Revista Latinoemerica de Poesía

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La escritura de la luz



 

La escritura de la luz

 

Presentación a la fortuna del día de Carlo Acevedo
Por Santiago Espinosa

 

Cuando un autor presenta el primero de sus libros - hecho de dudas y lugares entrevistos, de distintos estilos que disputan un espacio en el poema- tratamos de intuir entre las páginas la invitación a un camino. Una vida posible en las palabras. En el caso de Carlo Acevedo ocurre algo distinto. Más que una zona de promesas sentimos la escritura de un hombre que regresa:

 

Simplemente sentarse:

el canto del grillo

es el canto del grillo

cuando la luz del día

y las ramas de los árboles

se reúnen en dos convicciones:

quietud y silencio.

 

Carlo Acevedo, a la manera de otros poetas del Caribe, ha querido que la poesía -toda la poesía-, sea en última instancia una continuación de la luz. “La luz del mundo”. Sólo que a diferencia de ellos ha encontrado su elocuencia en el silencio. En el silencio y no en la acumulación de palabras: “No quiero nombrar al álamo”, nos dice, “que mi palabra sea el rumor de su frondosidad”. Sus poemas son breves y precisos, transparentes. Detrás de ellos estaría la congestión de todo aquello que no dice.

Y eso es precisamente lo que encontramos en estas páginas. No la presencia del mar sino su transparencia. No la abundancia de la vida sino del hombre que registra sus rumores. A veces basta un cristal para tener la sensación de todo el océano: “La sal está hecha de cristales./Me llevo uno a la boca./Todo me sabe a casa”. Una breve palabra para lograr toda la sombra del árbol.

Lo que encontramos en Fortuna del día (Pre-Textos, 2019), galardonado en 2019 con el Premio “Arcipreste de Hita”, es un lento proceso de cristalización. La decisión de una mirada que cree profundamente que es el mundo quien escribe los poemas, el tiempo mismo. No nuestro afán de dominio que se expresa en la poesía con la abundancia de metáforas. Quizás sea por eso que este libro no acumula las imágenes sino que purifica los instantes. Y las palabras se vuelven a cargar de insospechadas resonancias. Después del “pasmo” suscitado, la historia, miramos nuevamente hacia el azul del cielo, como una luz encontrada a través de la oscuridad:

 

Del pasmo suscitado

por el barullo aéreo de las palomas

sólo queda el azul del cielo.

 

Al abigarramiento del barroco Carlo Acevedo ha apuesto la amplitud de los poemas orientales. Esta preferencia es en verdad una elección de vida. Él mismo se ha encargado de enseñar esta poesía en sus talleres de Barranquilla. En sus artículos de prensa ha mostrado cómo algunos autores, Watanabe por ejemplo, han matizado en sus escritos  los versos de un Haiku. A estas alturas hay que aclarar algunas cosas. No es esta una escritura de fragmentos. Tampoco de síntesis intelectuales. El espíritu del Haiku es realmente la manera en que los versos abrazan el mundo, o lo que es más preciso, la manera en que el poeta deja que el mundo lo abrace en la contemplación. Escribe Takahama Kyosi

 

Viento otoñal:

cuanto abarcan los ojos,

todo es haiku.

 

Es como si el mundo, el sentido de una vida completa, entraran mansamente entre el segundo y el tercero de los versos. El poeta es el último testigo de la fugacidad. A veces esta revelación ocurre con un detalle, desde lo diminuto que abarca la mirada. Nos dice Basho en uno de sus poemas más celebrados: “¿Podrá el rocío/quitar gota a gota/el polvo del mundo flotante?” A veces el que se mueve es el poeta y no los estanques. Y el poema nos recuerda que quien escribe es en verdad un fantasma, un ser tan movedizo como la estaciones en el cielo o las flores sobre el agua. Nos dice nuevamente Kyosi, uno de los maestros del género:

 

Sigo los pasos de un farol

que va aprisa

en la fría noche.

 

Al igual que ellos, los grandes poetas japoneses, Carlos Acevedo ha dibujado en la palabra los rastros de una persona. Y los ecos de un mundo suspendido. Y unas preguntas que en secreto nos envuelven, abriendo una red de correspondencias:

 

¿De dónde vienen

la noche, las luciérnagas

y esta pregunta?

  

Este último poema, uno de los mejores del libro, recuerda otro famoso haiku de Jorge Luis Borges, muy admirado por Carlo Acevedo, quien considera que el argentino, a diferencia de otros autores latinoamericanos, Tablada por ejemplo, realmente comprendió el espíritu del género más allá de su concreción: “¿Es un imperio/esa luz que se apaga/o una luciérnaga?”. Esto que ocurre con un poema específico nos recuerda que en el silencio de este libro, en sus espacios en blanco, también están las resonancias de los otros. El diálogo secreto de la poesía.

Carlo Acevedo ha encontrado en estas formas ancestrales una manera de figurar la incertidumbre de nuestros días. Aunque el abuelo lo llame desde la infancia en algunos de estos poemas, exigiéndole respuestas, ha descubierto que la vida nos deja más preguntas que moradas. Que ser un hombre es ser muchos y en verdad ninguno. Una pregunta que desplaza otras preguntas. Pero precisamente esta fragilidad le ha permitido regresar a la naturaleza como un nuevo nacimiento. Volver a contemplar el mundo sin pretensión ni simulacros, como antes de que existiéramos nosotros:

 

Pasan las nubes.

Resplandece la estrella.

Vuelven las nubes.

 

En una de sus cartas sostenía Nietzsche que algún día, no muy lejano, quien contemplara el mundo atentamente sería el más subversivo de los hombres. Y yo creo que ha llegado ese día. Están los celulares y los cielos contaminados. Los niños no se miran a los ojos como antes. Los poetas escriben como por arte de compulsión, sin escuchar las voces de los otros. En los poemas de Carlo Acevedo, no obstante, sobrevive la posibilidad de un testigo. Alguien que lee atentamente las palabras de los otros y las nubes, los diminutos transcursos de la luz, sin otra intención que atestiguarnos su milagro. Por eso sentimos que el mundo, nuestra propia experiencia, puede alojarse entre el segundo y el tercero de sus versos. Que mientras Carlo Acevedo escriba alguien observará con atención nuestros transcursos. Un álamo florecido. Una sombra que se alarga. El tiempo contemplado bajo el cielo.

 

 



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