Revista Latinoemerica de Poesía

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Los cuadernos del destierro




El venezolano Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) acaba de ser galardonado con el XXVII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Celebramos este premio compartiendo algunos poemas de uno de los libros más importantes:

 

 

 

 

De Los cuadernos del destierro (1960)

 

 

1.
Yo visité la tierra de luz blanda.
Anduve entre melones y hierbas marinas, comí frutas traídas por sacerdotisas adolescentes, palpé árboles de savia roja como ladrillo que moraban junto a la tumba de un príncipe, vi viejos catafalcos de gobernadores guardados por lentas palmas. Por los contornos había raíces en forma de tazones donde los monos mitigaban la sed.
Pasé un día cerca del lugar donde duermen los ahorcados.
Era la época en que los brujos habían partido a los campos de arroz destruyendo todos los talismanes.
En las calles vistosas doncellas oscuras danzaban.
Entonces los capitanes bajaban de los ojos para explorar la ciudad.
De este viaje más allá de los presuntos límites sólo conservo alguna que otra estrella de mar, varios retratos -ella y yo- y un peregrino cofre que encontré en el barco durante la travesía.
De aquel idioma y de mis pasos por la tierra dicha no existe imagen que esté hoy extinguida. Los veleros tocan a las puertas del aire donde persisto. La luz me trae delfines muertos. Tu olor reconquista el estremecimiento.

 

 

 

3.
He resuelto mis vínculos.
Ya soy uno.
Porque ésta que ahora comienza es la temporada magnífica de la claridad donde sólo existe el haz indivisible de la amorosa conjunción. Ahora mi corazón silbante, clarividente y numeroso riega sus sentencias prenatales, sus aromas yodados, sus impaciencias pueriles, sus rumores de moscardón sobre la cebada, sus tinieblas fieles en la crueldad de estos parajes poblados por oscuros habitadores que suelen entregarse con frenesí a los desapacibles dioses de la espuma.
No obstante me irrita el tardío lienzo de los alcatraces porque no puedo descifrar su idioma. En cambio me place el jardín de los soberanos donde habitan en espejos incomunicables los que han sido desterrados del amor.
Fatídico, doble, sensual, echadas ya las cuentas para mis logros futuros, me he desposado con un nuevo esplendor.
Fue el reino de las aguas.
Hice mis particiones.
Aguas en la memoria, absolutas como los desiertos, solamente el silencio del oro en el follaje puede compararse con su espíritu.
Osaré recrearme en la evocación.
Isla, deleitable antífona.
Horma de los cuatro puntos.
Asilo de los vientos sin paz.
Adelantándome y retrocediendo como un preludio abro las tierras moradas.
Una naranja resplandeciente, sola, sobre un lienzo como un deseo.
La rama menos transparente de una constelación.
Un vaso de ron en las manos de un galeote.
Un viaje.
El monumento de la sal.
Una flecha que se dispara sola.
El beso, el ayuntamiento, el éxtasis y la culminación.
Los supremos vaivenes de las aguas irredentas.
Una colmena donde se oculta un arcoiris.
El rebaño de los puentes cuando el día cesa.
Nuncios de autodestrucción.
Un final.
Aquel alocado parloteo de los loros.
Las salpicaduras de los bañistas.
La hamaca que se balancea.
Tomorrow.
"Yo quería separarme de él. Te lo juro. Amenazó con matarme. No me dejes.”
Los dados de la noche.
Danzas frenéticas de seres que olvidaban 362 días del año.
Sofocos de bailarines.
Horóscopo. Aries. Persona hiperestésica, desconfiada, buen natural, deshilvanada.
Una mano que se tiende.
Alambradas. En torno el Orinoco. Impasible vampiro.
Una carta que promete ventura.
Gloria con un conejo sobre el regazo.
Kid.
Otros.
Mi frente que se enferma en los ojos de los ciegos.
Drop me by the corner.
Calles zumbantes.
Civiles multicolores.
Dominio del verde.
El rostro de un verdugo en la taza de té.
Aves, aves, aves celéreas, breves, intonsas.
Adolescentes como lanzas de ébano.
Una ciudad arrojándome del amor.
No maternal, pero ama de llaves órficas y otras filiaciones.
Gobernadores de las ciénagas.
Ablaciones.
Lutos seminales.
Torres de caoba.
Jazz bajo la noche blanca del Mar Caribe.
Carrousel.
Un lugar donde las brujas entierran a los niños abortados.
Tabletas para matar.
Pero allí hay, sin duda, un lugar bondadoso.
Calles manchadas de fluidos vegetales, de baba ebria, de sexo negro, de mugres provisionales, de hálitos sacros, de africanas flexiones, de alas de loto, de mandarines venidos a menos, de dragones rotos, de fosforescencias de tigra, de aires balsámicos de amplios valles búdicos.
Una mezquita que se baña al sol en las colinas.
Aguas lustrales de una edad sólo divisible por potestad sin denominación.
Armaduras de guerreros ya superados, en un museo.
Salvation Army. Ellos nos salvarán de la misericordia divina, de estos jirones de sangre al mediodía, de este violento traje de días blancamente feroces, de la hoja de puñal, de las vestimentas crueles, del falso amor, de la pupila fija de los ahorcados, de la pieza no cobrada, de la sangre en la camisa, de la tierra que sube un milímetro cada día como cicuta, de los buques fantasmas, del santo suicidio, de la prostituta coloreada hasta las doce y luego carne fláccida de recién nacido, de la media luz o media oscuridad, de las auroras débiles, de los ídolos de bronce sobre el mar, de las respuestas a las interrogaciones y viceversa, del sueño donde se hunden bajeles blancos, de las profecías, encantamientos, idus, dilapidaciones.

