Revista Latinoemerica de Poesía

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Jorge Valdés Díaz-Vélez



Presentamos algunos poemas de Jorge Valdés Díaz-Vélez, poeta y diplomático mexicano radicado en España, que cuenta con una amplia trayectoria de publicaciones y reconocimientos.

 

 

EL CIERVO ROJO

 

Con las botas manchadas por el bosque
y los ojos de piedra verde al fuego,
mi padre llevó al patio su prodigio.
Mató a un ciervo de diez puntas por asta
después de perseguirlo varios días
con otros cazadores. Tío Jorge
va a poner la cabeza en su despacho.
Hablarán de su hazaña en las reuniones,
de rifles y emboscadas, de las voces
que daba el animal antes del tiro
de gracia. En el festejo no advirtieron
el terror en mi cara, ni en mi hermano
el vómito del miedo cuando fuimos
a ver sobre la escarcha aquel trofeo
que aún salta entre las piedras de mi almohada.

 

 

FRISO

 

La ola. El mar. La playa en fuga.
La persistente flotación
de las gaviotas. El deseo

del suave aroma entre los labios
de una mujer que es una y toda
isla de añil siempre rodeada.

Agua espejeante de sí misma
para sortear las horas altas,
te celebro. Te deletreo

la vida en flor de otro lenguaje.
Estoy llamándote en la aurora.
Te estoy nombrando con la suya.

 



IT’S ALL IN THE GAME

 

Un piano entre la aurora
y el frío me regala
sus arpegios colmados
de memoria. Conozco
esa canción que llega
tan cerca, tan distante
de algún pasado en ruinas.
La oí, pero ¿hace cuánto,
o en dónde, por primera
vez? ¿Tocaba Keith Jarrett?
¿Acaso ardía el mar
bajo su desnudez?
¿También caía nieve
sobre mi corazón?
Cada nota en el aire
correspondiente, cada
marfil armonizando
con el alba. Llovizna
esa sonoridad
mientras lo envuelve todo
la música de un pájaro
perdido, aquí en el pecho.



PORTBOU

Para Eduard Sanahuja

 

Diciembre en un andén. De vuelta a casa,
aguardo la llegada y la salida
de un tren que ha de llenar el túnel de humo,
las bóvedas de hierro con estruendo.
No hay nadie, o casi nadie, salvo un hombre
taciturno sentado a pocos metros,
que pela una naranja con las uñas
y recita las «Coplas a la muerte
de su padre». Las dice en voz muy baja,
pero alcanzo a escuchar algunas líneas
endurecidas ya de tanto oírlas
en labios del temor, cuando era joven
el mundo y otra piel me levantaba
al tacto de un destello. A estas alturas
de la noche no soy distinto a él,
que viaja a una ciudad que desconoce
la oscura procedencia de mis pasos.
Subiremos al último convoy
que pasará o partió quién sabe cuándo.

Debe tener mi edad, o yo la suya,
y un mismo agotamiento compartido
por la luz fluorescente de las lámparas
y la sombra que somos. Las estrofas
salen de mi memoria hasta su boca
igual a una casida en las arenas
cambiantes de lugar y no de sitio.
El hombre se incorpora, mira el fondo
metálico del viento contra el frío
que corre paralelo y se interroga:
«otros tiempos pasados, ¿cómo se hubo?».

Con el sol diminuto entre las yemas
regresa hasta la banca, resignado
a morder las semillas de unos versos
y seguir en espera del que, acaso,
quedó en otra estación y en otra época
de cáscaras amargas por el suelo.

 

 

S. T. T. L.
SIT TIBI TERRA LEVIS


Hoy recuerdo a los muertos de mi casa
Octavio Paz

De todos nuestros muertos jamás olvidaremos
al primero. Habita en la raíz del otoño,
debajo de los álamos, el mío. Su memoria
me ofrece un arrayán al tiempo que se inclina
con los brazos abiertos de otros días. Recuerdo
su estatura en penumbras a punto de apartarse
del espejo, su rostro velado, el abalorio
de las tercas lecciones de algún piano. Cruzó
la línea que reúne la vida con la muerte
una tarde sin sol. Su cuerpo era la ausencia
presente, lo nombrado sin nombrar. Era el muerto
primero en estar muerto de súbito, y por siempre
habrá de serlo. El niño que fui entonces ahora
lo distingue sentado en un alféizar. Veíamos
un barco en la pureza impasible de las nubes,
y diásporas de hormigas en los lieder de Schubert;
y me hablaba de Stevenson o Melville, del trayecto
que quiso hacer de joven al fin de la nostalgia
que se alzaba en su voz cuando cantaba. Hizo
aquél único viaje aquella tarde. Hasta entonces
nunca me había asomado a los ojos de un muerto,
al eco inmóvil de dos diáfanos aljibes,
ni al llanto de los míos, perplejos, que eran otros.

Él fue el primer ausente de cuántos y de nadie,
la presencia, el no ser, la fatigada luz
del día, el que se nombra debajo de los árboles
de pronto, al olvidarnos que ya no sigue aquí
su soledad, su anécdota de buques por los aires
fantasmales, de acordes que alumbraron el sueño
de aquella vida nuestra. Le sea leve la tierra
que fecunda, su exilio sin fin de nuestras hojas.

 

 

 

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JORGE VALDÉS DIAZ-VÉLEZ

 

Torreón, Coahuila, México, septiembre de 1955. Poeta y diplomático, es autor de diecinueve libros de poesía. Entre otros: Jardines sumergidos (México, Colibrí, 2003); Tiempo fuera (1988-2005) (México, UNAM, 2007); Los Alebrijes (Madrid, Hiperión, 2007); Qualcuno va (—edición bilingüe español-italiano en versiones de Emilio Coco—, Bari, Sentieri Meridiani Edizioni, 2010); Otras horas (Santander, Quálea, 2010); Mapa mudo (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2011); Parque México (Sevilla, Renacimiento, 2018); Soledad en llamas (Instituto de Cultura de Torreón, 2022), y Los ojos del caballo (Valencia, Pre-Textos, 2024).
Le han sido otorgados, entre otros, el Premio Latinoamericano Plural (1985), el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes-Instituto Nacional de Bellas Artes (1998), el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007) y el Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado (2011).
Está incluido en numerosas antologías de poesía mexicana e iberoamericana publicadas en México y en otros países de América Latina, Europa y el norte de África. Su obra ha sido traducida al árabe, francés, griego, italiano, portugués, neerlandés, rumano e inglés.

 



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