Tres verdugos
En tiempos de verdugos, tres verdugos.
MONÓLOGO DEL VERDUGO
Cuando el rey baja la mano
debo entender que hay que aniquilar a la víctima
Si la deja a media asta
se trata entonces de una mutilación simple
Si un poco más abajo de una mutilación doble
Ignoro si alguna vez ha levantado la mano
absolutorio
Diarias son las inmolaciones. Los días
no son menos violentos que las noches
¿Llegará un descanso para mi fatigado brazo?
En verdad no soy mejor ni peor
que el resto de los mortales
Rómulo Bustos Aguirre
EL HIJO DEL VERDUGO
El hijo del verdugo no conoce el oficio de su padre.
El verdugo ya no lleva capucha como la llevaban antes
ni permite a su hijo asistir a las ejecuciones.
Suelen no usar uniforme los verdugos modernos
o por lo menos no un uniforme de verdugo.
Las hachas y el garrote vil pasaron a la Historia:
vistos por la calle nada permite saber a qué se dedican los verdugos.
Todo es ya muy aséptico y muy burocrático y muy tecnológico.
Es más, este verdugo que me ocupa
nunca ha matado a nadie, ni falta que le hacía.
A lo mucho habrá dejado unas cuantas familias en la calle vía SMS
porque era necesario para seguir puesto en su sitio.
De hecho, el hijo del verdugo piensa que su padre es un buen tipo
aunque tenga algunas mañanas el gesto taciturno
y a veces se le quede el tenedor rumbo a la boca
cuando van a almorzar afuera los domingos.
¿Qué será cuando crezca del hijo del verdugo?
¿Qué será de este niño?
Gabriel Chávez Casazola
DECLARACIONES DEL VERDUGO
La geometría del patio es singularmente malvada y atroz.
Sus pétreos colores destrozan las formas,
sus ángulos rígidamente alterados
más allá de la razón
por muros y por rejas.
Yo vigilo con ojos de águila
mientras los ahorcados se mecen el los árboles en un parque
y un crepúsculo de cereza se inflama como un grito.
Siempre he pensado que la soga se ajusta más
a una muerte menos dura, frágil, necesaria,
la misma cuerda que día a día le arranca las horas al campanario.
Hay quienes prefieren el hacha o la guillotina.
Mi misión es vigilar esas cabezas que me regala el oficio,
poner fin a sus injurias, a sus faltas.
Desde aquí puedo medir la resignación, el amor impropio
del reo hacia su propia muerte,
la soledad insalvable que lastima sus oídos, su ángel
implorando el último deseo.
Para mayor deleite del verdugo
a la víctima se le vendan los ojos
y él disfraza su acto poniéndose una capucha
para esconder su rostro, no su mirada.
Durante años no he dado mi brazo a torcer
ante la piedad o la lástima
y estoy a punto de jubilarme.
En esto hay que ser duro y frío
como un bloque de hielo.
A veces hablo con los colegas en las tabernas,
en el mercado,
o los encuentro en el parque llevando a sus hijos
que quieren ser como su padre
y juegan a ser verdugos.
Sé de aquellos -¿hombres de bien?- que no me quieren,
los que maldicen mi trabajo
por su crueldad y su impudor.
Amanece en los ojos amargos de las estatuas,
sus párpados que ignoran la soledad de los colores,
el brillo salvaje del metal frío, el lugar del crimen.
Fernando Denis