Revista Latinoemerica de Poesía

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Óscar Hernández



 

Las contadas palabras


Escribe hermano, escribe
para que hagamos un poema,
pero ha de ser escrito con las manos,
con nuestras manos de hombre.
¿Y por qué así un poema, con tan pocas palabras?
Porque todas las cosas deben hacerse así,
como Dios hizo al mundo,
con su fe, con sus ojos y con su voluntad.
Además, conocemos apenas muy contadas palabras,
sabemos dos, o tres o cuatro…
hombre, caballo, alambre, arroz.
Que digan los poetas:
Atardecer, crepúsculo, navío;
nosotros no entendemos más que cuatro palabras,
la última es arroz.
Hay que escribir para los hombres,
para el ladrón y para el santo.
Los hombres del mundo dicen sencillamente:
hombre, caballo, alambre, arroz.
Que este poema, hermano,
sea claro a los ojos de los que no comprenden:
atardecer, crepúsculo, navío.
Y es que todos los hombres, iguales a nosotros,
entienden solamente:
hombre, caballo, alambre, arroz.
Desde la humilde esquina de mi casa
mi mano grande dice adiós
y se mueve en el aire para todos.
Decid conmigo, amigos:
hombre, caballo, alambre, arroz.

 

***


El fin


Ahora sí, se han secado todas las fuentes.
Ahora sí, se me cayeron las miradas sobre el pecho,
se me cayeron tristemente sobre el pecho.
Recuerdo que tenía pensadas muchas cosas,
buscar una mujer, sembrar en ella un hijo
y cantar en la tarde porque aún tenía cantos
y no pensaba en más.
Pero los días tienen la muerte de las cosas,
y mi esperanza era una cosa, pero los días…
los días son así, nunca meditan
que van hundiendo el tiempo
y van de luz a luz.
Recuerdo también el tacto suave de mis dedos
y el tacto suave de las rosas,
y el tacto suave de las rosas en mis dedos,
y el candil de mi abuela
que se enredaba al hilo y a los ojos,
y el perro desteñido como un retrato antiguo
sobre un amplio cojín;
y las palabras de una tía sin lumbre
entre su ajado sexo, ajado y duro,
que apenas conoció la palabra deseo
se constriñó y siempre fue una ostra
encerrando su perla desesperadamente.
Ningún cuchillo pudo levantar sus dos valvas,
y así murieron, ostra y perla,
perdidas junto al perro que olfateaba,
y mirando el candil, la aguja, el hilo,
y la llama que estaba sobre la aguda punta.
Y recuerdo también que las miradas,
mis jóvenes miradas,
iban siempre hacia arriba.
Ahora, se me cayeron sobre el pecho,
sobre el pecho.



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