Dos poemas en prosa de Georg Trakl
En el centenario de la muerte del poeta expresionista Georg Trakl (1887 – 1914), presentamos dos poemas en prosa. “También, al fin de cada época, se resquiebra el estilo, el arte con el que esa época trató de dar forma simbólica al incontenible exceso de lo real. El expresionismo fue la respuesta, o la abierta pregunta, a un tiempo de rupturas, de inseguridad. De disolución y crisis. Tiempo de Trakl”, escribió el poeta argentino Hugo Mujica en su gran ensayo La pasión según Georg Trakl.
REVELACIÓN Y CAÍDA
Extraños son los caminos nocturnos del hombre. Cuando iba sonámbulo por las habitaciones de piedra y en cada una ardía un silencioso candil, un candelabro de cobre, y cuando preso del frío entré en el lecho, reapareció en la cabecera la sombra negra de la extranjera, y en silencio oculté mi rostro en las lentas manos. El jacinto florecía azul en la ventana y llegó al labio púrpura de mi aliento la antigua oración; de sus párpados cayeron lágrimas de cristal lloradas por la amargura del mundo. En esta hora la muerte de mi padre hizo de mí el hijo blanco. En azules sobresaltos bajó de la colina el viento de la noche, el oscuro lamento de la madre que moría, y vi el negro infierno en mi corazón; minuto de radiante mutismo. Suave surgió del muro blanqueado con cal un rostro indescriptible -un joven moribundo-, la belleza de una estirpe que regresa a sus padres. Blancura de luna, el frío de la piedra envolvió la sien desvelada, sonaron los pasos de las sombras sobre erosionadas gradas, un rosado tumulto en el pequeño jardín.
Silencioso estaba sentado en una taberna abandonada bajo vigas ahumadas, solo ante el vino; un cadáver rutilante inclinado sobre la oscuridad y un cordero muerto a mis pies. De un corrupto azul salió la sombra pálida de mi hermana y así habló su boca ensangrentada: Hiere, espina negra. Ah, todavía resuenan las tormentas desatadas en mis brazos plateados. Sangre, corre de mis pies lunares, floreciendo sobre los senderos nocturnos, donde la rata salta gritando. Iluminad, estrellas mis arqueadas cejas; para que el corazón palpite suave en la noche. Irrumpió en la casa una sombra roja con espada flameante, huyó con su frente de nieve. Oh muerte amarga.
Y una voz oscura habló dentro de mí: He roto la nuca a mi caballo negro en el bosque nocturno, porque de sus purpúreos ojos brotaba la demencia; las sombras de los olmos, la risa azul del manantial y la frescura negra de la noche cayeron sobre mí cuando levanté como cazador salvaje una lanza de nieve. En un infierno de piedra murió mi rostro.
Cayó brillando una gota de sangre en el vino del solitario; y cuando lo bebí sabía más amargo que la adormidera. Una nube profunda envolvió mi cabeza, las lágrimas de cristal de ángeles condenados. Delicadamente fluyó la sangre de la plateada herida de la hermana y una lluvia de fuego cayó sobre mí.
Por el lindero del bosque deseaba caminar, como alguien sombrío que ha dejado caer de sus mudas manos el velo solar, y al atravesar llorando la colina de la tarde levanta los párpados hacia la ciudad de piedra; como un animal que se siente tranquilo en la paz del viejo árbol; oh, esta cabeza inquieta acechando en la penumbra, esos pasos que corren dudosos buscando la nube azul en la colina, persiguiendo también implacables constelaciones. A un lado escolta el corzo la siembra verde, silenciosa compañía de los musgosos caminos del bosque. Las cabañas de los campesinos se han cerrado en su mutismo, y atemoriza en la negra calma del viento la queja azul del torrente.
Pero cuando descendí por el sendero de piedras, me asaltó la locura y grité fuerte en la noche; y cuando con mis dedos plateados me incliné sobre las aguas silenciosas vi que mi rostro me había abandonado. Y la voz blanca me dijo: ¡Mátate! Con un suspiro se levantó en mí la sombra de un niño y me observó radiante con ojos cristalinos: entonces caí llorando bajo los árboles y la poderosa bóveda de estrellas.
