Revista Latinoemerica de Poesía

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64. Audomaro Hidalgo



 

Desde su primer libro El fuego de las noches (2010), ganador del Premio Nacional de Poesía “Juana de Asbaje”, Audomaro Hidalgo (Villahermosa, Tabasco, 1983) ha ido tejiendo con la madurez de quien comprende que la poesía se revela pero se encubre a un mismo tiempo, lo que lleva a hilar despacio, buscando siempre la puntada precisa que logre asir sus entresijos.

Es así como el poeta tabasqueño logra establecer una firme poética que va de la observación directa de los elementos que rodean lo cotidiano, entrelazados con la ficción del universo imaginado que se encierra en los libros y las ascendencias propias de la imaginación del poeta. Todo ello ilumina el bello árbol que guardan sus poemas, llenos de imágenes que despiertan siempre algo inusitado.

Publicamos una selección de poemas de Audomaro Hidalgo quien acaba de publicar sus tercer libro titulado Pequeña historia de la destrucción.

 

 

 

 

GRILLOS

Estoy impregnado de mundo
pero no es mío, no me pertenece
ninguna ciudad, ningún cuerpo.
El canto circular de aquellos grillos
desde la infancia me acompaña,
más verde y sin duda más joven.
Es todo lo que tengo, con lo que sueño.
El mundo existe
tan solo por su música,
por sus notas tejidas en mi mente,
como la piedra a su silencio,
atenta al paso de las estaciones,
sin que envejezca, sin que gaste
el oro ancestral que palpita en ella.

 

 

 

 


SIGNOS

Yo he querido traducirlos, comprender lo que dicen
las bandadas de sílabas errantes.

No he sabido leer esa escritura,
ni transcribirla a las páginas que en vano lleno.

El hilo misterioso de su canto
me toma de la mano sin pedirlo,
sin que pueda fijar una palabra.

Soy una sílaba
más entre aquellas otras sílabas,
atenta a sus parvadas de sonido,
encadenada
a sus aleteos de sombra.

Nadie me habló de ese alfabeto,
de sus frases latentes
con las que entreveo su imagen
fija en las ramas del pensamiento.

Yo lo invento y él me crea
al escuchar su dicha fugaz,
su llamada lejana y próxima,
su secreta manifestación
todos los días en la tierra.

 

 

 

 

VISITA

Mi mano guarda un pájaro.
Vino de la profunda geografía
del sueño. Trajo sílabas dispersas,
casi rotas. Mi deber es juntarlas.
Lo cuido porque invisible y sólo
mío es lo que me dice,
me habla de otra escritura,
lejana y honda como el cielo
del que no descendió. Llegó tranquilo
a posarse esta noche de septiembre,
en mi mano siento su tibieza,
su serena palpitación me guía,
es parte de mi sangre,
aunque a veces crea que se ha marchado
él siempre regresa para entregarme
el alpiste secreto de su música.
Entonces nos unimos en el canto:
somos dos sílabas de otro alfabeto.

 

 

 

 

 

PIEDRA

Hay algo sagrado todavía
en esta piedra a orillas del jardín.
Es como un remoto palpitar,
algo como una frase enterrada
desde que el mundo fue noche y es caos.
No sabrías decirlo.
Es como si esperase
algo tuyo, algo dicho desde el fondo
del silencio que los rodea
y los vincula,
en este lugar apartado
la sombra lenta del tiempo la pule,
como a una idea, una imagen
de ti que ella te dicta.
Abre tus manos y no dejes irla.
Acógela, recíbela despacio.
Hay algo sagrado todavía
en la piedra sembrada en esta orilla.
Tal vez sólo sea un aleteo
lo que escuchas al centro de su entraña.

 

 

 

 


LA PIEDRA PERMANECE

La piedra no habla
ni sabe de la vuelta de los mundos;
permanece, simplemente está, no desea
llegar a ninguna parte. Es

lo que nos dice, su sola sencillez,
la primera forma del tiempo
que tuvieron los hombres en sus manos.

Dentro suyo late un mar incierto,
todo el fuego del día,
la escritura del canto
que deja el pájaro al marcharse.

No la inquieta la luz
falsa de las construcciones fingidas,
ni la ensombrecen las caravanas
de las nubes efímeras.

