Revista Latinoemerica de Poesía

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Poema del Viernes # 40



Por Hellman Pardo

Poeta de la distancia, del tiempo, Chávez Casazola rememora "el movimiento de las aguas humanas", como llamara Novalis a la oscilación de las almas. Su palabra intuye lo imborrable: la permanencia de la realidad. Junto a Eduardo Mitre, es la figura poética más importante de Bolivia.  

LA CANCIÓN DE LA SOPA

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes, inclusive diminutas, pero grandes. Comían alrededor de grandes mesas mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo pero bien establecidas en el piso. Con cucharas enormes comían la sopa en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones de unas enormes soperas. Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café, a fumarse un cigarrillo sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia. Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo, veía sucederse a los hijos y a los nietos en un ininterrumpido y gran bordado. Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6 montado en un gran auto americano o en un gran caballo o con un gran estilo de caminar para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el tiempo no había interrumpido, salvo aquél que enfermó, aquél que se fue dejando un enigma y una sensación de vacío —una enorme sensación de vacío— flotando, con el humo de los cigarrillos, sobre la sobremesa de la cena. A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá, dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar solo consigo mismo, simplemente no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo. Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo en la garganta, un nudo que después salía flotando de su boca montado en un gran suspiro, un enorme nudo que se enredaba en el vapor de su taza de café, con unas volutas que le robaban la mirada y la hacían desear estar sola, simplemente no estar ahí, escuchando los llantos de las últimas hijas y los primeros nietos. Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes soperas vacías, las cucharas mudas de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros. Incluso aquél que enfermó, el primero en partir como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez, que se metió en su pecho por la gran boca abierta de un enorme bostezo. Entonces compró una breve sopa instantánea y entre sus mínimas volutas se permitió un pequeño llanto. No podía tomar la sopa. en su diminuto departamento no había una sola cuchara, una sola mesa bien fundada, algo que vagamente pudiera parecerse a la felicidad y sus rutinas. Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío o del tuyo, cuando las familias eran grandes vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes, inclusive diminutas, pero grandes y veían sucederse a los hijos y a los nietos en un ininterrumpido y gran bordado con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.

Gabriel Chávez Casazola



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