Revista Latinoemerica de Poesía

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9. Gabriel Chávez Casazola



 

 

Poesía del elemento líquido, del viaje, de lo inestable como el tiempo y la memoria, la obra de Gabriel Chávez Casazola tiene el poder de transfigurar lo que toca, de iluminarlo. Sólo un cabal poeta puede crear desde el juego permanente de distancias y proximidades que desencadena estos poemas, un movimiento que logra ir desde la sabiduría siempre inexplicada del Evangelio hasta la contingencia del mundo en el viaje del tiempo.
Al mismo tiempo polifónica y profundamente centrada en la palabra de su creador, la obra de Chávez Casazola –un autor cada vez más reconocido entre los poetas del continente- suscita la inmediata adhesión del lector, la total identificación con el yo de su poesía, que es siempre un nosotros, los que nos reconocemos iluminados por este poeta de excepción.

Alfredo Fressia (Poeta uruguayo, editor de la revista La Otra)

***

Hace algunos días el poeta Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972) nos sorprendía con la lectura de sus poemas en el marco de la Agenda Cultural del Gimnasio Moderno en Bogotá que dirige el poeta Federico Díaz-Granados. Presentamos hoy una selección de sus poemas:
 

 

I CHING

El hombre sabio construye su casa
con amplios corredores
para sentarse a tomar el fresco
en la acera exterior
los días calurosos
y ver caer la tarde en los días de tedio,
saludando a quienes pasan con una leve inclinación
             de cabeza,
mientras estos le sonríen,
agradecidos por ofrecerles cobijo del sol
cuando caminan,
y cobijo del agua cuando llueve
y el hombre sabio está dentro de su casa,
destilando hasta el ocaso
el mosto del ayer.

 

 

DE SU ESTANCIA

De su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión
conservaba,
apenas a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda
estacada en el centro del verano,
unas cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta
de un pasado mejor, de unos años
de bullente actividad intelectual,
de grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios
lacanianos,
de círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt
y otros misterios reservados para los iniciados en
el buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la
confusión
en las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par
de buenos platos
             —por ejemplo, pollo al mole—
que hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura
de aquellos años dorados, esplendentes,
en que todos querían cambiar el mundo a fuerza
de bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis Althusser,
hasta que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio
y murió babeando su impotencia y su ira en un camino
lodoso, del color del mole del pollo al mole,
botando sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,
ese lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento
en una de las tapas de aquellas revistas estacadas
en medio del baño de aquella hacienda,
estacada a su vez
en el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna
en su derrota
como la golondrina de Wilde cuando decía
despreciar el verano.

 
 

MOBILIS IN MOBILE

Fatigado del ligero resplandor de las piscinas
en copas colmadas de zumos de estación;
del profundo esplendor de los lagos de la noche en los ojos de mujeres
interesantes y
lo suficientemente locas;
del vaivén de los ríos salvajes a bordo de maravillosos barcos
ebrios;
del arrullo del mar en monstruosos cruceros blancos cuyos salones derrochan
lámparas y cristales
que vistos de improviso en la madrugada nos musitan
cuán vanos son nuestros reflejos y la realidad, así llamada,
con la que fingíamos bailar un inacabable minuet;

he venido a dar con mis huesos a esta isla
—pequeña porción de cordura en medio del trópico delirante—
y desde ella pongo en duda todo lo conocido hasta ahora,
Náugrafo como sigo siendo
y a la vez
Señor de estos reinos que a nadie más pertenecen
que a este conquistador y a las aguas que un verano
se llevarán la isla y mis huesos
hasta un río salvaje y de allí al vaivén del mar,

lejos ya por fortuna de los blancos cruceros y de las lámparas y de los
hombres de todos los colores,
mas por desdicha lejos de las mujeres interesantísimas, alocadas,
tanto o más deliciosas
que los frutos de estación.

 
 

Y QUE A LAS ORILLAS

Y que a las orillas del río de caimanes te caven una tumba
en la loma más cercana,
te conduzcan
con bronce en el cuello y las orejas
y los tobillos y un gran ramo de flores amarillas
escogidas con primor
por las núbiles
             —con suerte orquídea de las islas—

Un ramo
que cuando encuentren tu cuerpo los arqueólogos
japoneses y alemanes a la orilla
del gran río de caimanes
sea
la prueba mayor de que tus hijos veneraban a los muertos
cargando sus rodillas con un peso amarillo
que no era de oro, no,
pero que igual vencía
la natural resistencia de los huesos
al fin y al cabo de tu civilización impúdicamente ofrecidos
en arco abierto
—eso del peso de las flores,
        el peso de la belleza en las ancas de la muerte—

