Revista Latinoemerica de Poesía

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Joseph Brodsky: Gran Elegía para John Donne



 

Por Igor Barreto

 

 

Este poema es quizá uno de los grandes textos del siglo XX. La obra de un joven genio de 23 años que nació en 1940 y a sus 24 (o sea un año luego de escribir la Gran Elegía para John Donne) fue enviado a una población apartada llamada Arhangelsk, muy al norte, a remover estiércol con una pala.

Durante ratos de ocio he visitado las fotografía aéreas que Google Earth tiene de esas regiones, y Arhangelsk es un pueblucho miserable, donde seguro los perros otrora domésticos persiguen a sus amos para devorarlos en medio del bosque, tal y como ocurre hoy en Siberia. Pero Brodsky se salvó; para ese entonces ya había escrito su homenaje al mayor poeta metafísico inglés del siglo XVII. Aunque la metafísica fuera un pan duro para alguien que vivía en una “habitación y media” junto con sus padres.

Brodsky (que se llamaba por entonces: Iosif Brodsky) se parecía tanto al muchacho que debía construir una campana y no sabía cómo, o no sabía que su oficio de fraguar el oro con otros metales lo llevaría a adquirir una inesperada fama. Me refiero a un personaje del film Andrei Rublev (1966) de Tarkovsky. Ese film se pasea a menudo por mi mente cuando leo este poema que me devuelve a la necesaria modestia frente al milagro de la maestría. La campana de Iosif Brodski en el año 1963 fue la elegía para John Donne. Debo decir que una campana al sonar delimita un mundo, pero en el caso del poeta ruso se trata de un mundo espiritual, una “geografía imaginaria”; cuyo trazo distintivo, como un río que le pone término a sus mitades, es el bilingüismo. El arraigo en dos tradiciones: la rusa y la literatura escrita en inglés.

La crítica rusa (demasiado abundante e injustamente ignorada) ha calificado a Brodsky de “neotradicionalista”, y esta manera de señalarlo congenia muy bien con la actitud rebelde que le caracterizó; más aún en esos años en que dominaba un proyecto de desconstrucción estalinista del país. Llevarle la contraria a ese proceso, ir contra el poder, derivó en una estrategia espontanea de restablecer diversos puentes con las vanguardias rusas de principios del XX, con el simbolismo, el futurismo y el Acmeismo. Con figuras como Pushkin, Mandelshtam, la venerada Ajmátova y la solitaria Marina Tsvetaeva.  Entre sus contemporáneos mencionaría a la estupenda Yelena Schwartz, y a su amigo el poeta Evgheni Rein; también una influencia definitiva citada incluso por Brodsky en algunas entrevistas fue la figura lírico-filosófica de E. Baratinski.

En plena sintonía con el perfil de la obra de Baratinski está el gusto cultivado por los poetas metafísicos ingleses.  Por la originalidad de su visión que equilibra la astucia verbal con verdaderos relámpagos de claridad en el tratamiento de sus temas, admiraban la reacción de los metafísicos frente a la influencia petrarquista. Donne especialmente le dio continuidad al desenfado Schakespereano. Y de Brodsky podríamos decir lo mismo. Esta Gran Elegía es un buen ejemplo de componentes paradójicos y contradictorios; en ella tropezamos con el gusto por el artilugio poético y el antilirísmo declarado, sobrio y de acento filosófico, además de una narratividad inocultable.

Hay en este poema que hoy presentamos un vuelo nocturno sobre Londres, y una visión aérea que descubre un mundo uniforme, homogenizado por la nieve y el sueño. Una perspectiva aérea semejante la encontraremos en un poema de su exilio americano fechado en 1980 y titulado El grito del Halcón en otoño. La figura del vuelo pone de relieve la mundanidad, la sensorialidad, la coloquialidad meditada, común en la obra de ambos poetas, el ruso y el inglés. El maestro (Donne) y el poeta hebreo y ruso terminan fundidos en uno.

El silencio y el sueño, constituyen de igual manera dos marcas recurrentes en el poema de Joseph Brodsky. Ambos, son interrumpidos de forma sorpresiva por un llanto bajo la bóveda de la catedral de San Pablo donde John Donne es el abate. Y ante la pregunta insistente del abate sobre quién llora, quién se conduele, responde su propia alma (“…soy tu alma, oh John Donne.”).  En los versos siguientes transcurre una reflexión dolorosa sobre la pesada carga que significa para un creador la experiencia, la existencia humana: Se ha dormido todo. Pero aún esperan su final/ dos o tres versos, mostrando los dientes mellados/ al reír de que el amor mundano sea sólo deber de poeta,/ y el amor espiritual, sólo carne de abate. Este instante de la Elegía me resulta estremecedor. Ocurre una suerte de anagnórisis, quiero decir, un momento de reconocimiento de la condición escindida del poeta, de su destino tan particular. Luego, en la vida de Brodsky, el poeta llegó a escribir otros homenajes dedicados a dos grandes figuras de su tradición: T. S. Eliot y Robert Frost.