Sobresaltado caminar por el caótico sendero de piedras, lejano de los caseríos de la tarde, viendo rebaños que regresan; en la distancia pasta el sol del ocaso en la pradera de cristal y su canto salvaje es conmovedor; el solitario grito del pájaro extraviándose en la paz azul. Pero dulcemente vienes tú en la noche, mientras yo vigilo sobre la colina o cuando el delirio se desata en la tempestad de la primavera, y con nubes cada vez más sombrías vela mi cabeza muerta la tristeza. Mi alma nocturna es horrorizada por fantasmales relámpagos; tus manos desgarradoras se ensañan sobre mi pecho de aliento entrecortado.
Cuando penetré en la penumbra del jardín y se había apartado de mí la negra presencia del mal, me rodeó la calma del jacinto de la noche; y atravesé el estanque apacible en una barca ondulada mientras una dulce paz conmovió mi frente de piedra. Atónito descansé bajo los viejos sauces y estaba el cielo azul muy alto colmado de estrellas; y cuando me perdí en su contemplación murieron la angustia y el dolor en lo más profundo de mí; y la sombra azul del niño se levantó radiante en la oscuridad, dulce canto. Entonces se elevó con alas de luna sobre el verdor de las cimas, por encima de los peñascos cristalinos, la blanca imagen de la hermana.
Con suelas plateadas descendí los espinosos escalones y entré en la alcoba blanqueada con cal. Ardía allí un candil silencioso y escondí calladamente mi cabeza en las sábanas purpúreas; y la tierra arrojó un cadáver infantil, una figura lunar que salió lentamente de mi sombra, precipitándose con los brazos quebrados de piedra en piedra, cayendo como nieve en copos.
SUEÑO Y LOCURA
Al atardecer el padre se convirtió en anciano; en cuartos oscuros se petrificó el rostro de la madre, y sobre el muchacho pesó la maldición de la estirpe degenerada. A veces recordaba su infancia, colmada de enfermedad, espanto y tinieblas, juegos secretos en el jardín estrellado, cuando alimentaba a las ratas en el patio crepuscular. Del espejo azul surgió la delgada figura de la hermana y se precipitó como muerto en la oscuridad. De noche se abrió su boca como un fruto rojo, y las estrellas brillaron sobre su muda aflicción. Sus sueños llenaron la vieja casa de los mayores. Al anochecer se dirigía gustoso al cementerio en ruinas o visitaba en bóvedas en penumbra los cadáveres, las verdes manchas de putrefacción sobre sus hermosas manos. A la puerta del convento pidió un trozo de pan; la sombra de un caballo negro surgió de la oscuridad y lo asustó. Cuando yacía en su fresco lecho le brotaron lágrimas indescriptibles. Pero nadie había que hubiera posado la mano sobre su frente. Cuando el otoño llegó se encaminó él, un vidente, a la parda pradera. Oh, las horas de arrebatado éxtasis, los atardeceres junto al verde río, las cacerías. Oh, el alma, que suavemente cantaba la canción del junco amarillento; devoción ardiente.
Larga y silenciosamente miró en los ojos estrellados de los sapos, palpó con manos horrorizadas la frescura de la vieja piedra, y discurrió sobre la venerable leyenda del manantial azul. Oh, los peces plateados y los frutos que caían de árboles raquíticos. La armonía de sus pasos le infundió orgullo y desprecio por los humanos. De regreso al hogar halló un castillo deshabitado. Dioses en ruinas se erguían en el jardín, afligiéndose en el atardecer. A él empero le pareció: aquí he vivido en años olvidados. Un coral de órgano lo llenó con el terror de Dios. Pero en una oscura caverna transcurrían sus días, mentía y robaba y se ocultaba, un lobo ardiente, del blanco rostro de la madre. Oh, la hora en que con boca petrificada se desplomó en el jardín de estrellas, cuando la sombra del asesino cayó sobre él. Con frente purpúrea se dirigió al pantano y la cólera de Dios azotó sus metálicos hombros; oh, los abedules en la tormenta, el animal oscuro que evitaba su senda tenebrosa. Odio ardió en su corazón, voluptuosidad, cuando en el reverdecido jardín de verano atentó contra el callado niño, en cuyo resplandeciente rostro reconoció el suyo trastornado. Ay, al atardecer en la ventana, cuando entre las flores purpúreas surgió un esqueleto ceniciento, la muerte. Oh torres y campanas; y las sombras de la noche cayeron pétreas sobre él.
