205. Juan Suárez Proaño
Los poemas de Juan Suárez Proaño (Quito, 1993) son una casa con sus vigas y montañas, un viento canoro cruza por sus ventanas abiertas, un pueblo que crece en el vientre de las palabras. Aquí un conjunto de sus versos.
CALOR
Antes de que la noche sea inevitable
alimento el fuego con leños tiernos.
Quizás luzco como mi padre
la primera vez que lo vi encender la estufa. Quizás,
detrás de mí, está un hijo imaginado
que mira mi espalda
confiado en que el calor proviene de mi vientre.
(Puedo ser su primera decepción
cuando voltee y le muestre mi cuerpo
todavía helado).
En estos leños se ha guarecido
el recuerdo
de los pájaros en cópula,
el crujido al romperse
el nudo fallido de algún ahorcado.
En ellos quedan
rastros de una vida
como los anillos y las cucharas
que resisten intactos en las casas incendiadas.
Acaso detrás de mí,
aquel hijo imaginado tenga razón
y el calor provenga
de todo lo abatido por la memoria.
Qué fuego nacerá de mis húmeros
cuando caigan en la tierra un domingo sin obligaciones,
qué lumbre encendieron las falanges rotas del padre
astilladas por la madera de estas puertas,
qué ardor podrá presumir la rótula
que se niega siempre a besar la tierra.
Similares a los árboles,
guardamos la silueta
de quienes reposaron bajo nosotros,
la ferocidad de la hierba que surge entre la nieve,
y nuestro cuerpo es una larga llanura
donde pasan sedientos los caballos del recuerdo
con el musgo del amor en sus ojos
inalterables y hermosos
como el verde óxido del cobre.
Ya no quedan leños en mis manos,
pero en la habitación arden mis escombros
y el padre que fui y el hijo que podré ser,
se miran los rostros, reconociéndose.
Y se siente menos frío
el silencio de la casa.
(Inédito)
EL TIEMPO DE LA NOCHE
La noche espera en las puertas de este pueblo.
Cuando llega temprano, se recuesta bajo el nogal
y mira a los últimos niños
perseguir navíos imaginarios en las acequias
y hojas muertas
entre las piernas erguidas de sus madres.
La noche oye el rumor de los cuerpos
haciéndose su sitio,
buscando la porción de intemperie que les toca,
la bombilla o el último graznido
que haga revolotear el recuerdo
como una polilla oscura.
Perdida la oleada de calor
la noche siente la impaciencia de las moscas
que buscan en las estatuas
la tibieza
en los excrementos de las palomas.
Igual que una gata extraviada
la noche aguarda fuera de los lotes baldíos,
de los jardines donde el humo de los autos
endurece la belleza,
de las plazas que empiezan a emular
lentamente
a los cerros vacíos.
Desde su escondite
siente el trémulo aire de los paraguas
que se abren y chocan en zaguanes estrechos
donde un hombre y una mujer
se ven obligados a desearse las buenas tardes.
Aunque llegue temprano, la noche suele esperar
que las tejas exhalen su aliento de óxido,
que los hombres con su olor a cebada
y la miel de ayer en los dientes
se tomen los semáforos,
que el ciego acerque su oreja a la pared
para escuchar los pasos de la vecina
que regresa de la bañera.
La noche no ingresa
si aquella mujer no ha pedido perdón
a la virgen que la mira
con su frente agujereada por las polillas. No viene
si los trabajadores no han dejado ya los muros
para marcharse con sus ropas limpias
y su colonia de alcohol y anís y tabaco.
La noche no avanza
si la calle no es un país de puertas clausuradas
y en los lagos siguen las ropas
limpiándose el sudor contra los juncos.
Hoy todavía nos quedan horas de luz
porque la noche no se atreve a entrar
si alguien ha muerto
o si un grillo no está instalado en su refugio.
Solo cuando escucha el rumor
de las cosas
recostadas en su sitio,
la noche se desprenderá del árbol
y andará, feliz y paciente,
las largas veredas de mi pueblo.
(Inédito)
LO ENTREGADO
Vi unos senos
henchidos de bondad
mecerse al viento
y llenar la boca vacía de los niños.
Vi la lealtad en las yeguas
que cruzan la niebla con sus jinetes heridos.
Vi a una niña llorar ante la belleza indomable
del tigre tras las rejas.
Vi labios en bramido retornar a los ausentes.
Vi cuerpos amando las gardenias
aunque su sexo esté marchito,
y manos que desatan vestidos
para hacer más curvo el mundo.
Todas estas visiones se funden en su sombra
como los campos y las ciudades
en la mirada de los pájaros migratorios.
¿Cómo debería llamarla
ahora que me ha sido dado un minuto
para inclinarme sobre su cuerpo?
(Inédito)
SILENCIO
Aquí estamos.
Somos los hijos olvidados
que cruzaron el desierto de tu nombre
en cuarenta días,
y han regresado.
Nos obligaron a oler tu aire
en el aliento de los muertos,
a tocar tu piel en el espacio de su ausencia,
a conversar con su muda memoria.
Pero nuestra forma de sobrevivirte fue sencilla.
Cuando el corazón estaba más cerca del suelo
aprendimos a llorar,
y descubrimos más tarde que el frío
nos sacudiría los huesos
y llenaría las calles con sus campanadas.
Fuimos aliados de la mentira.
También supimos que infringir dolor
podría ahorrarnos las lágrimas,
y reemplazamos el llanto
por el crujir temible
de un insecto bajo las botas,
-a veces fue un ave nacida en mala hora
o un hermano mártir.