En estos tiempos de exilio venezolano, les recomiendo la lectura de los poemas escritos por Joseph Brodsky en 1972, en plena crisis de su exilio americano en Michigan, verdaderos monólogos del hombre frente al vacío de la existencia. Fue la vida de un intelectual de moda antigua que recibió el Premio Nobel en 1987, y murió de emoción, quiero decir del corazón, una mañana de un domingo 28 de enero, en New York, en el triste año de 1996.

 

 

***

 

 

 

GRAN ELEGIA PARA JOHN DONNE

 

John Donne se ha dormido, y todo duerme a su lado.
Se han dormido las paredes, el piso, la cama y los cuadros;
se han dormido los tapices, los candados, la mesa, el gancho,
el guardarropa, la alacena, los cortinajes, la bujía.
Duerme todo. La botella, el vaso las jofainas,
el pan, el cuchillo del pan, las porcelanas, los cristales, la loza,
el candil de noche, la lencería, las cómodas, los frascos,
y relojes,
los escalones, las puertas. En todas partes, la noche.
La noche por doquier: en los rincones, en los ojos, en la
ropa blanca,
entre los papeles, en el escritorio, en el habla viva,
en sus palabras, en la leña, en las tenazas, en las cenizas
de la chimenea apagada, en cada objeto.
En la levita, los zapatos, las medias; en las sombras
tras el espejo, en la alcoba, en el respaldo del sillón,
de nuevo en la jofaina, en los crucifijos, en las sábanas,
en la escoba a la entrada, en las pantuflas. Toda se ha
dormido.
Se ha dormido todo. La ventana. La nieve a través de ella.
La pendiente blanca del tejado vecino. Parece un mantel
su cima. Y todo el barrio se ha sumido en el sueño,
tajado a muerte por el marco de la ventana.
Duermen los arcos, los muros, las ventanas: todo.
Canto rodado, adoquines, rejas, jardines.
No se enciende una sola luz, ni rechina una rueda…
Las verjas, los ornamentos, las cadenas, los postes.
Duermen las puertas, bisagras, picaportes, garfios,
los canceles, los cerrojos con sus llaves, los pasadores.
En ninguna parte se oye susurro, ruido ni golpe.
Sólo la nieve rechina. Duerme todo. Aún falta para que
amanezca.
Las cárceles se han dormido, los castillos. Duermen
las balanzas en la pescadería. Duermen los cerdos abiertos
en canal.
Las casas, los traspatios. Duermen los perros guardianes.
En los sótanos duermen los gatos, con orejas paradas.
Duermen los ratones y la gente. Londres profundamente
duerme.
Duerme el velero en el puerto. El agua con nieve, dormida
cruje bajo su fondo, y a lo lejos se funde con el dormido cielo.
John Donne se ha dormido. Y junto con él, el mar.
La costa caliza se ha dormido sobre el agua.
Toda la isla duerme en los brazos de un mismo sueño.
Cada jardín está afianzado con triple cerradura.
Duermen los arces, pinos, olmos, cedros, abetos.
Duermen las laderas, los arroyos, en las cuestas, las sendas.
Duermen los zorros, el lobo. También se ha echado el oso.
La nieve obstruye la entrada a sus guaridas.
También duermen los pájaros, su canto no se oye.
No se oye el grito de la corneja, es noche, no se oye
la carcajada de la lechuza. La región inglesa está en silencio.
Brilla una estrella. Un ratón avanza con paso cauteloso.
Se ha dormido todo. Todos los muertos yacen
en sus ataúdes. Duermen tranquilos. En sus lechos
duermen los vivos, hundidos en camisones.
Duermen solos. Profundamente. O entre los brazos.
Todo se ha dormido. Duermen los ríos, montes, bosques.
Duermen las bestias, las aves, el mundo no vivo y el vivo.
Sólo la blanca nieve vuela desde los cielos nocturnos.
Pero también ahí duermen, por encima de todos.
Duermen los ángeles. Los santos se han olvidado,
dormidos, del mundo azaroso, para su santa vergüenza.
La Gehena duerme, duerme el bello Paraíso.
A esta hora nadie sale de su casa.
El señor se ha dormido. La tierra quedó enajenada.
No ven los ojos, el oído ya no oye.
También duerme el demonio. Y se durmió a su lado
la discordia, en la nieve de la campiña inglesa.
Duermen los jinetes. Duerme el arcángel con su trompeta.
Duermen los caballos, meciéndose suavemente en los
sueños.
Y todos los querubines, en una misma masa, abrazados,
duermen bajo la cúpula de San Pablo.
John Donne se ha dormido. Se han dormido, duermen los
versos.
Todas las rimas, las imágenes. No se puede distinguir
las buenas de las fallidas. El vicio, la angustia, los
pecados,
callados por igual, reposan en sus sílabas.
Y cada verso es hermano de otro verso, aunque en sueños
musiten uno al otro: hazte un poco a un lado.
Pero las puertas del Paraíso quedan tan lejos a
cualquiera de ellos,
cada uno es tan pobre, denso y puro, que en todos hay
unidad.
Duermen todas las líneas. Duerme la rigurosa bóveda de
los yambos.
Los troqueos duermen todos como guardianes, a la
izquierda, a la derecha.
En ellos reposa la imagen de las aguas del Leteo.
Y detrás de ella duerme profundamente la gloria.
Duermen todas las desgracias. También los sufrimientos
se han dormido.
Los vicios duermen. El bien se ha abrazado al mal.
Los vicios duermen.  La blancuzca nevada
busca en el espacio alguna mancha negra.
Todo se ha dormido. Duermen profundamente las filas
de los libros.
Bajo el hielo del olvido duermen los ríos de palabras.
Duermen todos los discursos, con todas sus verdades.
Duermen sus cadenas. Los eslabones suenan levemente.
Todos duermen profundamente: los santos, Dios, el
Diablo.
Sus pérfidos sirvientes. Sus hijos. Sus amigos.
La nieve sola susurra por los oscuros caminos.
Y ya no hay sonidos en el mundo entero.

