Viaje a la niebla. Una lectura.
Por Soledad Fariña
Ella delante va sin cara;
ella delante va sin huella,
y yo la sigo todavía
entre los gajos de la niebla,
La flor del aire. Gabriela Mistral
“¿Antes de nacer ya estaban escritos todos mis poemas? ¿Antes de venir ya flotaban en mis manos las primeras palabras?”
Incitantes son estas preguntas del autor para abrir la lectura del poema de un cuerpo y la entonación del cuerpo, de su materia leve y el deseo sutil de transformación ¿en qué? Ahí está la duda y la duda es certeza que teje y da cuerpo a esta escritura. Pero ¿qué cuerpo? No lo sabemos porque esa es la modulación de este viaje, una voz que se difumina para dejarse ir… en búsqueda ¿de qué? Tampoco lo sabemos, ni quién es el ser que busca: animalito, hombre, planta, niña, rama, agua, raíz.
Alguien –el bosque, el verde, el musgo- lo recibe, lo alienta a seguir,
Hay que ir a la profunda hojarasca, a las
últimas grutas de su pecho.
Y una vez allí, posar la cabeza, posarla
suavemente sobre largas cabelleras.
El hablante enlaza su voz a la escritura más sutil, sin nervadura, sin atributos, la que no tiene voz, nombre, rostro ni narración
Una sombra no tiene voz. Ni rostro para
acusarla.
Una sombra no puede decir su nombre; es
incapaz de narrar su infancia, de mencionar
su pueblo.
No hay estirpe, no hay herencia, no hay
sangre.
Consciente y a la vez dudoso de su ser, más adelante se pregunta
¿Cuáles son las cicatrices que me confirman?
Una sombra no tiene voz para la palabra: soy.
¿Carencia de palabra porque no existe voz que identifique el acontecimiento “soy”?
¿O, al no tener voz ni palabra (el hablante, el bosque, el río, la hojarasca) está siendo, es decir, afirmando su ser en la carencia?
Paradoja, ambigüedad del poema escrito desde la herida, desde su palidez.
Sin embargo lo real (los sentidos y los órganos de los sentidos) existe, está (escuchar, rozar, penetrar), pero desde una percepción extraña, desde una percepción líquida,
Si no oyes su canto el río no existe.
Los tímpanos, el paladar, sólo tienen sentido
cuando el agua recorre su interior y sus formas.
Cuando el agua es un roce y enseguida penetra
como punta de miel.
Hay deseo de buscar un inicio, una raíz, una tierra donde las uñas puedan arañar. Pero también hay temor a la oscuridad que esa búsqueda implica, temor a la incerteza que envuelve el silencio, el vacío.
El viaje continúa por la “pintura barroca” de un mundo vegetal, floral y perfumado que es nombrado y aquilatado por “otro”, nada de lo nombrado en estas líneas es inherente a ese mundo indolente a los sueños o a la saliva de ese “otro” que observa
Las ramas sólo saben de laberintos.
En sus hojas, una frágil indolencia. Ninguna
vendrá a preguntar por tu sueño. O a consumir
su danza al calor de tu saliva.
El viaje sigue y, a pesar de la indiferencia de ese mundo vegetal-animal, el ser que está entre la palabra y el silencio se deja arrastrar a lo desconocido, al pavor de la eternidad
Pero este pavor a caminar me habla de cabellos
que no concluyen, de excesivos cabellos que no
se dejan atrapar.
Quiero ir por senderos y verlos morir.
Sin embargo, ese mundo sutil y pavoroso también gime, también tiene una voz o un sonido que este “otro” quisiera inteligible, transformado en palabra, en signo
Como si hablaras, como si un mensaje, de
fracturada hermosura, dijeras.
(…)
Imposible, imposible no oírte, voz
moribunda.
(…)
Cómo convertir los gritos en signos.
(…)
Los plumajes imponen su mancha bordeante.
Faringes estrechas, ánforas intocables,
custodian los enigmas.
Cómo transformar los silbidos en lenguaje.
Cómo leer en cada una de sus flechas.
Hasta que por fin, lo sublime: el ente, el hálito de vida ubicuo se hace presente en difusa unidad a quien ha venido a buscar
Vienes en arabescos (…) Espíritu liberado de la caverna.
Me elevas, me giras, me sostienes.
Pero poco durará ese instante, es hora de partir, de continuar el viaje, de desprenderse de “la noche de árboles”, bichitos, viento. Sin memoria, como una página blanca de la raíz que se encumbra… Tampoco hay biografía. Solo hay huellas.
Y ya no hay miedo. La niebla, inalcanzable, es el fin de este viaje al misterio, a lo desconocido. A la poesía.
El hablante repite el gesto de quien, sin certezas, se fue tijereteando las flores incoloras del aire.
Fundamental y sutil es este viaje por un camino de preguntas e incertezas. Un cuerpo –una mano- escribe y sabe que se dirige hacia un destino difuso, peligroso. Toma, como otros, el camino del bosque, pero en lugar de construir metáforas con los seres que observa, intenta pensar-sentir como ellos, ser ellos, avanzando –escribiendo, palabreando- el poema con esta paradoja: ve (escribe, con palabras) como atributo la ausencia de palabra y si por un instante alcanza lo sublime buscado -la fusión entre yo y otro- muy pronto vuelve a su conciencia de hablante para seguir su viaje a la niebla, a lo desconocido, es decir, a la poesía.
El autor ha realizado la proeza de escribirse en susurros, buscando entre líneas borrar, difuminar o dudar del hablante. Sin embargo hablante, voz lírica, hay, y es delicada, extraña, distinta. Y así también, la búsqueda se aclara: por fin una certeza, la de un viaje al lugar donde se difuminan los cuerpos para dar cabida a todo lo que venga: la invención, los fantasmas, la música, el color, la muerte, los silencios de los próximos poemas de Aldo González.