé con mi padre
Soñé que estaba desamparado, a oscuras, sentado en el sofá de la sala, cuando el televisor resplandecía y llenaba las paredes de sombras incomprensibles. Soñé que me acercaba a él y lo veía perplejo ante la pantalla, buscando su rostro perdido entre las imágenes.
Pero mi padre no era el de ahora; era un niño pálido, blanquísimo, inerte, casi transparente. Soñé que veía, debajo de su piel, los surcos de venas y arterias, y el corazón henchido, latiendo al compás de los destellos.
Soñé que le hablaba y me respondía balbuceante, como si recobrara las palabras de una lengua olvidada. Soñé que lo cubría con una manta tejida y temblaba entre mis manos, mientras yo me aferraba aún más a sus hombros.
Sin embargo, se desvanecía y quedaba una mancha ilegible donde antes su cuerpo. Mi padre y el vacío, la ausencia en el aire, en el mundo; hasta que desperté y, desde la habitación contigua, me llegó el temblor constante de su respirar, la súplica confusa de un hombre que teme al olvido.
Destinado a la herrumbre
El agua se marchita,
las nubes son de metal oscuro.
La urbe edifica sus escombros,
levanta ruinas de concreto
hasta hendir el cielo.
El ruido de los motores
invade con sus acordes estridentes
la geografía del aire.
La respiración es humo seco;
las bocas nombran las palabras,
pero solo escuchamos
el lento discurrir del hastío.
Las calles son como sombras
atravesadas por luces incandescentes
y hombres sin rostro.
Las casas son este puñado de polvo,
de adobe disuelto bajo lluvia,
de asfalto quemado por los pasos
y el transitar desmedido de la ausencia.
La tierra está destinada a la herrumbre,
a la intemperie, al olvido,
al sol que urde su llama contra las cosas
y esparce cenizas al viento.
Ya nada queda aquí,
salvo el polvo que construye en el vacío,
los cimientos que se alzan
para caer de nuevo a la oscuridad.
¿Qué seremos,
dónde habitaremos el cuerpo?
¿Nos acogerá la ciudad
en sus recintos de niebla
o estaremos condenados al peregrinaje,
a trazar la senda infinita del destierro?
No lo sabremos,
ni hallaremos habitaciones
que aguarden nuestro regreso:
caminaremos sin encontrar sosiego
y fuera del tiempo,
cuando la luz nos circunde,
nuestra figura se perderá
en el horizonte
y en los despojos del silencio.
Teoría de las palabras
El peso del silencio
es el mismo que el de la tierra
suspendida en el espacio.
La luz no tiene reverso:
es eternamente una misma.
El reverso de la oscuridad,
en cambio, sí es la luz.
Después, fue la materia.
La materia se transforma
y la antimateria
se degrada a sí misma:
son en cuanto
modifican su estado.
La energía precede al impulso
y el impulso a la acción,
sin acción no hay movimiento
y la ausencia de movimiento
basta para que el silencio se haga
y el espacio perviva.
El espacio anula la gravedad
y la gravedad anula al peso:
tierra y silencio sin peso
ni luz, ni materia, ni energía
ni acción o movimiento.
Todo esto para decir
que el sonido pesa mucho
porque cuando lo oímos
existe.
De ahí que la vida
sea privilegio
de las palabras.
Destino de la flor
Patricia, te me niegas en todo momento.
buscas siempre excusa para mi amorío,
eludiendo vas siempre —con engaños—
las asechanzas de mi altivo corazón.
Piensas en que tal vez mañana
habrá otra oportunidad,
piensas en que yo seguiré insistiendo,
sin saber que tu destino es similar
al de la flor que pende en el jardín:
abrirse para que venga el abejorro,
goce de su polen y después caer,
marchita, estéril, sin color,
sobre la dura grava.