 

 

 

 

4.
He entrado a región delgada.
Todo lo que canta se reúne a mis pies como banderas que el tiempo inclina.
Aquí el mundo es una estación amanecida sobre corales.
Ésta es la morada donde se depositan los signos de las aguas, el légamo de los navíos, los mendrugos cargados de relámpagos.
Éste es el huerto de las especias clamorosas, la temporada de arcilla que el océano erige.
Ésta es la fruta de un piélago muerto, la columna desesperada del hambre.
Ésta es la salobre campana de verdor que el fuego crucifica, la tierra donde una tribu oscura embalsama un clavel.
Ésta es la tinta trémula del día, la rosa al rojo vivo inscrita en los anales de la selva.

 

 

 

 

5.
Pero el tiempo me había empobrecido.
Mi único caudal eran los botines arrancados al miedo.
De tanto dormir con la muerte sentía mi eternidad. De noche deliraba en las rodillas de la belleza. Presa de tenaces anillos, a pesar de mi parsimonioso continente de animal invicto me guardaba de la transitoriedad ínsita a mis actos.
Magnificencia de la ignorancia. Brujos solemnes habían auscultado mi cuerpo sin poder arribar a un dictamen. Sólo yo conocía mi mal. Era -caso no infrecuente en los anales de los falsos desarrollos- la duda.
Yo nunca supe si fui escogido para trasladar revelaciones.
Nunca estuve seguro de mi cuerpo.
Nunca pude precisar si tenía una historia.
Yo ignoraba todo lo concerniente a mí ya mis ancestros.
Nunca creí que mis ojos, orejas, boca, nariz, piel, movimientos, gustos, dilecciones, aversiones me pertenecían enteramente.
Yo apenas sospechaba que había tierra, luz, agua, aire, que vivía y que estaba obligado a llevar mi cuerpo de un lado a otro, alimentándolo, limpiándolo, cuidándolo para que luciera presentable en el animado concierto de la honorabilidad ciudadana.
Mi mal era irrescatable.
Me sentía solo. Necesitaba a mi lado una mujer silenciosa, paciente y dúctil que me rodease con una voz.
Yo era un rey de infranqueable designio, de voluntad educada para la recepción del acatamiento, de pretensiones que hacían sonreír a los duendes.
Un rey niño.
Cuando advino, inopinadamente, una era de pobreza, perdí mi serenidad.
Mis pasiones absolutas -entre ellas el amor, que para mí era totalidad- fueron barridas.
En suma, yo era una pregunta condenada a no calzar el signo de interrogación. O un navío que se transformaba en fosforescente penacho de dragón. O una nube que se demudaba conforme al movimiento.
Habitaba un lugar indeciso.
Mi historia era un largo recuento de inauditas torpezas, de infértiles averiguaciones, de fabulosas fábricas.
Un dios cobarde usurpaba mis aras.
Él había degollado el amor frente a una reluciente laguna, en un bosque de caobos. Huía mugiendo sábanas ensangrentadas. Escapaba del recinto feliz. Las nubes eran símbolos zoológicos de mi destierro.
El amor me conducía con inocencia hacia la destrucción.
El odio, como a mis mayores, me fortalecía.
Pero yo era generoso y sabía reír.
Como no soportaba la claridad, dispuse entre anaranjados estertores de sol mi regreso hacia el final. Las aguas me condujeron como el sensitivo lleva la pesadilla. Volví insomne al lugar de la ficción.

 

 

 

RAFAEL CADENAS

(Nace en Barquisimeto, Venezuela, en 1930) Después de vivir una temporada como exiliado en Trinidad en 1952, publica el maravilloso libro: Los cuadernos del destierro. Ha sido profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Central. Recibió la beca Guggenheim en 1986 y el doctorado Honoris Causa de la Universidad Central de Venezuela. Ganó el Premio Nacional de Ensayo (1984), el Premio Nacional de Literatura (1985), el Premio San Juan de la Cruz y el Premio Internacional de Poesía J. A. Pérez Bonalde (1992). También le fue otorgado en México el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, antes llamado Juan Rulfo, en 2009. Dueño de un lenguaje mágico y depurado, su obra lo sitúa como uno de los grandes exponentes de la poesía modernista hispanoamericana.



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