Hace de su aislamiento una virtud,
de su concentrado silencio
una defensa contra los derrumbes
y el griterío de los córvidos.

Contra la noche queda despierta.

Dura flor
la piedra respira, escucha
su propio centro inamovible, pule
lo que dice su más oscura esquina:

ser

una vibración quieta.

 

 

 

 

TUBÉRCULOS

Hundir la mano en la tierra.
Hundirla hasta palpar la piel áspera de lo oculto: tubérculos, tentáculos
de pulpos que habitan bajo tierra. Tubérculos
que crecen como el miedo, en lo oscuro.
Hundir la mano como lo hacía mi abuelo, en luna llena,
como me enseñó a hacerlo cuando aún podía, cuando tenía fuerza
y extraía tubérculos como tentáculos de pulpos acabados de cazar.
Hundir la mano hasta tocar los intestinos comestibles de la tierra,
hasta donde crecen tubérculos turbios,
como imágenes del sueño, como pensamientos torcidos.
Hundir la mano, lento, como en una profunda herida, lejana
como el día en que mi abuelo me enseñó a cosechar tubérculos
y se me reveló la imagen primera del miedo,
cuando lo tuve sucio en las manos, acabado de nacer,
sin llanto. Palpar la humedad de lo que está enterrado,
como una uña que duele, como el miedo por primera vez frente a mí.
Tubérculos, tentáculos de piel dura, desprendidos de pulpos rotos bajo tierra.
Tubérculos expuestos al sol, en agonía por saberse de antemano hervidos.
Órganos crudos. Formas impuras. Ideas sucias que tiene la tierra.
Bajos instintos. Fetos alargados. Turbulentos tentáculos. Alimento del pobre.
Tubérculos extraídos por mi abuelo los días de luna llena en la tierra.
Hundir la mano.
Hundirla más.
Palpar el miedo a ciegas.
Reconocerlo como a un tubérculo.
Ponerlo sobre la mesa.
Alimentarse de su almidón amargo.

 

 

 

 

EL LABERINTO, TESEO Y LA ESFINGE

La rosa es el centro del laberinto.

Mi abuelo Teseo está acabado, pero tiene un arma poderosa llamada Alzheimer.
El Alzheimer crea el laberinto cuando mi abuelo camina por la casa,
inventando pasillos y corredores mientras choca con las paredes.
Mi abuelo, Teseo sin fuerza, enfrenta todos los días
hordas y legiones de puertas, ventiladores, muebles
y zapatos que le salen al paso, con los que tropieza.

La rosa arde en el centro.

Mi abuela pudo ser el lado amable de la historia, pudo ser Ariadna,
pero prefirió ser la Esfinge. Mi abuela no le dio ningún hilo
a Teseo para que no se perdiera. Mi abuela
es una esfinge sentada en algún punto del laberinto.
Mira ir y venir a mi abuelo por los pasillos y corredores
que su Alzheimer levanta. La Esfinge
escucha a Teseo gritar, pedir auxilio en voz alta,
llamar a sus lejanos amigos de parranda,
decir el nombre de sus hijas muertas.

La rosa arde en el centro.

Mi abuelo, Teseo vulnerable, camina
cada día más perdido, sin hilo que lo ayude a volver
del laberinto oscuro de formas que su Alzheimer levanta.
La Esfinge lo presiente desde donde está sentada.
Teseo avanza sin algo con que defenderse,
sin machete o bastón, esa tercera pierna
del enigma de la Esfinge de piedra, no mi abuela,
Esfinge sin misterio, sentada por la diabetes
en algún rincón del laberinto en que se ha convertido la casa.

La rosa arde en el centro.

Mi abuelo Teseo avanza
por los pasillos y los corredores que su única arma,
el Alzheimer, inventa. Avanza tirando sillas
y rompiendo platos como escudos viejos, inservibles,
mientrasla Esfinge fastidiada lo regaña y le mienta la madre.
El centro del laberinto es la rosa,
una flor imán sin espinas que aproxima y repele,
la pregunta definitiva bajo un mismo crepúsculo,
compartido dentro del laberinto, un animal rojo
quela Esfinge plantó y que espera la llegada de mi abuelo
Teseo, el extraviado.

 

 


Audomaro Hidalgo (Villahermosa, 1983). Es poeta y ensayista. Autor del libro Pequeña historia de la destrucción. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina.



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