Carlos Obregón o el exilio místico
Lina Alonso Castillo
Génesis del silencio
“Quizás el ciego muere en la casa del río y su perro, en el huerto, huele a Dios sin saberlo”; así resuenan los versos del poeta bogotano Carlos Obregón y se abre ante nosotros el umbral de lo inclasificable, de lo que solo fue visible para un hombre que hizo de su vida un largo peregrinaje hacia lo trascendente. La voz de Obregón llegó desde el más insospechado rincón de la palabra en el panorama de la poesía colombiana. Leerlo es enfrentarse a una mística donde solo el paradigma resuelve el curso del encuentro con un constante estar fuera de las cosas para volver a ellas.
Carlos Obregón Borrero nació en Bogotá el 21 de febrero de 1929. De su infancia hay muy pocos datos, aunque tenemos una breve biografía que de él hizo Víctor López Rache en Estuario, libro perteneciente a una colección de poesía de la Universidad Nacional editada en 2004, que recupera el segundo poemario del autor y algunas anécdotas sobre el poeta.
También tenemos el texto de Gilberto Abril Rojas, quien hace el prólogo de la edición de los poemas de Obregón en Procultura y revela cómo las primeras publicaciones del autor tuvieron espacio en la prensa en los años cincuenta. Esto quiere decir que la generación de Mito tuvo en su periferia una voz que hasta el día de hoy sigue reposando a las afueras del reconocimiento.
La poesía de Obregón, como lo anotaron algunos de sus más ávidos lectores, vibra y se soslaya en una mística sin fe.
La crianza clerical de Obregón bajo la mirada certera de una madre y un padre muy religiosos marcaría la inclinación del poeta a los temas que rodearían toda su escritura. Al igual que Blake (quien de niño aseguró a su padre ver un árbol repleto de ángeles) el poeta colombiano, con indiscutible dedicación al silencio, vivió sumido en la contemplación absoluta del universo en sus orígenes más remotos y sagrados y en sus expresiones más sensibles, próximas y humanamente terribles.
En su juventud viajó a Estados Unidos para cursar estudios de Física y Matemáticas en la Universidad de Michigan, de donde regresaría para convertirse en sembrador de algodón en la costa caribe. Luego, en Bogotá, terminaría como catedrático de la Universidad de los Andes antes de emprender su peregrinaje por Europa.
La vida callada del autor es el reverso de la música febril que replican sus versos. Entre su afición a los toros y a las discusiones teológicas oscilan las revelaciones que sufre desde que opta por escribir: destino del profeta, del poeta y del místico. “Hay algo primordial que nos hunde en el mundo, que nos dice que el sol/ puede ser nuestro fuego o algún fervor intenso/trabajando lo eterno”: algo que solo el asceta puede aprehender.
La escritura autofágica
“Y despojado avanzo hacia el fondo perpetuo/donde todo es hallazgo”. La poesía de Obregón, como lo anotaron algunos de sus más ávidos lectores, vibra y se soslaya en una mística sin fe. La duda y el padecimiento del cuerpo, del viaje, de la escritura, de la humanidad abierta como una llaga imposible de cerrar, se unen en una sola instancia: en el lenguaje.
El origen de la palabra mística está en el griego myein (encerrar) y probablemente es a eso a lo que hace referencia esta poesía que abriga el encuentro de una dolorosa y plácida búsqueda de la vida, más que del sentido de la vida misma, de lo divino que rige lo abierto y lo no visible de todos los fenómenos y todas las criaturas.
Su obra se compone esencialmente de dos libros, el primero: Distancia destruida (Madrid, 1957) y Estuario (Palma de Mallorca, 1961, poemas escritos entre 1957 a 1960). Obregón es de esos poetas en los que el rigor de su escritura y la reflexión sobre su oficio no disiente de su producción, y en Colombia es poco común encontrar un autor cuyo estilo no se vea trastocado o deteriorado por el aumento de sus publicaciones.
Desde su primer libro queda expuesta la intención de su máquina literaria, queda claro que cualquier intento de fragmentar la experiencia, la percepción del mundo desde lo más íntimo de su sensorialidad con la intuición de lo sagrado será inútil.
Hay una distancia destruida, el agua salada que se funde con el agua dulce como un estuario se hace una en la sensación del tiempo y el espacio y solo la imaginación o la ensoñación en la escritura poética hace que esta unidad aproxime al poeta al mundo.
