Revista Latinoemerica de Poesía

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Dos poemas en prosa de Audomaro Hidalgo



 

Publicamos dos poemas en prosa del destacado poeta y ensayista mexicano Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Su poesía nos abre una ventana por donde ingresa una luz meditativa que irradia un lado asombroso del universo:

 

 

 

 

HABLA UN ÁRBOL

Pronto mis venas se volvieron nervaduras. Desde entonces no tengo más familia que los árboles.

Cuando un tropel de bestias se aproxima, me hago a un lado, dejo que continúen su camino. Al poco rato escucho cómo caen aquellas mulas, una por una, al barranco de su loca carrera.

Los árboles vamos en manadas, a veces nos separamos y yo me quedo en el parque de alguna ciudad, o a orillas de los ojos de una muchacha. Mi destino de árbol no impide que me entregue a la rotación de la vida, porque adonde vaya y me encuentre, de la madera que abrigo estará hecho mi ataúd y sus clavos. A donde voy llevo conmigo a mis muertos, arden en mi tronco sin consumirme, sin apagarse. Son los anillos que fortifican mi médula. Si te acercas podrías escucharlos.

Donde quiera que esté, mis raíces oyen el río de voces de los que me precedieron, los que antes de mí dijeron su canción frondosa.

Nunca bostezo frente al mundo. Me trepo al carrusel de las estaciones y parto y miro desde mi verde altura henchida y luego me aliviano, me pierdo y regreso. Acojo en los nidos de mis manos, en las ramas de mi pensamiento, las parvadas de sílabas errantes. Hoy escribo sobre un blanco mar sin olas donde estoy plantado. Porque a veces me voy y vuelvo, siempre parto y regreso, vuelo y paso y permanezco, soy un árbol forjador de cantos.

Mis hermanos los árboles me enseñaron a dormir de pie, a tejer el lazo de la paciencia y la resistencia. En mi corteza tengo ojos que escuchan, oídos que ven. Me he unido a una arbola. Sus ramas y mis ramas son un solo follaje solar. Junto a ella no temo el labio deslumbrante del hacha, la dentadura de la motosierra, ni a ningún desenlace de mueblería. Al lado de mi arbola no temo ser leña en invierno, porque el fuego es nuestra savia sangre.

 

 

 

  

 

DÍA DE CAMPO

Entonces crucé y allá, del otro lado, entre las espesuras, algo me llamaba. Oí la reverberación de la luz, toqué las cuerdas de las constelaciones, al instante el rictus de la roca se deshizo, los frutos recobraron su sabor de alba perdida, y aquel río ardió en mis manos. Al sol, lo blandí en mi diestra como una espada de mercurio. De inmediato los pájaros abandonaron las ramas y se deshojaron en el aire. La yerba era un crepitar de cigarras, felizmente insoportable. Encontré materia para mi canto y canté y cincelé mi canto en la página roja de un muro. Desasidos, los elementos volvían a ser un acorde y un acuerdo. Del silencio brotaban instrumentos músicos. A mi paso escuché el acordeón salvaje de las olas en el tumulto de mi sangre, sentí la palpitación del verano que guardaba la naranja. Allá descifré mi nombre, grabada caligrafía de sombra, polvo en los labios de la piedra. Orillé desfiladeros, atravesé bosques y caminé sobre los senos de una pradera. Exhausto, dormía con los ojos y los oídos abiertos bajo la bella estrella. Cuando por fin llegué, descubrí que el mar ya no estaba. En su lugar había dejado una gran perla inabarcable. En algún umbral recogí las almendras del tiempo y las puse como una tórtola en el cuenco de tus manos. Mis palabras eran astros maduros en el mantel del mediodía, astros que tú mordías y gustabas. El higo de patria carnosa tenía el sabor de tus labios. Ningún vino nos embriagaba. Teníamos loca inclinación a la carne. Nuestro abrazo fue una enlazada hoguera, puliendo una en la otra el diamante azul de su llama, erguida torre de luz que ardía y giraba y no se consumía.

 

 

 

 

Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Poeta, ensayista y traductor. Acaba de aparecer su libro Madre saturno. Estudió en Argentina. Vive en Francia.



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