 

 

Pero ¡chitón! Escucha: allí, en la helada tiniebla,
alguien está llorando, alguien musita asustado.
Es alguien solitario, abandonado en el invierno.
Y llora. Hay alguien allí en la sobra.
Su voz es tan aguda. Tanto que parece aguja.
Pero falta el hilo…y la voz, tan sola, sola
flota en la nieve. En torno a ella, el frío, la oscuridad.
Cosiendo la noche a la madrugada…Tan alto.
“¿Quién solloza allí? ¿Serás por ventura tú, mi ángel,
esperando bajo la nieve que mi amor regrese,
como esperan al verano? En la oscuridad caminas a tu casa.
¿No eres tú quien grita en la noche?” –No hay respuesta.
“¿No sois vosotros, oh querubines? Este llanto
me recordó el sonido de su triste coro.
¿No sois vosotros, dispuestos a abandonar
tan repentinamente mi catedral? ¿Sois vosotros, acaso?”
-Silencio. “¿No serás tú, oh Pablo? Verdad es que tu voz
está demasiado cascada por tu severa habla.
¿No eres tú quien en la sombra agacha la canosa testa
y llora?” –Pero a su encuentro sólo el silencio vuela.
“¿No es aquella mano la que me ha empañado la vista
en la oscuridad, la mano que prevalece en todas partes?
¿No eres tú, Señor? Será absurda mi idea,
pero esta voz solloza demasiado”.
Silencio. Calma. “¿No eres, por ventura, tú, oh Gabriel,
quien toca la trompeta, y alguien ladra a tu lado?
Pues bien, apenas despegué el ojo,
y ya los jinetes ensillan a sus caballos.
Todo duerme profundamente, sumido en la tiniebla,
mientras las huestes se precipitan ya desde los cielos.
¿No serás tú, oh Gabriel, quien solloza aquí,
en el invierno, en la oscuridad, con su trompeta?”

 

 

