Revista Latinoemerica de Poesía

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Tres poetas colombianos



Juan Manuel Roca

 

Arenga de uno que no fue a la guerra

Nunca vi en las barandas de un puente
A la dulce mujer con ojos de asiria
Enhebrando una aguja
Como si fuera a remendar el río.
Ni mujeres solas esperando en las aldeas
A que pase la guerra como si fuera otra estación.
Nunca fui a la guerra, ni falta que me hace,
Porque de niño
Siempre pregunté cómo ir a la guerra
Y una enfermera bella como un albatros,
Una enfermera que corría por largos pasillos
Gritó con graznido de ave sin mirarme:
Ya estás en ella, muchacho, estás en ella.
Nunca he ido al país de los hangares,
Nunca he sido abanderado, húsar,
Mujik de alguna estepa.
Nunca viajé en globo por erizados países
Poblados de tropa y de cerveza.
No he escrito como Ungaretti
Cartas de amor en las trincheras.
No he visto el sol de la muerte
Ardiendo en el Japón
Ni he visto hombres de largo cuello
Repartiéndose la tierra en un juego de barajas.
Nunca fui a la guerra, ni falta que me hace,
Para ver la soldadesca
Lavando los blancos estandartes,
Y luego oírlos hablar de la paz
Al pie de la legión de las estatuas.

 

***

Camila Charry

 

20.

El perro muestra frenético sus dientes
y corre con su presa entre la boca
llanura adentro;
ha sido largo el suspiro exhalado
por el que ahora es un cadáver
banquete que entre mordiscos el hambre y el instinto riñen.
El perro cruza luego la noche,
la tiniebla que para él resulta el mundo humano.
Jadea, lame las magulladuras de sus días
                  sabe, entiende
qué son la soledad y el destierro,
pero desconoce la función del tiempo,
su impostergable cometido;
envejecerlo todo, acabarlo todo.
Como el perro
mis labios riñen con la vida y tragan luz,
jamás sacian su hambre,
ya adentro la luz es un rayo
y se extiende por las entrañas del cuerpo
que también cruza la noche
magullado, solitario,
consciente de que será cadáver,
banquete del tiempo;
ese otro perro
que llanura adentro,
noche adentro,
todo lo devora.

 

***


María Tabares

 

Honda

Escribir desborda la lectura.
Obliga sumergirse en el río de la espera.
Desde la ventana de un hotel
contemplo el Magdalena,
esa aorta de Colombia que se deslíe,
con nombre de mujer que no desfallece
y siempre llora.
A los poemas los oculta la corriente,
como oculta a la sangre, los peces, las piedras.
Entro en el agua. Hago piso para no caer, espero,
en equilibrio,
mientras resisto su fuerza.
Cortantes pedazos de historia lastiman mis piernas,
cuerpos desconocidos, quizás palos,
quizás gente, me rozan,
y la arena de lo mismo, revuelta con el agua,
me impide dilucidar el fondo.
Introduzco una mano dentro de este potente, torrentoso, lodazal que corre
y recojo, guiada solo por el tacto, cada piedra.
La detallo en su redondez,
sus filos.
Es el corazón vivo de algún desconocido
y pequeño ser entre mis manos.
Volando en círculos, los pájaros ungidos de obsidiana
me observan colocar sobre la mesa
lo recogido en el papel.
Huelo a herrumbre, a muerto.



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