Nadie lo amaba. Su cabeza ardía de mentira y lascivia en cuartos penumbrosos. El crujido azul de un vestido femenino lo inmovilizó como una columna, y en la puerta se irguió la efigie nocturna de su madre. Sobre sus cabezas se alzó la sombra del mal. Oh, noches y estrellas. Al anochecer se dirigió contra el lisiado a la montaña. Sobre la helada cima yacía el brillo sonrosado del crepúsculo y su corazón latió silenciosamente en la penumbra. Pesadamente cayeron los tempestuosos abetos sobre ellos, y el rojo cazador salió del bosque. Como ya era de noche, su corazón se quebró cristalino y la tiniebla golpeó su frente. Bajo encinas desnudas estranguló con manos heladas a un gato salvaje. Lamentándose, apareció a su diestra la blanca efigie de un ángel, y en la oscuridad creció la sombra del lisiado. Él, empero, tomó una piedra y la arrojó contra aquél. De modo que huyó gritando, y gimiendo se desvaneció en la sombra del árbol el dulce rostro del ángel. Largo tiempo yació sobre el campo pedregoso y miró asombrado la áurea tienda de las estrellas. Ahuyentado por murciélagos, se precipitó en la oscuridad. Sin aliento entró en la casa en ruinas, bebió en el patio, como un animal salvaje, de las aguas azules de la fuente, hasta que se sintió que se helaba. Delirando, se sentó en la congelada escalera, furioso contra Dios porque fuera a morir. Oh, el semblante gris del espanto, cuando alzó los ojos redondos muy abiertos hacia la garganta abierta de una paloma. Corriendo rápidamente por extrañas escaleras, encontró a una muchacha judía y la retuvo por el negro pelo y la besó en la boca. Algo hostil lo persiguió a través de lóbregas calles y un rechinar de hierro desgarró su oído. A lo largo de muros otoñales seguía él, un sacristán, silenciosamente al callado sacerdote bajo; árboles marchitos aspiraba embriagado el escarlata de aquellas venerables vestiduras. Oh, el disco declinante del sol. Dulces torturas laceraban su carne. En una casa desolada se le apareció, tiesa de inmundicias, su imagen ensangrentada. Más hondamente amaba las obras sublimes de la piedra; la torre que con muecas infernales asalta de noche el azul cielo estrellado; la fresca tumba que custodia el apasionado corazón del hombre. Ay de la culpa indescriptible que aquello revela. Pero cuando iba meditando lo ardiente, según el curso del río otoñal, bajo árboles desnudos, se le apareció en peludo manto un demonio llameante, la hermana. Al despertar se apagaron las estrellas sobre sus cabezas.