“Distancia destruida, consumación de las alianzas” diría él mismo. Sellado el pacto, se libera la potencia que habita en cada una de las cosas y el poeta, devorado por su escritura y asediado por el ordenamiento divino que pesa sobre la humanidad, opta por hacer de su vida una entrega completa al debate de estas correspondencias que escapan muy fácilmente al entendimiento.
Peregrino de sí, hace que la universalidad de sus cuestionamientos le lleve a desprenderse de la razón humana y, en este caso, sin fe ni razón, solo queda la poesía. El pensador reflexiona el mundo (“el hombre no pudiendo soñar más, pensó”) pero el poeta le da imagen inmediata a ese pensamiento y aterriza esa sensación al lenguaje, lo traduce.
Obregón es ante todo un asceta del lenguaje. En sus poemas no queda rastro alguno del ripio ornamental que acompañan a muchos poetas del mismo tiempo en el que él escribió. Esta sencillez acompasa el vaivén orgánico en el que dejaba mecer sus más profundas contemplaciones sobre el alma y ese tiempo que parece escurrirse entre los agujeros de la evocación y el desasosiego por lo transitorio del instante ante lo eterno: “Queda poco de ayer:/lo que entonces deseaba ya tiene gusto/ de resaca turbia, estancada”.
El trabajo escrito va a la par de su iluminación: “Y ya no existir: ser/Como la estrella en su distancia/ Como la roca participa/ Como el ángel/ Porque sólo que da este hontanar pleno y vibrante/ cuando el cuerpo se aleja con el viento/ y se sumerge en el rito solar que lo ha integrado”.
Las moradas de la errancia
“La noche contemplada cae sobre los ojos/ con la paciencia de los astros/ busca morada al margen de la carne/ y abandona en el alma un destino/ de mar vencido entre ángeles y abismos” y así como en muchos poemas más, las correspondencias entre la tierra y el cielo, la imaginación y la razón, la quietud y el destino que se busca se ven contempladas desde la tribuna de una lejana y descartada redención, de sus viajes y sus cortas estancias por algunos países.
Rechazado por los monasterios europeos, y tras infatigables viajes por Austria, Francia, Mallorca, Marruecos e Ibiza, Obregón decide establecerse en Madrid, donde finalmente acaba con su vida a los treinta y tres años:
“Extranjero: esta es la pasión del ángel:/despertarse en la ribera del instante, /solitario entre las palabras y las piedras”. Su peregrinaje no fue menos fatal que su desenlace, el exilio al que se vio expuesto fue la materialización de la imposibilidad de reconocerse en un solo territorio, en un lugar aislado de lo que se supone una conjunción total de todo con el universo.
Tal vez es la violencia con la que arremete el tiempo entre todos sus desplazamientos lo que lo lleva a descargar otro tiempo en sus escritos, el tiempo de la espera, de la contemplación, del sueño cósmico que cobija la vida en la Tierra.
En sus poemas no queda rastro alguno del ripio ornamental que acompañan a muchos poetas del mismo tiempo en el que él escribió. “No hay nada/ bajo el cielo. Sólo oquedad quemada por la luz del estío”. Hay un movimiento en la palabra del poeta, pero esto no significa desplazamiento. Su poesía es vertical, asciende, como si de densas volutas de humo se tratara y cada una de sus palabras enciende la hoguera que anuncia el rito: “estar inerme, estar de ser eterno/ entre las cosas mudas, cada cual/ entregada a su quietud pensativa, intactas en sí mismas/ como lenguas de fuego: abiertas (…) estar de templo vivo”. Ceremonia, oración y naufragio rompen en silencio en esta inmensa noche con la que brilla terrible y sublime su palabra.
Quizás el hecho de que su obra haya sido publicada en España sea la razón de que en Colombia sea tan poco conocido, o quizá sea el hecho de que Obregón fue un poeta suicida, un poeta que cerró la puerta en un país tremendamente parroquial. No se sabe aún y, sin embargo, ante el desconcierto, Carlos Obregón nos responde: “La espera está en la tierra, la carne está en el siglo”.
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LINA ALONSO CASTILLO (Bogotá, 1994). Literata con énfasis en investigación, crítica y teoría literaria de la Pontificia Universidad Javeriana. Diplomada en Latín del Instituto Caro y Cuervo y egresada de Teatro de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Ha colaborado en las revistas Razón Pública y la editorial de la revista Cuadernos de Literatura.