Dar voz al silencio
Fragmento del prólogo a Desde estancias habitadas de Danny Yesid León
Editorial Praxis, México , 2015.
Por Francisco Trejo
Danny León nació en Bucaramanga, Colombia. Su edad sorprende cuando nos acercamos a sus letras y encontramos en ellas una madurez progresiva, a grandes saltos; si leemos sus poemarios anteriores, Momento del decir y, el más reciente, La voz mínima del silencio, encontraremos matices y cortes diferentes, otras formas e intenciones. […]
Reconozco en Desde estancias habitadas la residencia de emociones que es el hombre, el individuo afortunado capaz de recrear el tiempo con la voz que escucha desde la lluvia, el motivo que trae de regreso la edad petrificada en el tránsito de los años. El hombre de los poemas que hilvana León en este lienzo de vivencias y de melancolía busca recapitular su paso por diversas estancias en las que cambió de piel como una serpiente condenada a despedirse de todo y de todos. Esta voz lírica habla desde una periferia —la soledad— a la manera en que lo hizo Baudelaire cuando subió a la montaña —«dichoso el corazón»— para embriagarse de su enorme ramera, la ciudad infernal. En esta periferia desde la que habla León se divisan el pasado, las sensaciones y las emociones que recrea el individuo. De manera aislada, el hombre siente la calma que trae consigo la lluvia, que no se percibe igual desde el corazón de una ciudad caótica donde el espacio y la vida son el detonante de su aflicción.
En un lugar sano como la casa propia, apartado de la contaminación del ruido, de la delincuencia y el desorden, la lluvia se vuelve taumaturga: trae perfumes y ensoñaciones, imágenes y palabras. Cuando caen las gotas de agua y refrescan el ambiente, el sentido del olfato despierta innumerables memorias de lo que era nuestro cuerpo y lo que era nuestra conciencia en él, porque incluso el cuerpo es una estancia más que habitamos y que abandonamos de forma permanente: «Nos hemos mudado de piel y de nombre,/ pero no de casa», dice León en «Mudanzas». […]
En este cuerpo que habitamos y que a su vez habita otra estancia, la conciencia de lo que somos nos permite hacer de nuestro tiempo un álbum de fotografías, de panorámicas que fungen como cicatrices, mapas o grietas desde las que asoma un espejo, frente al que «regresamos a cada momento,/ luego de surcar áridas estepas/ y dormir a la intemperie». Volvemos al pasado —es necesario— y es ahí donde nos contemplamos aún en la rama del árbol maternal, mucho antes de que ésta nos dejara caer en la tierra donde somos extranjeros, sin la garantía de germinar a tiempo y de gritar nuestra existencia. Esta angustia de no saber descifrar el mutismo abundante es también una boca que enuncia la poesía, como en el caso de «Los mercaderes del silencio», donde una voz cuenta que «la calma angustiosa de la mudez» «era el abandono de todo murmullo», mientras afuera estaba el sonido que irrumpía con violencia, desde el ladrido de los perros hasta la lluvia que partía el tronco de un árbol. Este juego entre lo que hay adentro de la estancia y lo que hay afuera es una constante en este libro, como ocurre en «El aposento doble» y «A la una de la madrugada», de Baudelaire, donde el personaje de la voz lírica se refugia en el laberinto silencioso de su casa para olvidarse del rostro humano y ocuparse de su asunto más preciado: la poesía. Entonces un poeta como León puede decir «nuestros silencios son implacables/ y agotan las habitaciones,/ hunden el lecho donde soñamos futuras huidas/ y arrastran nuestras bocas a la sed,/ a la ausencia de toda luz». Dar voz al silencio fue, sin duda, una de las certezas más atractivas de este trabajo literario que presento con entusiasmo.
Desde estancias habitadas es una invitación a visitar el universo del hombre solitario que se asoma al pozo de sí mismo para definirse desde sus habitaciones más íntimas, con la finalidad de apropiarse del espacio, el punto evidente donde confluye el tiempo: «Yo venía en éste y otros cuerpos/ buscando encontrar lo perdido», escribe León en el posible naufragio de voltear atrás, sin el riesgo de convertirse en estatua porque el fuego del ayer no quema, sino ilumina a quien lo invoca desde lo frío y lo apagado del ahora. […]
El jardín interior
No tengo casa.
Está derribada en medio de la noche.
Su dolorosa arquitectura
se ha caído.
José Revueltas
Hubo fuego en el hogar una vez.
Los inviernos pasaban lentos
y la casa se sostenía del cielo
con el hilo de humo que ascendía a diario.
Las ventanas tenían marcos pesados
y se empañaban de una fina escarcha
que removíamos con manos cansadas,
mientras veíamos afuera los caminos invadidos,
los árboles cubiertos de nieve.
Nadie venía hasta nuestra puerta
como en los tiempos de antes.
Vivíamos solos,
con el viento rondando las habitaciones
y el pan podrido de la despensa.
Recuerdo que la casa tenía un jardín interior
en el que jugábamos al entrar el verano.
Recuerdo que allí crecía el pasto
entre los matorrales que acogían insectos
o parvadas de pájaros agoreros.
Recuerdo que corríamos hasta el atardecer,
sintiendo la hierba y el barro en las pisadas,
cortando tallos o frutos mordidos
por la claridad del día.
Pero entonces llegaba el crudo invierno
y del jardín sólo quedaban sombras recientes,
las hojas consumidas por la oquedad
y el frío sincero del abandono.
En esos días había fuego adentro
y sin importar las tinieblas
permanecíamos vigilando la herida del sol
en la mañana trémula de nubes.
Pero ahora es distinta esta morada:
ya no hay luz de candil que valga en los pasillos
ni lumbre que arremeta contra la oscuridad.
Podemos sentir cómo se detienen los relojes
porque tiemblan las paredes
y nuestras palabras sortean la mudez.
Pronto no tendremos qué decirnos,
seremos cuerpos inmóviles
que contraen la fiebre de la locura
y el discurrir del tedio.
Pronto el techo se desplomará de tanta nieve
y caerá sobre nuestros huesos,
sobre el aliento que contiene los cimientos
y la memoria de esta casa en ruinas.
Sin embargo, el jardín persistirá:
las hojas tallarán su figura desgastada,
las flores roerán los colores
y entre las ramas del cerezo
habitará una araña tejiendo su tela.
No quedará después del deshielo
más que el rumor de la araña al invadir el aire
y poner en movimiento las palabras,
el ruido que perdura en los escombros
a pesar del invierno
y la insistencia de nuestro olvido.