Dispuestos ya tus huesos a la carnicería de los futuros
si eso quiere decir algo todavía,
ahora que es entonces y tus manos de niña
cortan los pétalos de flores amarillas
y lanzan sus veletas al socaire
preguntándose en lenguas ya desaparecidas
me quiere no me quiere
             —¿se preguntaban los antiguos estas cosas?
mucho
             —¿conocían el amor nuestros antiguos?
poquito
—o era una enfermedad como la peste, llegada de lontano.
Ah, cuán pesadas las flores
qué frágiles mis huesos y esta lengua que hoy hablo
nadie podrá escribirla cuando
             —¿cuándo? —
Muchacha de los ríos enterrada en cuál loma

mucho
poquito

mis huesos ya vencidos

saben que acaso
nada

 

(Inscripción escuchada en una excavación, lengua desconocida.
Esta es apenas una versión muy libre
del aroma que emanan las flores amarillas:
la cultura a la que perteneció la poseedora de estos restos era ágrafa)

 
 

DE SENECTUTE

Y así, de un modo insensible, imperceptible, va uno envejeciendo,
no hay brusca ruptura de la vida, váse extinguiendo
con esa diuturnidad, ese quehacer cotidiano

Marco Tulio Cicerón, “De la vejez”

Como un coral joven, como
una dendrita que extendiera su primer
filo al mundo para asir el tejido,
como un güembé cuando se prende al árbol con uñas breves y raíces
todavía tiernas,
así en algún momento allanó este dolor
la casa del verano
y fue poco a poco instalándose en ella,
construyendo su sillón de hierro sobre el piso del living,
entornillando su plato de aluminio vacío
en la mesa en la que repicaban las cucharas,
hincando un tenedor de ponzoña en los guisos que aromaban la cocina,
acostando su cuerpo de calamar viscoso en nuestra cama,
haciendo un agujero en alguna
tubería del baño
—gota sobre gota que marcaba
las lentas e intermitentes fugas de la dicha.

Como un arrecife de coral, como un manglar de dendritas
las uñas y raíces de este dolor hicieron suya la casa del verano.

Ahora este silencio presagioso que inquieta la biblioteca
y recorre los estantes y la mesa de noche
acaso anuncia que el invasor muy pronto enmohecerá los libros
o desvanecerá sus letras,
entrepalabrándolas
con panfletos y facturas vencidas.

De ahí que sea una urgencia llenar páginas de signos
que más aprisa que la carcoma
que más aprisa que el tumor puedan acusar
recibo
de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos
y la cama de lino feliz y el agua en la regadera
y los libros en la mesa de noche
y este que escribe
y este que escribe.

 
 

LA CANCIÓN DE LA SOPA

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes.

Comían alrededor de grandes mesas
mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo
pero bien establecidas en el piso.

Con cucharas enormes comían la sopa
en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
de unas enormes soperas.

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,
a fumarse un cigarrillo
sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,
veía sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado.

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6
montado en un gran auto americano o en un gran caballo
o con un gran estilo
de caminar
para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el
tiempo no había interrumpido,
salvo aquél que enfermó, aquél que se fue
dejando un enigma y una sensación de vacío
—una enorme sensación de vacío—
flotando, con el humo de los cigarrillos,
sobre la sobremesa de la cena.

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar
solo consigo mismo, simplemente
no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana
carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era
mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o
con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo
en la garganta, un nudo que después salía flotando de su
boca montado en un gran suspiro,
un enorme nudo que se enredaba en el vapor
de su taza de café, con unas
volutas que le robaban la mirada y la hacían desear
estar sola,
simplemente no estar ahí, escuchando los llantos
de las últimas hijas y los primeros nietos.

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos
y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes
soperas vacías, las cucharas mudas
de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió
a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de
teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir
como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,
que se metió en su pecho por la gran boca abierta
de un enorme bostezo.

Entonces
compró una breve sopa instantánea
y entre sus mínimas volutas
se permitió un pequeño llanto.

No podía tomar la sopa.
en su diminuto departamento no había una sola cuchara,
una sola mesa bien fundada, algo
que vagamente pudiera parecerse a la felicidad
y sus rutinas.

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío
o del tuyo, cuando las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes
y veían sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado
con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.

 
 

LLANTO POR LOS AÑOS 50

Yo solo estoy loco con el Nornoroeste;
cuando el viento viene del sur,
sé discernir un halcón de una garza

Hamlet

Este es un llanto por los años 50,
por el trajecito sastre de Eva Marie-Saint en Norte por Noroeste,
Rapid City,
por los letreros de neón como el que puso un lustro antes Bugsy
en el Flamingo
y por la increíble primera soledad de sus reverberos
en medio del desierto de Nevada o en el aeropuerto O’Hare de Chicago,
entonces tan provinciano como todas esas señoras felices
-por las que también lloro-
que abordaban Pan Am
con la felicidad color pastel de los años cincuenta
y todos esos caballeros
con sus pantalones grises y marrones
discrepando
del neón de colores.