– “No, sólo soy tu alma, oh John Donne.
Estoy penando sola bajo los altos cielos,
porque he creado con mi propia labor
ideas y sentimientos que pesan como grilletes.
Con esta carga tú has podido volar
entre pasiones, pecados, y aún más alto.
Como un pájaro, viste a tu gente por doquier,
al emprender el vuelo por encima de los tejados.
Viste todos los mares, todas las tierras lejanas.
Viste también el infierno: primero en ti mismo,
luego en las veras. También lograste ver
en el más triste de los cercos, hecho de las pasiones,
el Paraíso, por definición diáfano.
Viste que la vida es como tu propia isla.
Y conociste también este Océano:
sólo oscuridad, oscuridad y truenos.
Volaste en torno a Dios y apuraste tu retorno.
Pero esta carga no te dejará volar más alto,
allá desde donde este mundo es apenas un centenar de torres,
los ríos parecen cintas, y visto desde allá,
este juicio final ya no es tan terrible.
En aquel país el clima es inmóvil.
Desde ahí todo es un doloroso sueño entre penas.
Desde ahí el Señor es sólo una luz en la ventana,
en una noche de niebla, en la mansión más retirada.
Allí hay campos, pero no los labra el arado.
No ara durante años. No ara en siglos.
Los muros de bosques alrededor se yerguen,
la lluvia sola danza entre la inmensa hierba.
Aquel primer leñador cuyo escuálido caballo
se aventure por ahí, errando en la espesura, asustado,
divisará de repente el fuego de su propio valle,
que se extiende muy abajo, lejos.
Todo queda tan lejos. Mientras que el de aquí
es un país confuso. La mirada, tranquila, se desliza
por las techumbres retiradas. Aquí hay tanta luz.
No se oyen los ladridos de los perros.
Tampoco el doblar de las campanas.
Entonces él advertirá  lo lejos que está todo. Dirigirá
el caballo a los bosques, con gesto brusco.
Y al instante las riendas, el trineo, la noche, él mismo,
su pobre caballo, todo se convertirá en un sueño bíblico.

 

 

Y he aquí que lloro, lloro: no hay camino.
Volver a estas piedras es mi destino.
No puedo llegar encarnada a aquellos cofines.
Sólo muerta estoy predestinada a volar tan alto.
Oh sí, sí, sola. Después de dejarte enterrado,
oh mi luz, después de olvidarte para siempre,
me toca navegar hacia el tormento de un deseo estéril,
para coser nuestra separación con mi propia carne.
Pero ¡chitón! Mientras interrumpo tu descanso
con mi llanto aquí, la nieve vuela en la tiniebla,
vuela para coser aquí nuestra despedida, sin derretirse,
y la aguja va y viene volando, va y viene.
No lloro yo: sollozas tú, John Donne.
Yaces tan solo, y duerme en los aparadores la loza,
mientras la nieve vuela sobre tu casa somnolienta,
mientras la nieve vuela desde ahí hacia esta sombra”.

 

 

Semejante a las aves, él duerme en su nido,
confiando su intachable senda, su deseo de una mejor vida
de una vez por todas, a aquella estrella
que en este momento está oculta por una nube.
Semejante a las aves, su alma es inocente.
Aunque su vida terrenal esté tal vez llena de pecados,
viene a ser más natural que un nido de corneja
por encima de la masa gris de los palomares.
Semejante a las aves, él despertará mañana.
Pero ahora yace bajo una frazada blanca,
mientras está cosido por la nieve y por el sueño
el espacio que mide entre el alma y el cuerpo dormido.
Se ha dormido todo. Pero aún esperan su final
dos o tres versos, mostrando los dientes mellados
al reír de que el amor mundano sea sólo deber de poeta,
y el amor espiritual, sólo carne de abate.
No importa en qué ruedas se viertan estas aguas,
en el mundo muelen siempre el mismo grano:
si bien se puede compartir la vida con alguien,
¿quién ha de compartir con nosotros la muerte?
Raída está esa tela. El que se esfuerza la rompe.
Desde cualquier extremo. Se va, vuelve otra vez.
¡Un tironcito más! Y solo el firmamento
en la oscuridad a veces toma la aguja de sastre.
Que duermas, que duermas tú, John Donne.
Duerme y no te atormentes a ti mismo.
Tu casaca está gastada. Cuelga tristemente.
Mira que está a punto de asomar por entre las nubes
la estrella que tantos años ha guardado tu vida.

 

*Traducción: Tatiana Bubnova.

 

 

***

 

 

IGOR BARRETO (Venezuela, 1952) Residió varios años en Rumania; a su regreso se incorporó al taller Calicanto. Luego cofundó, tras su ruptura, el conocido Grupo Tráfico. Realizó estudios de cine y dramaturgia, y ha escrito libros como Tiempo de ausencia (1971), Y si el amor no llega? (1983), Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987, Premio Municipal de Literatura), Crónicas llanas (1989) y Tierra negra (1994, Premio Universidad Central de Venezuela), entre otros. Destacado escritor de nuestro país, Igor Barreto ha desarrollado una importante carrera durante la cual ha sido editor de catálogos de arte para diversos museos de Venezuela, colaborador como articulista de prestigiosos diarios y revistas literarias nacionales e internacionales; Es profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, y ha representado al país en diferentes encuentros internacionales en Rumania, España, Estados Unidos, Colombia, Cuba y Argentina. Sus poemas son incluidos en las antologías de poesía venezolana contemporánea y algunos de ellos traducidos al inglés y al francés.



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