Ninguno dejó de amarnos
entre sollozos-.
Así nos convertimos
en los desterrados de tu sombra.
Creímos que la sangre nos crecería
ruidosa como un río.
Pero hoy venimos a decirte
que han sido las pausas del corazón,
sus intervalos de mudez,
los que han despertado la vida.
Su sonido se parece a la poesía.
Ahora tus hijos
tus herederos
hemos regresado.
Venimos a ofrecer humildes
nuestra voz.
(Nos ha crecido hierba, 2018)
ORACIÓN
Señor, no soy digno de que entres en mi casa,
pero una sílaba tuya
un mentira, un respiro
pueden bastar para sanarme.
Yo confieso
ser amigo del dolor.
Los hombres no olvidamos los días
en que se nos clava una espina,
en que nos arrancan el silencio
a dentelladas.
Lo invocamos para escribir en la memoria.
Y confieso que es mío
su andar suelto en estas páginas.
Señor, por eso y más no soy digno.
Pretendí tantas veces
conocer la palabra,
hacer de ella un barco
que abriera el mar para huir del exilio.
Y nunca logré más que un madero
frágil y resbaladizo.
Ahora y en la hora
he dudado de tu voz,
no he visto frutos abrirse con tus versos,
el aire no ha traído tu nombre,
los inviernos llegan aunque nos los llames.
Pero aquí estamos, Señor
repitiendo:
“danos tu migaja,
perdona nuestros silencios
como el silencio nos perdona a nosotros,
no nos dejes tropezar en la esperanza,
líbranos de los significados...”
Ya ves, señor.
Es mejor que no entres en mi casa.
Pero dime en qué sombra
bajo qué huerto
sobre qué recuerdo
nos reunimos.
(Nos ha crecido hierba, 2018)
POEMA CONJETURAL PARA UN HIJO
Hijo de nadie,
llegará el día
en que harás el amor con la soledad
aunque en este poema yo diga
que es imposible estar solo.
Entonces, ya habrás aprendido a mentir
y podrás hacer del silencio
una punzada menos dolorosa.
Deberás ser viento,
obligarás a los amigos a blindar sus ventanas;
serás espejo,
aprenderás sin dolor
la inclemencia de las arrugas.
Habrás saboreado en otra lengua
el veneno de la inmortalidad,
habrás aprendido a hornear con humildad
el trigo del recuerdo,
una paloma te ensuciará el hombro
que alguien tocará
para ofrecerte abrigo.
Entonces, sabrás mentir
y verás la sangre de la felicidad
brotar de tus venas mal alimentadas.
Será necesario que aprendas el olor a lumbre
y que puedas evocarlo
para sentir el aire de tu casa.
Y que cambies, sin preguntas,
el color de las banderas,
por el de la ira.
Y que palpes en tus dedos la vergüenza,
y que sepas la suavidad del sexo en la punta de la boca,
y que reconozcas
sin placer ni sufrimiento
el maduro fruto que se agita en tus costillas.
Entonces,
sabrás la verdad.
Y verás rostros blancos de salud
y los amarás;
y verás otros cuya sombra
te hará recordar la forma de las ruinas
y sentirás que también los amas.
Verás a una mujer parir
en el frío de los azulejos,
y sentirás ternura por su sangre
perdida en una sábana
blanca como las sepulturas.
Y creerás en dios,
después de tocarlo
en la mano que recaiga sobre tu fiebre.
Solo entonces,
habrás aprendido a llorar,
y compartirás la sal
como si con ella pudieras repartir justicia.
Hijo de todos.
Para cuando vivas,
ya habremos aprendido a mentir.
Podremos no decirte
lo que ocurre.
(Nos ha crecido hierba, 2018)
HISTORIAS
Mi abuela solía contar historias
de diluvios,
de aguas que lavaban la piel
para que la luz no pudiera reconocerlas,
de nubes que se ceñían sobre la tarde
y entraban en las casas
como un animal rabioso,
de goteras que quitaban el sueño
a los cansados padres
y dejaban en las habitaciones
una pesada orfandad de cirios,
de inviernos que extinguieron
con su grito
el canto de los pájaros.
Su padre
le enseñó a construir tejados
y le enseñó a esperar
el retorno de las aves,
la primera señal que pondría fin
a la humedad de la casa.
Ahora sabemos
que no es el invierno
el que ahuyentó a los pájaros.
Pero a veces
somos el niño que duda
si dios lo mira al robar un dulce,
y nos llagamos las manos
por clavar tablas al tejado de la casa,
y nos descubrimos
con la mirada
quemándose en el horizonte
buscando un aleteo
que dé señales
de algún retorno.
(El nombre del alba, 2019)
***
JUAN SUÁREZ PROAÑO (Quito, 1993). Poeta y editor. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador con un estudio sobre la poética de la enfermedad en la obra de Ileana Espinel. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), Hacen falta pájaros (2016), Nos ha crecido hierba (finalista premio Nacional de Poesía paralelo cero 2018) y El nombre del Alba (Nueva York Poetry Press, 2019). Consta en la antología Seis poetas ecuatorianos (Editorial Caletita), publicada en México; y en la Antología de Poesía Española Contemporánea Y lo demás es Silencio Vol. II, publicada en Madrid, en el 2016. Está incluido en la selección de poetas ecuatorianos «Voices form the center of the world» realizada y traducida por la poeta Margaret Randall. Trabaja como editor en la editorial «El Ángel» y es Coordinador del Encuentro internacional de poetas en Ecuador «Poesía en Paralelo Cero».