Oh, estirpe maldita. Cuando en anchados aposentos cada uno de los destinos se ha consumado, entra la muerte con paso corrompido en la casa. Oh, si afuera reinara la primavera y en el árbol florecido cantara un dulce pájaro. Pero ceniciento se marchita el escaso verdor en las ventanas de los seres nocturnos, y los corazones sangrantes traman aún algo malo. Oh, las sendas crepusculares de primavera del pensativo. Con justicia lo regocijan el seto florido, la nueva semilla del campesino y el ave canora, dulce criatura de Dios; la campana del atardecer y la hermosa comunidad de los hombres. Que pudiera olvidar su destino y el erizado aguijón. Libre reverdece el arroyo, por donde pasa su plateado pie y un aquél. Entonces levanta con mano enjuta la serpiente, y en lágrimas ardientes se derritió su corazón. Sublime el silencio del bosque, la oscuridad verdecida y las alimañas musgosas que alzan vuelo cuando la noche llega. Oh, el horror, cuando cada uno conociendo su culpa, transita por espinoso sendero. Así halló en las zarzas la figura blanca del niño, sangrando en busca del manto de su novio. Él, empero sepultado bajo se pelo de acero, permanecía mudo y sufriendo delante de ella. Oh, los ángeles radiantes, que el viento purpúreo de la noche dispersó. Pasó toda la noche en una gruta de cristal, y la lepra creció plateada sobre su frente. Como una sombra descendió por el camino de herradura bajo los astros otoñales. Caía nieve, y una tiniebla azul llenó la casa. Como de un ciego sonó la dura voz del padre y conjuró el espanto. Ay, la aparición agobiada de las mujeres. Bajo rígidas manos degeneración fruto y enseres de la estirpe aterrada. Un lobo destrozó al primogénito y las hermanas huyeron a oscuros jardines hacia ancianos huesudos. Como un vidente enajenado cantaba aquel junto a muros ruinosos y el viento de Dios devoró su voz. Oh, la voluptuosidad de la muerte. Oh, criaturas de una oscura estirpe. Argénteas relucen las flores malignas de la sangre en las sienes de aquél, la fría luna en sus ojos quebrados. Ay, de los nocturnos: ay, de los malditos.
Honda es la somnolencia en venenos oscuros, llena de estrellas y del blanco rostro de la madre, petrificado. Amarga es la muerte, el alimento de los cargados de culpa; en el ramaje moreno de la estirpe burlonamente se quebraron los rostros de barro. Pero en voz baja cantó aquel a la verde sombra del saúco, cuando despertó de sus malos sueños; un dulce compañero de juego se le acercó, un ángel rosado, y él como una mansa bestia, se durmió en la noche; y vio el semblante estrellado de la pureza. Äureos se inclinaron los mirasoles sobre la cerca del jardín, pues era verano. Oh, el celo de las abejas y la verde hoja del nogal; las tormentas que pasaban. Argéntea florecía también la amapola, en verde cápsula contenía nuestros sueños de estrellas. Oh, que tranquila estaba la casa, cuando el padre penetraba en lo oscuro. Purpúreo maduraba el fruto en el árbol, y en el jardinero movía las ásperas manos; oh, los signos capilares del sol resplandeciente. Pero silenciosa entró al atardecer la sombra del muerto en el círculo afligido de los suyos y su paso sonaba cristalino sobre el verdeante prado ante el bosque. Silenciosos se congregaron aquellos a la mesa; moribundos partieron el pan, que sangraba, con manos de cera. Dolor de los petrificados ojos de la hermana, cuando durante la comida su locura se posó sobre la nocturna frente del hermano, mientras el pan se convertía en piedra entre las manos dolientes de la madre. Oh, los corrompidos, cuando negaron el infierno con plateadas lenguas. Entonces se apagaron las lámparas en el fresco aposento, y desde mascaras purpúreas se miraron callados los hombres dolientes. Durante toda la noche murmuró la lluvia y refresco la campiña. En espinoso desierto seguía el sombrío por el sendero amarillento en el grano, la canción de la alondra y el dulce silencio del verde ramaje, para encontrar la paz. Oh, villorrios y grandes musgosas, ardiente espectáculo. Pero óseos vacilaron los pasos sobre serpientes dormidas en el linde del bosque, y el oído sigue continuamente el furioso grito del buitre. Un páramo pedregoso halló el atardecer, el sequito de un muerto en la oscura casa del padre. Una nube purpúrea envolvió su cabeza, de modo que en silencio se desplomó sobre su propia sangre e imagen, un rostro lunar; pétreo cayó en el vacío, cuando en el quebrado espejo de un moribundo adolescente, la hermana apareció. La noche devoró a la maldita estirpe.
Versión de Helmut Pfeiffer