The age of the innocence:

la inocencia de las fuentes de soda
con muchachas de 16 tomando ice creams y malteadas
y los muchachos en sus trasatlánticos de cuatro ruedas
más lo que ya se sabe que diré James Dean y similares
cuando los ángeles aún podían salvarlos de la bancarrota
pues llevaban bucles platinados y vestían
vaporosamente,
con unos vuelos y unos plisados como para brillar en los trasatlánticos
de cuatro ruedas y bajo los neones de las fuentes de soda y en los autocines
sin morir en el intento,
con la misma inocencia de las barbacoas en los jardines traseros.
Derramo una lágrima en mi bourbon por esa belle epoque
tendida entre dos guerras
humo de algodón dulce
entre dos explosiones

cuando -gasas y popelinas de por medio-
ya venían incubándose las piedras
arrojadas a una casa de familia

el aullido
la sobredosis
la bala
el choque
la caída

que se llevarían a la inocencia por delante
con todo y fuentes de soda y vestidos vaporosos
mucho más allá del este del paraíso
             -este por suroeste.
 
La inocencia
 
fuera de sí

expulsada
aterida
y despierta,

las vergüenzas expuestas
sin su trajecito sastre
como hoy mismo se encuentra

increíblemente sola
bajo la sedienta luz de los neones.

 
 

UNA RENDIJA

Y tomando barro de la acequia
el niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía.

Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente
tomó aire
sopló suavemente sobre ellos

y echaron a volar.

 
 

CERTIFICADO

No quiero que me rajen los pulmones que pongan
su blanca vulva de aire al descubierto
sus rosas tubulares infestadas

No quiero que para ver mi corazón rajen el pecho
no hay nada que ver en mi corazón
catéteres y cirujanos no encontrarán ya nada

No quiero que mis hígados lavados
en noble fermento de papa de Tennesee los aprovechen
para escarmiento de nadie No quiero
Por eso pasen
miren bajo mi lengua
ahí está ahí está
la causa de la muerte
las glándulas septentrionales
 
             ahogado en su propio veneno
 
en sus legaminosas palabras que no fue capaz de escribir
una mano posada en el teclado / y la otra en los dientes / mordida
De eso se ahogó este cabrón
no de fumar no de tomar no de comer asado
de sí mismo se murió

Ahora que ya lo saben flores de cementerio
por favor no me toquen no abran nada.

 
 

VUELO NOCTURNO / ARTE POÉTICA

Esa luz que se apaga
no es un imperio
ni una luciérnaga.

Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.

Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán
al resto del mundo,
una mansión

             —una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre
             son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—

una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio.

Una luz vacilante a la que
—frío al calor—
unos labriegos reunidos
se aferran

náufragos que balancean un fósforo
ante la inmensidad
desde una isla desierta.

 

 

Gabriel Chávez Casazola (1972). Poeta y periodista boliviano. Antes de su reconocida obra El agua iluminada (2010), parcialmente traducida al inglés, portugués, italiano y rumano, publicó los libros de poesía Lugar Común(1999) y Escalera de Mano (2003). Poemas suyos se hallan incluidos en varias antologías internacionales y de su país. Su próximo libro de poesía saldrá a luz a principios de 2013 en Ecuador.
Pertenece al movimiento Poesía ante la incertidumbre, que comenzó con una antología publicada por la editorial Visor. Ha participado en encuentros, lecturas y festivales de poesía en España, México, Brasil, Colombia, Ecuador, Argentina, Nicaragua y Perú. Impartió talleres de poesía en universidades y centros culturales.

Tiene publicados también un libro de ensayos y artículos, otro de crónica periodística y editó una vasta Historia de la cultura boliviana del siglo XX, en dos volúmenes, premiada como Libro Mejor Editado en Bolivia en 2009. Ha cuidado asimismo la reedición de varias obras agotadas de autores clásicos de su país.

Fue editor y columnista de varios periódicos bolivianos. Actualmente tiene una columna de literatura y el espacio de poesía “Mirabiliario” en el diario Página Siete de La Paz, y colabora con los suplementos literarios de El Deber de Santa Cruz y La Palabra del Beni, además de contribuir a revistas internacionales de poesía, como Círculo de Poesía de México, Agulha de Brasil y otras.
Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano.

 



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